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DavidTriviño.

ESCRITOR

Foto del escritorDavid Triviño

La oscuridad de la mera existencia


Abrí los ojos y miré a Cora, que dormía plácidamente a mi lado. Pensé qué diría si supiera de dónde venía, a qué me dedicaba antes de aterrizar entre sus brazos. Sin embargo, no se lo había dicho en los seis meses que llevábamos juntos y no pretendía empezar aquella mañana.

Cora, con sus panfletos y su activismo, no entendería que estuviera al servicio de un blanco. No aceptaría mis razones: Había sido más una relación personal a pesar que era su criado, porque conocía todas sus respuestas. Si te pagaba no eras su amigo, eras su esclavo. Yo le diría entonces que era un poco exagerada y empezaría una retahíla de razones por las que no lo era.

De hecho, en los meses que hacía que la conocía, había observado aquella escena con Cora en numerosas ocasiones, siempre con otros negros que no compartían su forma de ver las cosas, que están aburguesados, solía decirme Cora.

En ocasiones estaba de acuerdo con ella, pero en otras no. Siempre había pensado que las decisiones radicales no llevaban a un lugar mejor y creía firmemente que mi antiguo jefe era una buena persona a pesar de haberme obligado a marcharme de su lado.

Además, si no lo hubiera hecho, no habría conocido a Cora, así que no lo culpaba.

Aquel pensamiento no cabía en la mente de la mujer que yacía a mi lado, que culpaba a toda la sociedad blanca de los males de los afroamericanos. Entendía sus argumentos, pero no compartía sus soluciones porque continuaba pensando que hacernos imprescindibles, fuertes, era la mejor solución.

Llegaría el día en que los blancos se darían cuenta que nos necesitaban, estaba convencido.

Al fin y al cabo, yo había empezado como mozo de ascensor y estaba a punto de acabar mis estudios de Literatura Inglesa en la universidad a distancia. Un gran camino recorrido que no pretendía que Cora me aguara de ninguna forma.

Era feliz y pensaba continuar de la misma forma. Había visto de primera mano lo que la infelicidad hace a los hombres, la autodestrucción que genera, y no pensaba vivirlo de primera mano.

A pesar que estaba convencido de que Cora no necesitaba saber cómo pensaba para estar con ella, también sabía que, con optimismo, las cosas se veían de forma distinta y que, eventualmente, tendría que decirle la verdad a la mujer que amaba. Deseaba que el día en que Cora fuera capaz de entender mi postura llegara pronto, pero sabía que no era aquella mañana.

La noche anterior habíamos estado en una reunión donde se habían expresado airadas soluciones al problema negro y sabía que Cora abriría los ojos con las palabras resonando aún en su mente. Lucha, resistencia, política, así era cómo lo resumía.

No importaba. Nada lo hacía cuando estaba a su lado.

Aquella mañana tenía una entrevista de trabajo con un importante productor que había conocido en mis días organizando fiestas de cumpleaños en Los Ángeles.

Nada importante, solo un trabajo de secretario, de organizador, pero necesitaba el dinero y, sobre todo, la actividad.

Pasarme el día leyendo me gustaba, siempre había sido mi sueño tener tiempo para hacerlo, pero también echaba de menos la sensación de sentirme imprescindible y, desde luego, sabía perfectamente que no era imprescindible para Cora.

‘¿Richard? ¿Te marchas ya?’

‘Sí, cariño, tengo la entrevista de la que te hablé, ¿lo recuerdas?’

‘A trabajar para un blanquito, ¿verdad?’ Asentí. ‘¿Qué me dirías si te presentara a unos amigos que pueden—?’

‘Te diría que esos amigos no están en posición de pagarme un sueldo con el que permitirme vivir...’ Sonreí. ‘No quiero discutir. Me voy.’

Le di un beso en la frente y me marché pensando que, quizás, nunca llegaría el día en que le explicaría a Cora mi pasado. No sabía lo profético de aquel pensamiento porque no podía imaginarme que el edificio de apartamentos ardería antes que volviera aquella tarde y lo perdería todo, incluida Cora.

 

Había entrado al estudio en centenares de ocasiones como asistente de Harold, mi antiguo jefe, pero aquella mañana todo parecían excusas para no permitir que un negro accediera al recinto.

Los dos guardas en la puerta, jóvenes y nuevos, no me conocían y no se creían que iba a ver a Harvey, el productor. Ni siquiera me permitieron llamarle para que se lo dijeran. Señor, no podemos molestar al señor con estupideces. Ése es nuestro trabajo.

Empecé a marcharme, pensando si Cora tendría razón, cuando Harvey llegó en su limusina.

‘¿Qué pasa, Richard?‘

‘Tus guardas no me dejan acceder. Supongo que tienen miedo que destroce el lugar o que empiece la revolución negra si me dejan entrar.’

‘Siempre tan bromista...’

Lo miré sin decir nada.

De pronto, me di cuenta que aquella actitud no iba conmigo y aposté por un acercamiento más propio de mi carácter.

‘No pasa nada... estoy seguro de que solo estaban haciendo su trabajo...’

Los guardas suspiraron aliviados y pensé si era justo.

Si nada de aquello lo era.

‘Señores,’ dijo Harvey a los guardas, ’si me entero que en otra ocasión a un invitado mío le es denegado el acceso me encargaré personalmente que no vuelvan a trabajar en la ciudad de Los Ángeles. ¿Les ha quedado claro?’

‘Sí, señor,’ gritaron al unísono y pensé en lo divertida que se había vuelto la solución. Era como solían acabar los problemas raciales en la ciudad, como si nada hubiera sucedido.

 

La entrevista supuso una gran oportunidad laboral, de jefe de recursos en la parte del estudio que operaba en la costa este, en Nueva York, pero le dije a Harvey que tenía que pensármelo. Mi relación con Cora era algo más que las relaciones que había tenido con anterioridad, y no quería echarlo todo a perder por un trabajo.

Evidentemente que me interesaba la oportunidad, pero no a cualquier precio.

Llegué a casa pensando qué me diría Cora, si vendría conmigo a la otra costa o si me haría rechazar el trabajo, pero la realidad me sorprendió. El edificio estaba en llamas y resultaba difícil saber si iba a resistir un fuego tan furioso.

Las llamas que salían de las ventanas eran rabiosas y parecían querer acabar con el mundo, con todo lo que se les acercara. Los bomberos lanzaban agua y, en respuesta, el fuego les devolvía violencia.

Con el corazón en un puño y un nudo en el estómago, me acerqué al que parecía el jefe de los bomberos con la esperanza de saber más, de que me dijera que todos habían tenido tiempo a salir del edificio.

Que yo sepa, no ha salido nadie, fueron sus frías palabras. Entonces vi a Marie, la vecina de abajo, llorando, y me acerqué a ella. Teníamos una buena relación porque solía cuidar de su hijo Chuck cuando lo necesitaba. Ya verdad es que como madre soltera y trabajadora lo solía necesitar muy a menudo.

Cuando me vio, se me acercó corriendo y me abrazó repitiendo lo siento, lo siento. Logré que respirara hondo y que me contara lo que había sucedido.

Iba a dejarte una nota en casa para ver si podías cuidar de Chuck esta noche, Richard... Y Cora me vio y se ofreció a dejarla. Justo cuando entró en tu piso... Lágrimas incontrolables de nuevo. Justo cuando entró, escuché la explosión. Se originó en tu piso... No hay forma que Cora—

La abracé fuerte mientras solo podía pensar en la oportunidad que Harvey me había presentado horas antes. Volvía a estar solo y no dependía de nadie.

Dejé a Marie allí y, en estado de shock, llamé a Harvey. Acepto, fue lo único que le dije y, en dos días, me estaba instalando en Nueva York.

 

Me gustaba la ciudad pero me sentía desubicado. Solo había estado allí en los días posteriores a la muerte de Alison, la pareja de mi anterior contratador, y parecía una ciudad distinta. En aquella ocasión, la nieve lo cubría todo y las calles parecían limpias. En el presente, en cambio, todo tenía una pátina de suciedad, de dejadez, que no iba con mi carácter.

Además, mientras subía al apartamento que me había conseguido Harvey en Manhattan, me di cuenta que no había tenido en cuenta mi raza a la hora de instalarme. No era que me importara, pero quizás a mis vecinos blancos sí.

De hecho, cuando la vecina del apartamento bajo el mío se presentó con un pastel de bienvenida, al ver que era negro, se puso aún más blanca de lo que ya era y le cambió la expresión. Evidentemente, disimuló - hay cosas que no cambian de costa a costa - y pensé si iba a encajar allí.

No importaba porque no me quedaba nada.

Puse mi mejor cara ante la hipocresía de aquella mujer y continué explorando el apartamento. Era mucho más grande que cualquier lugar en el que hubiera vivido antes y no sabía si me sentiría cómodo ante tanto espacio desaprovechado, pero sabía que no podía rechazarlo y hacerle un feo a Harvey, que había apostado fuerte por mí.

El trabajo era sencillo porque iba con mi carácter. Organizar, solucionar problemas, hablar con las personas; todo aquello era parte de mi personalidad y no solo lo hacía bien, sino que lo disfrutaba. Trabajaba largas horas en el estudio, pero daba igual porque no había nadie que me esperara en casa. Además, estar ocupado no me permitía pensar en Cora y en todo lo sucedido.

Por el momento, el trato de Harvey no solo era bueno, sino que había llegado en el mejor momento y, a partir del tercer día, cuando todos parecieron tragar con que la nueva persona que les daba órdenes era negra y no había vuelta atrás, me trataban como a uno más. Parecía que la tensión racial era otra cosa en Nueva York. Se respiraba distinto y no sabía si era por esa razón o por el hecho de moverme en un círculo de personas del show business, habituadas a todo; pero era como me sentía.

 

Lentamente, me fui acostumbrando a la nueva rutina y a las peculiaridades de Nueva York. Su calor húmedo fue duro aquel verano y tenía que llevarme dos trajes al trabajo para poder cambiarme si lo necesitaba. Siempre había sudado, pero el calor de la ciudad en verano no era cómo nada que hubiera vivido antes.

De todas formas, siempre me había sentido más cómodo con el calor, así que, a pesar de las risas que se echaban a mi costa en el trabajo, estaba más preocupado por lo que sucedería cuando llegara el frío que por lo demás.

Pasó el verano y me di cuenta de lo cómodo que estaba con todo. Me veía a mí mismo realizando aquel trabajo durante una larga temporada, quizás para siempre y ni siquiera me planteaba volver a Los Ángeles.

Sin embargo, llegó el nueve de noviembre y todo cambió. Fue la primera vez que entendí cómo alguien podía obsesionarse con algo que, en un principio, parecía completamente irracional. Comprendí cómo alguien podía dejarlo todo por sus obsesiones, por algo que, si se lo explicaras a alguien, creerían que estás loco, que no entiendes cómo funciona el mundo.

El nueve de noviembre fue el día del apagón. Toda la zona noreste sufrió - en general - un apagón de casi trece horas. Toda la noche a oscuras. Aquello, para una ciudad como Nueva York, podía significar disturbios y problemas.

No fue lo que sucedió, pero aquella noche cambió completamente mi ser, de una forma profunda e inimaginable antes que sucediera.

Salí del trabajo en el mismo momento en que se apagaron las luces, un poco antes de las cinco y media de la tarde. Normalmente me habría quedado un poco más para terminar de organizarme el día siguiente porque empezábamos un rodaje en la ciudad, pero ante la imposibilidad, lo dejé todo tal cual y me marché.

Ten cuidado en la calle, Richard, los hay que aprovechan la oscuridad para actos reprobables, me dijo Ingrid, mi ayudante, que hacía tiempo intentaba tener una cita conmigo. Me gustaba, pero sabía dónde podían llegar las relaciones en el trabajo, así que intentaba hacerme el despistado y dejaba pasar el tiempo.

Le contesté que no se preocupara y salí del edificio convencido de andar las diez manzanas hasta mi apartamento sin prisa pero sin pausa. No iba a dar un paseo para tentar a la suerte, pero no pensaba vivir con miedo.

Salir a la calle tenía algo de sagrado, porque el silencio y la oscuridad hacían una pareja extraña. No era que no se oyera nada, sino que todo estaba mucho más calmado de lo habitual. La ciudad que nunca duerme se había ido a hacer una siesta y era algo tan inhabitual que parecía estar viviendo un sueño.

Por un momento, me pregunté si me despertaría en cualquier momento.

Anduve en un estado de trance, de calma interior, con cuidado de no molestar a algunos de los grupos de personas que me iba cruzando por el camino.

Sin embargo, poco antes de la mitad del trayecto, tres jóvenes con ganas de juerga me rodearon y empezaron a insultarme. Nada del otro mundo, solo unos estúpidos sin nada más que hacer, pero hice lo peor que podía: ignorarlos.

Sus insultos pasaron a ser empujones y tuve que defenderme. Sacaron una navaja y no me quedó otra opción que aprovecharme de mis dos metros de altura para enfrentarme a ellos.

Golpeé al primero en la cabeza y lo mandé al suelo. Los otros dos aprovecharon para lanzarse contra mí, pero me aparté y chocaron contra la pared. Cuando el primero me atacó de nuevo cogí su mano, que sostenía un pequeño cuchillo, y le rompí el codo con mi rodilla.

Los otros dos me atacaron por turnos - otra estupidez - y a uno le partí la nariz y al otro la rodilla. Aún recordaba mis clases de defensa personal y no pensaba permitir que tres niñatos se salieran con la suya. Al fin y al cabo, podrían haber atacado a un niño, o a una anciana, y necesitaban una lección.

En unos segundos, sin mediar palabra, había acabado con ellos y volví a mi camino sin un rasguño. O eso fue lo que creí hasta que noté que mi pierna estaba mojada. Alguno me había rajado en el estómago.

Nada importante, pero sangraba bastante.

Giré la esquina a una calle pequeña, donde el ángulo de la luz de la luna llena me permitiría verme la herida mejor, y me la encontré de cara.

Era imposible, pero allí estaba.

Iluminada como si su luz proviniera de un lugar distinto a las centrales eléctricas, había una pequeña carpa de circo. No era como el lugar al que asistirías a un espectáculo circense, sino como una de ésas carpas antiguas - más propias de principio de siglo - donde encontrabas monstruos y eventos extraños. De donde el término freak show tomó su semántica.

Fue entonces cuando tuve un flash y recordé el único momento feliz con mi padre.

Mi padre, George, era un hombre frío que no creía en nada que no fuera él mismo. Solía despreciarlo todo como si fuera el único que comprendiera las cosas y supiera cómo hacerlas. Era un vendedor ambulante de ropa, pero actuaba como si fuera el poseedor de la verdad absoluta.

Entiendo que no debía ser fácil para un vendedor negro recorrer América, pero aquello nunca me había parecido justificación para su comportamiento. De hecho, siempre le había reprochado su actitud y nunca había escondido mis opiniones. Cuando murió, pensé si era justo que lo único que recordara de mi padre fueran los reproches.

No importaba porque era la verdad: lo más vivo eran los reproches y las postales que enviaba de sus viajes.

De hecho, antes de la feria, el único recuerdo feliz de mi padre eran las postales; pero luego, con la rutina, hasta eso dejó de emocionarme. Necesitaba a un padre a mi lado, no ausente. Además, cuando estaba presente, siempre encontraba alguna excusa para pasar el menor tiempo posible en casa.

Supongo que por eso recuerdo tan vívidamente el único momento en que cumplió sus promesas y me llevó a la feria. Aquello no salió como ninguno esperaba, pero no fue culpa suya y no puedo culparlo por eso.

Como mínimo, de eso no.

Había estado enfermo una larga temporada, como solía estarlo de pequeño, y mi padre me había prometido llevarme a la feria en cuanto me recuperara. Por casualidad, me recuperé justo cuando una feria llegó a la ciudad y, por una vez, mi padre no tuvo ninguna excusa para evitar llevarme.

No tardaría en arrepentirse.

Aquella no era una feria con atracciones para los niños, como yo la imaginaba en mis tardes en cama enfermo. Era una feria para adultos, una parada de monstruos. Desde luego, no encajaba con el presente que vivíamos y parecía más propia de un pasado lejano, a principios de siglo, pero allí estaba.

Sin embargo, pronto quedó claro que lo que se encontraba allí no era apto para un niño. Hombres mutilados por la guerra, mujeres con pechos en la espalda, monstruos deformados por la radiación y visiones de un mundo atroz.

Mi padre no tardó en llevarme de vuelta a casa, pero no pudo evitar que lo que había descubierto allí me acompañara toda mi niñez.

Sin embargo, no estaba asustado, sino fascinado. Lo primero que hice la mañana siguiente fue ir a la biblioteca y buscar un libro que hablara de monstruos. Encontré La isla del doctor Moreau de H.G. Wells y lo leí tres veces seguidas.

Si lo pienso ahora, fue aquel libro sumado a la feria, la que me hizo ver el mundo desde un sentido de la maravilla que me llevó a mi optimismo, así que, como mínimo, eso debo agradecérselo a mi padre.

Por tanto, encontrarme aquella carpa allí, en medio de Nueva York sumido en un apagón, con sus antiguas bombillas encendidas fue extraordinario y, a pesar que no podía dejar de pensar lo extraño que era, no pude evitar sentirme atraído hacia el lugar.

Estaba en un estado mental alterado y pensé si no habría perdido más sangre de lo que creía; pero no me importó porque sabía que iba a entrar, que no existía otra opción.

Lo hice y accedí a otro mundo. De repente, noté cómo mi herida dejaba de dolerme y me centré en lo que estaba ante mis ojos.

La primera imposibilidad era el tamaño interior, mucho más grande de lo que se intuía fuera. Era una sala con unas diez sillas dispuestas en varias filas y un pequeño enano en un altillo que se dirigió a mí como si no estuviera solo:

‘Damas y caballeros, bienvenidos al más grande espectáculo del mundo.’ Miró alrededor como si esperara un aplauso. ‘Vaya, hoy tengo un público difícil...’, dijo para sí mismo y pensé dónde me había metido. Sin embargo, fui incapaz de marcharme, como si el lugar tuviera una gravedad propia que tirara de mí. ‘Algunos les dirán que lo que van a ver aquí es obra de Satán. Otros intentarán convencerles de que lo que aquí hallarán son mentiras, falsos monstruos. No crean a unos ni a otros; lo único que mostramos con nuestro propio estilo es la realidad. Vivimos en un mundo lleno de maravillas, pero la nuestra es también la era de la muerte y de la guerra. De los cambios y el avance. Pero también de la pesadilla y la atrocidad. Pasen y vean, señores, lo que nadie se atrevió a enseñarles antes…’

Evidentemente, atravesé la pequeña cortina y entré en la oscuridad. Anduve durante lo que parecieron minutos, otra imposibilidad dentro de la carpa, y llegué a una sala iluminada por una sola vela.

Al otro lado de la estancia, un cartel anunciaba el inicio del recorrido atravesando una pesada cortina, más parecida al telón de un teatro que a una cortina casera. La aparté con las dos manos para pasar, notando su cálido tacto y me llegó un extraño olor a humedad y vómito viejo.

Me estremecí, pero continué.

Una pequeña sala me esperaba, algo más iluminada que la anterior y de unos cuatro metros de ancho por seis de largo. Estaba dividida por unos barrotes que delimitaban un camino de un metro de ancho y separaban la estancia en dos. La jaula estaba ocupada por un pequeño hombre peludo que, en aquel momento, se estaba comiendo sus propios vómitos.

Lo hacía sin pudor y sin asco, como si fuera lo más normal del mundo. Estaba pensando lo extraño de aquella actitud cuando el pequeño ser, al notar mi presencia, se abalanzó hacia los barrotes, golpeándolos con violencia y empecé a pensar si había sido buena idea acceder a la supuesta feria.

Seguí avanzando sin detenerme hasta la siguiente cortina, la siguiente estancia. Estaba dividida en dos, igual que la anterior, pero por una mampara de cristal en vez de barrotes y el lugar que ocupaba la jaula estaba llena de agua. Aquel hecho daba a la estancia un aspecto pacífico, casi relajante.

En el agua, nadando tranquilamente entre pequeños peces, una mujer con cola de sirena me miró desinteresadamente.

Aproveché para mirarme la herida y vi que estaba mucho mejor. Ya no sangraba y me dolía mucho menos.

Devolví la vista al acuario y me sobresalté. La mujer-pez estaba pegada al cristal, mirándome con unos ojos color amarillo, fijos en mí.

De repente, sin tiempo para recuperarme del susto, la mujer abrió la boca y, de su interior, salió una segunda cabeza, más pequeña, que se comió un pez que pasaba por su lado.

Me quedé plantado durante un tiempo indeterminado hasta que fui capaz de procesar lo que acababa de ver.

Como algo mecánico, inevitable, atravesé la siguiente cortina.

Fueron diez impactos más.

Estaba asombrado pero también asustado. ¿Qué clase de mundo, de sociedad, podía engendrar monstruos como aquellos? Lentamente, con cada sala, mi optimismo parecía apagarse como una vela sin cera, resistiendo por pura fuerza de voluntad.

La última sala, completamente distinta a las demás, estaba vacía. Era un espacio ancho, con dos cortinas. Se podían leer dos carteles: Salida y Gran pitonisa.

Sin saber por qué, los colores chillones del cartel de la pitonisa me llamaron la atención y, sin capacidad de resistencia, atravesé la cortina.

No tardaría en arrepentirme.

El olor a incienso y azufre me invadió las fosas nasales, de golpe, sin piedad. Era un olor de reverencia e importancia, de lugar sagrado. De respeto y silencio. Vida y muerte.

De golpe, una voz gutural lo llenó todo como si fuera algo sólido, agua que se adapta a su recipiente, e interrumpió mis pensamientos.

Cuando el origen de aquella voz apareció tras una ligera cortina de color púrpura, no me podía creer que la diminuta mujer - con sus diminutas cuerdas vocales -fuera capaz de semejante alarde vocal. Cuando digo diminuta, no me refiero a que la mujer fuera un monstruo como los vistos en otras salsa, o que fuera enana, sino que simplemente se trataba de una mujer de menos de metro y medio que, además, andaba encorvada por la edad.

Era vieja, mucho más que cualquier persona que hubiera conocido, pero se movía con cierta ligereza de pies a pesar de todo. Llevaba un vestido negro, como solían vestir las viudas, y tenía el cuello y las manos repletos de abalorios brillantes. Sus pendientes eran dos aros gigantes que colgaban de sus orejas como si no encajaran del todo con su pequeño tamaño.

Se sentó a una mesa que no había visto al entrar y, después de alisarse el vestido, se dirigió a mí. Lo hizo con una voz mucho más natural, acorde con lo previsible. Sin embargo, su forma de pronunciar, la cadencia de sus palabras, su porte y su voz tenían algo de hipnótico.

Cada segundo que pasaba, descubría un nuevo detalle en la sala que antes había pasado por alto. Al entrar, hubiera jurado que no había muebles; después una mesa en el centro y, acto seguido, un espejo gigante colgando del techo de la carpa.

En el centro de la mesa, una gran vela blanca desprendía un humo denso que me dejó un regusto amargo al respirar.

El único sentido que parecía inalterado en aquel lugar parecía el tacto, porque el resto estaba abrumado. La vista, descubriendo nuevos objetos con cada parpadeo; el olfato y el gusto, amargándose por el humo de la vela; y el oído, completamente desvivido por las palabras de la anciana vidente.

Siéntate. Deja que sea la guía de tu futuro. Deja que el destino salga a la luz. Que los hechos del porvenir se conozcan.

Me senté y una pequeña mano arrugada me alargó una baraja de cartas. Mezclé en un estado de shock, automatizando todo lo que la anciana me pedía, cumpliendo todos sus requisitos. Corta, mezcla, descarta...

De repente, sentí que no estaba sentado en aquella carpa en medio del apagón de Nueva York, sino volando por los designios de Destino. No llegué a plantearme si me habían drogado porque estaba en el limbo, incapaz de recuperar el control de mi vida ni de mis actos.

Todo parecía irreal, forzado, excepto el sonido de las cartas encima de la mesa. Pequeños roces de los naipes con el mantel, que en otro momento le habrían pasado desapercibidos, lo ocupaban todo. Como si de repente pudiera escuchar el universo.

Las cartas quedaron dispuestas en la mesa en una extraña distribución y la magia cesó. Volvía a estar en la carpa y todo había recuperado la normalidad.

Eres impaciente, joven. No debes tener prisa: el destino sigue su curso inalterablemente. Lo sé. Lo he visto cientos de veces. Lo he contado miles de veces. Pero si tienes tanto interés, te lo diré.

Acto seguido, la anciana pronunció las palabras que iban a cambiarlo todo y desapareció.

De todos los eventos extraños de aquel día, aquel fue el más extraordinario. En un parpadeo, me volví a encontrar en medio de la ciudad a oscuras, de pies, sin rastro de ninguna carpa ni ningún freak show.

Un miedo como nunca había sentido me atenazó y la necesidad de huir de allí se apoderó de mí. No sabía por qué, pero empecé a correr.

Y cuando mis músculos parecía que iban a deshacerse por el esfuerzo, continué corriendo.

Y cuando mi cerebro me mandó parar, continué, como si una fuerza superior me obligara a proseguir.

Y mientras corría, con los pulmones pinchándome, me repetía las palabras de la anciana una y otra vez, como si se tratara de un eco infinito: Morirás en una gran ciudad. Será una muerte violenta y dolorosa, que no le desearía ni a mi peor enemigo.

 

Abrí los ojos y me encontré en mi apartamento, durmiendo al lado de Cora. Sabía perfectamente que era imposible, pero allí estaba. Todo estaba oscuro, pero su respirar era inequívoco. Había vuelto atrás en el tiempo o todo había sido un sueño.

Encendí la pequeña luz de la mesita, que me costó encontrar, y me di cuenta de lo equivocado que estaba: ni estaba en mi apartamento, ni la que dormía a mi lado era Cora.

Estaba en un dormitorio desconocido y a mi lado estaba Ingrid, mi ayudante, a la que había dado calabazas tantas veces.

No sabía cómo había llegado allí ni por qué, pero sabía que no había vuelta atrás, que tenía que aceptar mis actos.

Me levanté y empecé a vestirme.

Ingrid se despertó y alargó la mano para confirmar mi presencia. Cuando lo hizo, se dirigió a mí.

‘Buenos días, campeón.’

‘Buenos días, Ingrid.’

‘No pongas esa cara. Ayer no estabas en tu mejor momento, lo entiendo. No me tienes que dar explicaciones. Eres un hombre, sientes como tal y lo respeto.’

‘No es eso.’ Pensé si decirle la verdad. ‘Simplemente, no sé cómo llegué aquí...’

Se levantó sin darle importancia.

‘Lo que importa es que estás aquí... y que puedes quedarte el tiempo que quieras...’ Me dio un beso que no rechacé. ‘Voy a la ducha. Puede unirte a mí si quieres...’

Hice que no con la cabeza y abrí la cortina para ver dónde estaba para, como mínimo, ubicarme. Al mirar a través del sucio cristal, manchado de una lluvia que hacía tiempo no aparecía por la ciudad, vi que estábamos en un barrio de las afueras, lejos de Manhattan. No sabía exactamente dónde, pero no estábamos en el centro.

De repente, el vértigo me hizo caer al suelo y tuve que ir arrastrándome hasta que encontré un lugar donde vomitar.

Ingrid me oyó, salió del lavabo y me recogió del suelo.

‘¿Qué te pasa? Richard, ¿estás bien? ¿Qué puedo hacer? Te llevaré al hospital.’

Recordé las palabras de la vidente: Morirás en una gran ciudad. Será una muerte violenta y dolorosa, que no le desearía ni a mi peor enemigo. Y supe que nunca más podría vivir en una urbe como Nueva York.

‘No— sáca— sácame de la ciudad...’

Me ayudó a subir al coche y nos fuimos tal cual. Yo en el asiento trasero, intentando no vomitar, e Ingrid conduciendo. Yo en ropa interior y Ingrid en pijama, con solo la ropa arrugada que Ingrid había rescatado del suelo antes de salir.

Tardamos más de dos horas en llegar a un lugar que pudiera decir que no era parte de Nueva York y, aún así, me notaba el cuerpo extraño, como si no perteneciera a aquel mundo, como si estuviera desintonizado.

Ingrid nos llevó a un motel y nos instalamos, dispuestos a pasar el tiempo que fuera necesario intentando descubrir lo sucedido.

‘No te preocupes. Estaré contigo para lo que necesites.’

Asentí. Me estiré en la cama, y me dormí inmediatamente.

 

La mañana siguiente, sin saber dónde estábamos, salí a buscar una piscina municipal en la que poder nadar. Hacer unos largos siempre me había aclarado la mente y pensé que, después de lo sucedido, me sentaría bien.

Después de más de una hora en el agua, las cosas se veían diferente y, cuando volví al motel, estaba dispuesto a volver a Nueva York y dejar lo sucedido atrás.

‘Me has asustado. No sabía dónde estabas.’

‘Lo siento. Necesitaba despejarme, Ingrid.’

Asintió.

‘Creo que deberíamos volver a casa.’

‘¿Estás seguro? Ayer parecías muy convencido de que tu problema era la ciudad y, hasta que nos alejamos, no te volvió el color.’

‘Fue un mal día. La forma en que mi cerebro se tomó algo que... con la distancia y el tiempo que ha transcurrido... no sé cómo decirlo...’ Lo pensé un instante. ‘Algo que sencillamente no tiene ningún sentido.’ Dejé transcurrir unos segundos. ‘Lo mejor será que volvamos a la ciudad, estoy seguro.’

‘Lo que tú quieras.’

Se me acercó, me dio un beso, y pensé que era agradable. Siempre me había gustado, pero la había rechazado por dos razones: era blanca y no quería involucrarme con alguien del trabajo. Sin embargo, ahora no había vuelta atrás y estaba dispuesto a aceptar a Ingrid en mi vida.

Desayunamos, recogimos y nos lo tomamos con calma para volver. Sin embargo, pronto quedó claro que no estaba recuperado, que mi cerebro estaba peor de lo que parecía. Cuanto más nos acercábamos a la ciudad, peor me encontraba y, llegados a un punto, le pedí a Ingrid que nos alejara de nuevo.

Sin entender por qué, las palabras de la vidente, toda mi experiencia durante el apagón, eran más de lo que podía procesar y, como resultado, era incapaz de acercarme a la gran ciudad sin ponerme más enfermo de lo que había estado nunca.

Las palabras de la vidente eran obviamente algo ensayado, pero me habían afectado. El apagón me había convertido en otra persona y simplemente debía aceptarlo.

 

Fue así como acepté el cambio en nuestra vida. O quizás debería decir la mía, porque la verdad es que Ingrid solo era mi acompañante.

Empezamos una travesía de pueblo en pueblo, nunca acercándonos a las ciudades. Nos establecíamos durante una temporada en algún pueblucho, Ingrid trabajaba como secretaria y yo leía, trabajando en mi tesis sobre Literatura Inglesa como si acabarla, convertirme por fin en doctor, fuera a cambiar mi situación interior.

Era una obsesión y lo sabía, pero no podía evitarlo como no podía evitar ponerme enfermo cerca de las ciudades.

Cuando nos aburríamos, simplemente recogíamos e íbamos al siguiente lugar. Recorrimos Kansas, Tennessee y Missouri. No era sencillo que nos aceptaran siendo negro, pero no importaba. Ante la posibilidad de problemas, cogíamos el dinero ganado y nos mudábamos.

Éramos nómadas, ni más ni menos. Ingrid parecía cansada de tanto cambio, pero siempre me decía: Por estar contigo soportaré lo que sea necesario, Richard. Te quiero. Y siempre me quedaba pensando si era recíproco, si yo hubiera hecho lo mismo por ella.

Era evidente que no, pero la utilizaba. Ni más ni menos. Para mí era una relación tan física como los jadeos nocturnos y el sudor, pero para ella era algo más.

La verdad es que me sentía como un cobarde, sucio por dentro, y no lograba abandonar la sensación ni cuando estaba en la cama con Ingrid.

Nuestra relación no entendía de profecías, ni del destino, y por eso la aceptaba como inevitable. Lo veía de aquella forma, lo sentía de aquella forma, y no me atrevía a decirle a Ingrid la verdad sobre mis sentimientos.

Era incapaz de sentir nada por Ingrid porque, en el fondo, ya no sentía nada. Al menos, no con intensidad. El mundo parecía haber perdido su color, su esencia, y nada parecía importante. Era como si las palabras de la vidente me hubieran matado, como si ya estuviera muerto y solo esperara el momento.

A pesar de todo, a pesar de estar destinada a terminar, compartimos una buena relación. Comprensiva, sin dudas ni reproches. Sincera y sentida. Yo podría haber continuado igual si no me hubiera obcecado en volver a Nueva York. Me sentía fuerte y, un año después, realizamos un segundo intento que fue igual o peor que el primero.

A medida que nos íbamos acercando a Nueva York y me encontraba peor, a medida que el vértigo y las náuseas me hacían imposible pensar en nada más, notaba cómo Ingrid se alejaba de mí. Más y más con cada milla que conducía.

Fue la prueba que estaba peor de lo que pensábamos, que no iba a mejorar solo con buenas intenciones, y aquel conocimiento hizo que Ingrid se rindiera definitivamente y me abandonara.

Sin mediar palabra, Ingrid dio media vuelta, me dejó en el mismo hostal en que habíamos pasado nuestra primera noche fuera de la ciudad y se marchó sin más.

No se lo podía reprochar.

Sin trabajo, con cientos de páginas pendientes de pasar a limpio de mi tesis, todo se había complicado aún más. Pero solo podía pensar en lo que había sentido, en cómo el destino controlaba mi vida.

 

Los siguientes meses me dediqué a gastar el mínimo y a terminar mi tesis. Sin saber por qué, seguía convencido de que, si la terminaba, todo cambiaría. Como si la culpa de todo lo que estaba sucediendo no fuera mía, como si la vidente me hubiera maldito y, mi tarea pendiente, mi sacrificio, fuera la tesis.

Me pasaba noches en vela leyendo a Milton y Blake - que antes nunca me habían interesado y ahora sentía que me hablaban directamente - y dejando a un lado a Frank O’Hara, mi favorito de siempre, por el simple hecho que su poesía ya no conectaba conmigo. Hasta eso había cambiado la vidente y, en aquellos momentos, lo fatídico en Blake y Milton me llamaba mucho más que lo mundano en O’Hara.

A parte de las largas inmersiones en los poemas épicos de Blake, comía lo justo y todas las horas que podía las pasaba entre los apuntes y la máquina de escribir.

Inevitablemente, terminé.

Y algo dentro de mí cambió. Sin ninguna razón aparente más que así lo creía, me creí capaz de enfrentarme a lo sucedido, de cambiar mi vida.

El miedo que había sentido por las palabras de la vidente se convirtieron en un reto, en una forma de convertirme en una mejor versión de mí mismo y, desde aquel momento, fui haciendo pequeñas incursiones cada vez más cercanas a la ciudad.

Me encontraba mal. Igual o peor que en el último intento de volver a Nueva York que había hecho con Ingrid, pero algo había cambiado. Tenía la certeza que mi destino no estaba escrito y que mis síntomas solo estaban en mi cerebro, demostrándome lo poderosa que era la mente humana.

 

Nueva York, Boston y Filadelfia formaban mi triángulo mágico. Me acercaba y volvía a alejarme. Una y otra vez, incansable. Una y otra vez, hasta que acababa agotado y me daba unos días de descanso antes de volver a empezar.

Cuando parecía que mejoraba, que mi cuerpo no reaccionaba con náuseas tan violentas, con un vértigo tan atroz; la realidad me golpeaba y me devolvía inevitablemente al nomadismo.

Sin embargo, no pensaba desistir. En aquella ocasión lo tenía claro.

Tenía que lograrlo si quería tener un futuro. Ni más ni menos.

Mi vida se había convertido en un juego contra el destino. Quería controlar las cartas que la fortuna había repartido en aquella mesa, tantos meses atrás, en vez de ser ellas las que me controlaran. Quería sentirme poderoso.

 

Fueron los mejores meses desde el apagón. Sentía que volvía a ejercer cierto control sobre lo que sucedía en mi vida, que estaba domando a mi destino. La sensación de victoria lo intoxicaba todo y me daba fuerzas para mi siguiente ataque a una gran ciudad.

Por primera vez desde las palabras de la vidente, volvía a ser el mismo Richard de Los Ángeles, el que era optimista y se sentía capaz de afrontarlo todo.

Quizás era simplemente un cambio de perspectiva, pero en mi situación, lo era todo.

 

Finalmente, logré vencer.

Continuaba teniendo un nudo en el estómago y habían pasado más de dos años, pero lo había logrado. Entré a Nueva York saboreando la victoria como algo real, como si me acabara de comer un pollo frito y todavía pudiera saborearlo.

Llegué hasta el barrio chino y busqué un restaurante que conocía, The Lucky Dragon, que siempre había sido de mis favoritos cuando vivía en la ciudad.

Comí, bebí vino y disfruté de mi éxito. No tenía náuseas ni vértigo, estaba recuperado.

Con la sensación de victoria que me inundaba, hasta me permití flirtear con una chica joven que se me acercó. Pensé si, por fin, mi suerte había cambiado.

No era gran cosa, una chica joven de unos veinte años, rubia y extremadamente delgada, blanca y que se veía de buena familia. Probablemente quería acostarse con un negro para añadir un poco de emoción a su vida y, desde luego, no estaba dispuesto a renunciar a dárselo.

Después de Ingrid no había estado con ninguna otra mujer y, con el vino que había bebido y mi sensación de euforia, no me hice demasiadas preguntas.

Iba a ser la primera mujer de mi nueva vida, de una nueva etapa, y no pensaba permitir que mi cerebro dictara mis actos de nuevo. No podía permitirme volver a obsesionarme. Sería un simple desahogo físico, el remate a una vuelta perfecta. Después, ya se vería.

Es probable que sin el valor que me daba el vino y la situación, hubiera sido más prudente y las cosas hubieran sido distintas; pero no lo fueron. Y, por una vez, solo me puedo culpar a mí mismo.

Después de enrollarnos y juguetear un poco en el restaurante visitamos algunos bares cercanos y me ofreció que fuéramos a su casa. Eufórico, le dije que , incapaz de imaginarme que me estaba volviendo a poner en las manos del destino, a punto de renunciar al control que tanto me había costado recuperar.

Jane, así se llamaba la chica, vivía en un lujoso brownstone y pensé que sus padres debían estar forrados. Cuando entramos, un retrato de cuerpo entero de más de dos metros de altura nos recibió y pude ver la clásica familia americana pudiente: padre calvo muy serio siempre trabajando; esposa más preocupada del que dirán que de educar a sus hijos; y dos hijos rebeldes, dispuestos a dilapidar toda su herencia antes que sus padres murieran.

Desde luego, liarme con la hija me parecía una buena forma de joder al establishment y, sinceramente, aún me ponía más cachondo hacerlo allí.

Mis padres están de viaje y disponemos de toda la casa para nosotros, me dijo Jane.

La biblioteca me pareció un buen lugar para empezar. Estaba llena de volúmenes que habrían sido la envidia de algunas Universidades.

‘Estoy seguro de que tu padre no ha leído ni la mitad de estos volúmenes’, le dije.

Sonrió.

‘A veces dudo que sepa leer algo distinto al periódico.’ Me miró inquisitivamente. ‘Ahora te gusto más, ¿verdad? Te pone cachondo estar aquí y pensar lo que vas a hacerme...’

Esto último era una afirmación, me sentó en el sofá y se colocó encima, notando mi miembro duro.

‘Yo también estoy húmeda de pensar lo que voy a hacerte.’

De repente, se oyó la puerta y oí entrar a varias personas. Me puse en guardia, pero no sirvió de nada.

Era el padre de Jane y venía acompañado de varios hombres, que me cogieron sin importarles mi resistencia. Sabían lo que hacían y toda mi experiencia no sirvió de nada. No había entrenado en dos años y se notaba.

‘Eres idiota, no eres más que una puta desagradecida... ¿Te pido mucho?’

Fue lo único que entendí de su padre antes de perder el conocimiento por el golpe certero de uno de los hombres que me retenían.

Debería haberle preguntado a Jane a qué se dedicaba su padre y me habría dicho que era un juez importante empezando su carrera política. Si lo hubiera hecho, probablemente nunca habría ido a su casa. Saberlo habría frenado mi euforia, pero ya era tarde.

Demasiado tarde para todo.

 

Abro los ojos y estoy atado a una silla en lo que parece el sótano del brownstone, aunque bien podrían haberme movido a otro lugar sin enterarme.

Me duele la cabeza por el golpe y por la resaca del alcohol aunque no creo que haya pasado demasiado tiempo, porque aún puedo saborear el whisky y el vino en mi boca.

Localizo a Jane en una esquina, en el suelo, llorando y rogándole a su padre que no lo haga. A mi izquierda, una pieza de ternera colgada para algún propósito que desconozco, porque el lugar no parece un almacén de comida.

‘Ah, no te sorprendas. Cuando no tengo regalos como tú, uso la ternera como saco de boxeo. Mi familia ha sido propietaria de mataderos durante generaciones.’ El juez intervino. ‘Pero siempre he preferido los sacos vivos.’

Empieza entonces una paliza que se alarga durante toda la noche y las dos siguientes. Sin compasión, sin pausas, cuando creo que mi cuerpo no puede más, que se va a rendir, me recupero y maldigo mi resiliencia.

El dolor, intenso al principio, va desapareciendo a medida que me acostumbro y me entumezco. Llega un momento en que me molesta más el hambre y la sed que el dolor físico.

Está claro que solo soy una lección para Jane y también lo está que no voy a salir vivo de allí, pero Jane se resiste a creérselo y le suplica el perdón a su padre.

Una y otra vez.

Su voz es tan estridente que la bloqueo de mi mente como intento aislarme de lo que está sucediendo en mi cuerpo.

El juez pretende destrozarme físicamente y romperme por dentro; sin saber que, desde la noche del apagón, ya estoy roto. Pensaba que había pasado página, que había vencido al destino, pero me había atrapado en aquel brownstone al que nunca debería haber entrado.

 

Al cuarto día, cuando el juez se me acerca y me coge la cara para que le mire, ignorando el hecho de que solo uno de mis ojos se mantiene abierto después de la paliza, sé que es el fin.

Por fin el descanso.

El juez me deja y va hacia su hija, que parece más afectada que yo por todo lo sucedido y le alarga un revólver.

‘Supongo que has aprendido la lección.’ Un breve asentimiento de cabeza de Jane. ‘Bien. Pues ahora acaba con su sufrimiento.’

El tacto frío del arma en las manos de Jane despierta algo en su interior y reacciona:

‘¡No puedo hacerlo! ¡No puedes obligarme! No puedes—’

Su padre la abofetea y solo se oye el silencio, llenándolo todo.

‘¡Claro que sí, jodida ramera! Quiero que recuerdes este momento el resto de tu vida... Y que no tengas tentaciones de ir a la policía o a los periódicos.’

Jane parece coger el valor necesario y levanta el revólver.

Por sorpresa, presiona el gatillo y le vuela la cabeza a su padre.

Sin embargo, soy perfectamente consciente que mis heridas son incurables, por dentro y por fuera. Cuando lo acepto, huelo a incienso y velas, el mismo olor de la carpa y sé que no hay vuelta atrás.

Jane vuelve a incorporarse y le imploro con la mirada, incapaz de articular palabra. Ella entiende mi mensaje, hazlo por favor, y apoya el aún caliente cañón del revólver en mi frente, sujetándome la cabeza hacia arriba.

Lo que era un acto de odio se convierte, de repente, en un acto de misericordia. Como mínimo, aquello me hace sentir bien y pienso si finalmente he vencido al destino con aquel cambio de última hora.

No lo sé, pero ya no importa.

Oigo el sonido del percutor y no siento nada más.

Solo el vacío que acompaña al fin.

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