Joanna Dennehy, la mantis adicta al crimen que mataba a sus ligues por diversión
La asesina en serie se excitaba infligiendo dolor a sus víctimas y las enterraba en zanjas
Hacía pocos meses que Lukasz y Joanna mantenían una fogosa relación sentimental. De hecho, cuando la joven le citó aquella noche bajo la promesa de mantener un tórrido encuentro sexual, el muchacho acudió sin rechistar: sabía que una vez más pondrían en práctica alguna rara perversión en la cama, y eso le excitaba. Sin embargo, en cuanto el polaco entró por la puerta, la londinense lo apuñaló en el corazón, arrastró su cadáver a la calle y lo metió en un contenedor.
Aquel primer crimen generó en Joanna Dennehy, la mantis de Peterborough, tal grado de diversión y de adicción a la sangre que incluso convenció a dos cómplices para que la ayudasen a deshacerse de sus víctimas en sendas zanjas. Gracias al testimonio de dos de los supervivientes, la Policía detuvo a esta peligrosa asesina en serie cuyo objetivo era matar a un total de nueve hombres, su cifra mágica.
La dócil Joanna
La pequeña Joanna Dennehy, nacida en 1982 y criada en Harpenden, a las afueras de Londres, tuvo una infancia relativamente feliz: era un hogar estructurado, en el que sus padres, Kevin y Kathleen, adoraban pasar tiempo con sus hijas, y donde las hermanas compartían habitación, juegos y su propio lenguaje secreto. A ojos de todo el mundo, Joanna era el vivo reflejo de una niña dócil, estable, risueña, protectora, nada agresiva y buena estudiante, que destacaba por encima del resto de alumnos y tenía un gran potencial. Sus progenitores creyeron que estudiaría derecho, pero un buen día, “la chica que amábamos se convirtió en un monstruo”, explicó su hermana María en una entrevista para la BBC.
Ocurrió durante la adolescencia, cuando Joanna empezó a consumir alcohol y drogas, a robar dinero a la familia, frecuentar amistades de dudosa reputación y a hacer pellas.
Su personalidad se tornó a irascible, violenta, iracunda e incontrolable, un cambio tan radical que desembocó en su primer acto de rebeldía: escaparse de casa con su primer novio, John Treanor, cinco años mayor. El joven, que tenía veinte, encandiló hasta tal punto a la adolescente que esta se saltó las prohibiciones parentales, abandonó definitivamente el hogar familiar y dejó devastados tanto a sus padres como a su hermana.
En los cuatro años siguientes, Joanna fue madre de dos niños, dejó las drogas y el alcohol, pero en cuanto el segundo le dio un poco de tregua y la abstinencia se convirtió en un problema, la joven inició una etapa de excesos y descontrol. Aquello se tradujo en el abandono de los pequeños para salir de fiesta y en un empeoramiento de su carácter: se volvió más agresiva y colérica y comenzó a maltratar a su pareja.
La vida junto a Joanne era un auténtico infierno, así que, en 2009, John decidió poner tierra de por medio y marcharse con sus dos hijos, de 10 y 7 años respectivamente, para salvar sus vidas después de que lo amenazase con un cuchillo de quince centímetros.
En 2012, la británica experimentó otro cambio sustancial a raíz de su paso por prisión: la encerraron por cometer una agresión, después permaneció en un hospital psiquiátrico donde la diagnosticaron una personalidad antisocial y al salir, consiguió trabajo en una inmobiliaria. Gracias a este empleo, Joanna pudo acceder a distintas viviendas en las que perpetraría los crímenes. El primero se produjo el 19 de marzo de 2013.
Hacía meses que Lukasz Slaboszewski, un empleado de almacén, de 31 años, bebía los vientos por Joanna. Ambos mantenían una apasionada relación sentimental y sus encuentros eran explosivos, de ahí que cuando la inglesa le avisó para otra de sus perversas citas sexuales, el polaco no lo dudó ni un instante.
Lukasz llegó a una de las viviendas que alquilaba la inmobiliaria de Joanna, al norte de Peterborough, esta abrió la puerta y lo apuñaló en el corazón: el joven murió en el acto. Inmediatamente, Joanna arrastró el cuerpo fuera de la casa, lo metió en un contenedor de basura y obligó a una adolescente, que casualmente pasaba por allí, a mirar el cadáver. Su objetivo: hacerse famosa, pero la chica se asustó tanto que decidió no contárselo a nadie. Aquello frustró tanto a Joanna que decidió volver a matar diez días después.
Adicta al crimen
La segunda víctima fue su compañero de piso John Chapman, de 56 años, un veterano de la guerra de las Malvinas, al que acuchilló de la misma forma que a Lukasz, pero en otra vivienda. Tras el crimen, Joanna escribió a su jefe, Kevin Lee, para mantener sexo sadomasoquista y este accedió sin reparos. La criminal lo citó en la misma casa donde diez días antes había matado a Lukasz, y cuando su víctima arribó, lo apuñaló cinco veces en el pecho, perforándole los pulmones y el corazón.
Con dos cadáveres a sus espaldas y en dos casas distintas, la inglesa pensó en la mejor manera de deshacerse de ellos: llamó a un amigo, el delincuente Gary Stretch, al que, entre risas, le soltó una frase de la famosa canción de Britney Spears “Oops, I did it again” (Ups, lo hice de nuevo).
Gary junto a su amigo Leslie Layton cargaron los cuerpos en un coche y los abandonaron en sendas zanjas a las afueras de Peterborough. Los cómplices jamás pidieron explicaciones a Joanna: era como si los tuviese hipnotizados. Tanto es así que el 2 de abril, la homicida hizo la siguiente afirmación: “Quiero divertirme, necesito divertirme”. Es decir, necesitaba volver a matar, aquello le daba cierto grado de excitación y se había vuelto completamente adicta.
Así fue cómo eligió al azar a su cuarta víctima, Robin Bereza, de 64 años. El hombre paseaba a su perro cuando Joanna se le acercó por detrás y lo apuñaló salvajemente. Minutos después y en un callejón sin salida, hizo lo mismo con John Rogers, de 56 años. Mientras tanto, Gary la esperaba en el interior del coche para huir de las escenas de los crímenes.
Pese a la gravedad de las heridas, ambos hombres lograron sobrevivir y aportar algunos datos claves sobre su atacante, como el tatuaje de estrella que lucía bajo uno de sus ojos, además del relato de algunos testigos y de las imágenes de las cámaras de seguridad de la zona. Con toda esta ristra de indicios, la Policía elaboró un retrato robot de la sospechosa y el 28 de marzo, fue detenida.
Durante el interrogatorio, Joanna se mostró sonriente y provocadora, hasta llegó a coquetear con los agentes que la arrestaron porque sabía que su “belleza” no era la habitual entre los delincuentes comunes. “Pudo ser peor. Pude ser voluminosa, gorda, negra y fea”, les dijo. A sus 31 años, la criminal se manejaba muy bien en las distancias cortas y con cada movimiento dejaba clara su falta de arrepentimiento. “Asesinar y asesinar no es nada. Es como ir a una parrillada de domingo”, espetó en un momento dado.
Durante el juicio, celebrado ante el Tribunal Penal de Old Bailey de Londres, Joanna Dennehy confesó ser “una asesina en serie” y los expertos que la analizaron concluyeron que se encontraban ante una psicópata sin un ápice de empatía ni remordimiento. De hecho, además de la personalidad antisocial también la diagnosticaron: un trastorno límite de la personalidad (TLP), parafilia y sadomasoquismo.
Ella misma lo reconoció: “Maté para ver como me sentiría, para ver si era tan fría como creía serlo. Luego le cogí el gusto, se volvió adictivo”. En realidad, mató para “gratificar su propia lujuria sádica de sangre”.
Cadena perpetua
El 28 de febrero de 2014, el juez la condenó a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional por los tres asesinatos y los dos intentos de homicidio, y en el veredicto escribió que Joanna además de ser “mentirosa compulsiva, calculadora, manipuladora, maliciosa y cruel” en ningún momento mostró “remordimiento genuino. Todo lo contrario. En la carta que me ha escrito, dice en ‘términos que no siente ningún remordimiento por los asesinatos y que afirmar lo contrario sería una mentira’”.
Asimismo, el magistrado añadió que, tal y como Dennehy relató a su psiquiatra, “veía los asesinatos como una especie de fetiche y que era una sádica”. Tras la resolución, la asesina en serie fue enviada a prisión, al igual que su cómplice Gary, condenado a cadena perpetua por intento de asesinato.
“La mujer más peligrosa del sistema penitenciario”, como llegó a ser conocida, gozó hasta ese momento de gran respeto y admiración entre sus acólitos masculinos, que la miraban con deseo y obediencia y que jamás cuestionaron su rol. “Ella era la dominante y los hombres quienes obedecían”, explicaba David Wilson, profesor de criminología de la Universidad de Birmingham. Parece ser que los hombres caían rendidos a sus pies, reconocía una conocida de Joanna. “Tenía un extraño control sobre ellos”, aseguraba Toni-Ann Roberts.
No es de extrañar analizando la personalidad de Joanna, que su historia inspirase libros y documentales del género true crime. Al fin y al cabo, la londinense ejerció la violencia sin freno hasta su detención, aunque ya en prisión, protagonizó más de un escándalo: amenazó con matar a otra célebre serial killer, Rosemary West, y tuvieron que trasladarla de recinto por su seguridad.
Desde entonces, Joanna ideó varios planes de fuga —todos fallidos—, intentó suicidarse cortándose la garganta —tampoco tuvo éxito— y en 2019 la trasladaron de prisión para evitar más conflictos con otras reas. En la prisión de Bronzefield, a las afueras de Ashford, en Middlesex, aguarda el día de su muerte, como le auguró el juez que la declaró culpable, mientras practica yoga, pilates, tai chi y meditación.
Entretanto, su hija mayor, Shianne, habla con su madre para tratar de superar que sea una asesina en serie. “Quería respuestas”, afirmó en los medios. Pero eso no significa que quiera una relación cercana ya que “nunca la perdonaré por lo que hizo”. A decir verdad, Shianne necesita saber cómo Joanna desarrolló su psicopatía porque hay una pregunta que desde hace años le ronda la cabeza: “¿Me volveré como mamá?”. Ese es su mayor miedo.
Publicado originalmente en Las Caras del Mal de LaVanguardia.
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