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DavidTriviño.

ESCRITOR

Foto del escritorDavid Triviño

Cuando el desayuno estaba proscrito

Como yo siempre he sido de esos que se levantan sin hambre —y más bien de mal humor por ser más nocturno que diurno— me ha parecido interesante este artículo de La Vanguardia sobre la instauración del desayuno, allá por la Revolución Industrial.

Obrero comiendo durante la construcción del Empire State Building (1932)

Durante milenios el ciclo solar determinó los horarios de las comidas hasta que la Revolución Industrial tomó el relevo

La cena es un invento "tardío" (Getty)

“Servimos desayunos las 24 horas del día”. En los casinos de Las Vegas a los jugadores les resulta fácil desorientarse: bajo la iluminación artificial el día se confunde con la noche y viceversa, y tras largas horas en las tragaperras uno puede pedir los huevos con bacon a las seis de la tarde. Al fin y al cabo, nuestras comidas son fruto de una construcción social con los elementos que se ha tenido a mano y las necesidades que debían satisfacer. No, no siempre se ha considerado importante empezar el día con un buen desayuno, de hecho, durante siglos desayunar estuvo mal visto.

El rey Francisco I de Francia (1494-1557) estableció un horario bastante razonable: levantarse a las cinco, comer a las nueve, ‘cenar’ a las 5 y acostarse a las 9. Razonable, teniendo en cuenta que hasta la llegada de la luz artificial, era la natural la que marcaba el ritmo de las actividades humanas. A dormir, temprano, con las gallinas. Y al levantarse un buen ¿desayuno?

El origen. Des-ayuno, como su nombre indica, significa romper el ayuno nocturno y viene del latín ‘disieiunare’, ‘disdejéuner’ en francés antiguo y ‘break-fast’ (romper el ayuno) en inglés

Justamente des-ayuno, como su nombre indica, significa romper el ayuno nocturno, viene del latín ‘disieiunare’, ‘disdejéuner’ en francés antiguo y ‘break-fast’ (romper el ayuno) en inglés. La evolución de las lenguas convirtió ‘déjeuner’ en la comida del mediodía en Francia y el desayuno pasaría a ser ‘petit déjeuner’. En catalán, tomaría la forma de ‘esmorzar’, que como el castellano ‘almorzar’, viene del latín ‘admordere’, pegar un bocado.

Hanna Pauli: 'Desayuno', 1887 (Museo Nacional de Estocolmo)

Frente a la Babel de las lenguas, la supervivencia: durante miles de años se comió lo que se pudo y cuando se pudo, generalmente una sola vez al día, lo de las tres comidas no llegaría para (casi) todos hasta el siglo XIX, con la Revolución Industrial. Y hacemos énfasis en ese “casi” porque la condición económica marcaba tanto el que se comiera una, dos, tres veces o ninguna como las costumbres. O bastante más. Y este mismo desarrollo, agricultura, ganadería, comercio, industria, fue el auténtico hacedor de nuestros horarios.

En cuanto se dispuso de suficientes alimentos, se establecieron dos comidas, al mediodía y antes del anochecer. Luego los horarios se fueron estirando, por lo que hubo que inventarse un “tentempié” entre las comidas principales, y así se fue llegando a la estructura actual, gracias a la aparición de la clase media. Pero no fue tan fácil...


DESAYUNO

Empezar a guerrear o a trabajar en los campos con el estómago vacío no era una gran idea. Griegos y romanos, tan pragmáticos ellos, se alimentaban al levantarse. Los primeros tomaban pan de cebada bañado en vino y frutos secos en lo que se conocía como “akratisma”. Los romanos también tiraban de dieta mediterránea -pan, queso, aceitunas, ensalada, frutos secos- y sobras de la noche anterior regados con “mulsum”, una bebida hecha a base de vino, miel y especias. Todo sanísimo. Las sobras de la cena jugaron un papel importante en los desayunos de todas las culturas hasta que cada comida tuvo sus “alimentos propios”, como el English breakfast o el café y croisán francés.

Ay, la bebida. En la Edad Media la Iglesia advertía contra la ruptura del ayuno antes de la misa matutina, tal vez porque el pan y el queso se acompañaban de vino y cerveza

Las cosas cambiaron en la Edad Media y en este caso podemos decir que con la iglesia hemos topado. Efectivamente, fueron las convicciones religiosas las que establecieron que el desayuno, romper el ayuno antes de la misa matutina, no era tan bueno como se pensaba, al menos para el alma. Tomás de Aquino escribió en su Summa Theologiae (1265-1274) que quien desayunaba demasiado pronto incurría en “praepropere”, pecado vinculado a la gula y otras debilidades, porque se consideraba que quien no era capaz de aguantar sin comer tampoco lo era de hacer lo propio sin beber (vino o cerveza, se entiende).

Y es que en realidad este era el temor de los eclesiásticos, en un momento en que las comidas se ingerían con un buen caldo. Un ejemplo: a los nobles y reyes que participaban en peregrinaciones o estaban de viaje se les permitía desayunar, probablemente en compensación por las incomodidades sufridas. Pues bien, en 1255 el rey inglés Enrique III pidió el suministro de seis toneles de vino para un desplazamiento; teniendo en cuenta que cada tonel podía contener unos 900 litros, es natural que las autoridades eclesiásticas vieran mucho peligro en el refrigerio.

Henri Cain: 'El almuerzo del obrero', 1891, grabado (Roger Viollet Collection / Getty)

Abundan las admoniciones en este periodo para hacer respetar el ayuno nocturno hasta mediodía, cuando tenía lugar la comida principal. En algunos lugares de Europa sólo se permitía desayunar a niños, enfermos, ancianos y trabajadores del campo, de manera que los nobles y la incipiente burguesía mantenía el ayuno para no ser tildados de pobres campesinos. Con excepciones en determinados periodos, incluso en el siglo XVII se desaconsejaba el desayuno para hombre y mujeres entre 25 y 60 años, estudiantes y personas sedentarias, es decir, casi todos. Y para los que podían desayunar tampoco se aconsejaban grandes alegrías: un huevo poché, una tostada con mantequilla y un vaso de clarete.

La necesidad. Las largas horas de trabajo en el campo y la fábrica hacían necesaria una pausa para alimentarse antes de volviera casa a cenar

Claro que hubo excepciones: Isabel I de Inglaterra, que además de otras cosas era madrugadora, se zampaba al levantarse un desayuno a base de cerveza y tortas de avena. Y en esto hay que resaltar que los cereales, de los que se puede decir que humanizaron al hombre, han estado presentes en los desayunos de todas las culturas y lo siguen estando, gracias en parte al señor Kellogg y a las guerras, que obligaban a racionar carnes y huevos.

A medida que se desarrollaba el comercio se popularizaron en Europa bebidas como el té, el café o el chocolate, que quienes podían permitírselo ingerían nada más levantarse, forzando así a la iglesia a suavizar su doctrina al respecto: en 1662 el cardenal Francis Maria Brancaccio tuvo que decir que “liquidum non frangit jejenum”, es decir, que los líquidos no rompían el ayuno. En el siglo XVIII la tortilla empezó a dar la vuelta: un hombre de negocios estaba tan ocupado que no tenía tiempo para comer al mediodía, así nacieron los desayunos a lo grande, con huevos, carnes, gachas... Al mismo tiempo, en las mansiones se construían salas para el desayuno, nuevos centros de actividad social.


ALMUERZO

El horario solar marcó durante miles de años la pauta, las personas se levantaban antes y se iban a dormir también más pronto. Tras horas trabajando en el campo, la comida del mediodía se convirtió en la más importante, aunque equívocamente en los países anglosajones se llamaba cena, “dinner”, deformación del francés antiguo “disner”, derivado a su vez del “desjunare” galo-romance. Los monjes la tomaban en el refectorio como principal alimento del día y los nobles podían hacerla durar el resto de la jornada en ágapes interminables consumidos en compañía; no eran los únicos, hay un refrán mongol que dice: “guarda el desayuno para ti, come con tu amigo y dale de cenar a tu enemigo”.

Un grupo de trabajadores hace una pausa para comer en Londres a finales de la década de 1920 (Fox Photos / Getty)

Pero si el desayuno topó con la iglesia, el almuerzo lo hizo con el capital. La consolidación del desayuno convirtió la comida de mediodía en una pausa necesaria para los trabajadores del campo o como una actividad social desde el siglo XVIII, de hecho, es la actividad gastronómica más retratada en el arte. Sin embargo, la Revolución Industrial acortó el tiempo de esta pausa, y al alejarse las fábricas de las ciudades los trabajadores ya no podían volver a casa a comer.

También los niños, que pasaban largas horas en las escuelas, comenzaron a comer allí. Nacieron así fiambreras y para los más afortunados los restaurantes; el almuerzo se convirtió en un indicador social, dime dónde lo tomas y con quién y te diré tu clase. La aparición de las panificadoras industriales extendieron el consumo del sándwich o bocadillo mientras las empresas establecían comedores comedores que permitían ahorrar tiempo en desplazamiento a los trabajadores. De ahí al fast-food y a comer delante del ordenador, un paso..


LA CENA

La aristocracia francesa había adoptado desde el siglo XVII la costumbre de hacer una comida ligera antes de ir a dormir, mientras se entretenían con juegos de mesa o recibían a sus amigos. Poco a poco este refrigerio fue adoptado en toda Europa y a raíz de la nueva organización del tiempo provocada por la Revolución Industrial, se impuso como la gran comida del día, junto con el desayuno. Los trabajadores llegaban a casa hambrientos tras las inacabables jornadas laborales, y la cena, abundante, se tomaba con toda la familia.

Antoon Claeissens: 'Las gracias por los alimentos', c. 1585 (Shakespeare Birthplace Turst)

La llegada de la luz artificial fue retrasando cada vez más la hora de la cena, hasta llegar a la actual estructura de comidas en occidente, con los horarios habituales de cada país, marcados también por la política. Así es como el trabajo organizó nuestras vidas, y nuestras comidas, con ayuda de la televisión, ante cuya pantalla se concentraban todos. Pero las cosas no pueden ser nunca sencillas, y así en inglés tenemos el “supper”, que puede referirse a un refrigerio ligero antes de acabar el día y que entronca con el catalán “sopar”, que viene del francés “souper”, relacionado con la sopa.

Todo un trabalenguas, y es que además en Estados Unidos, por ejemplo, se sigue llamando “cena” a la comida del día de Navidad o de Acción de Gracias. Pero lo importante, más allá de la semántica, es que los alimentos, y la salud. no falten.

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