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DavidTriviño.

ESCRITOR

Foto del escritorDavid Triviño

La peligrosa vida nocturna de la antigua Roma

Las largas noches romanas era muy distintas para plebe y clases altas, pero para todos salir a la calle era una aventura a causa de la delincuencia

Recupero hoy el artículo de La Vanguardia sobre las noches en la antigua Roma.

El imponente Coliseo de Roma en una imagen noctura del 2017 (Laszlo Szirtesi)

En el siglo I aC, en la época de Julio César, la antigua Roma era una ciudad de un millón de habitantes. No obstante, al caer la noche, cualquier sonido se convertía en una amenaza velada. En ocasiones podía tratarse de grupos de camorristas prestos a dar una paliza a cualquiera que se cruzara en su camino, de borrachos armando bulla o incluso de orinales cargados de excrementos que aterrizaban en la calzada con la impunidad de las tinieblas. A estos ruidos se les sumaban los ocasionados por las patrullas de vigiles (antiguos esclavos liberados) que a partir del año 6 d.C. intentaban sofocar los incendios nocturnos que provocaban los braseros, las velas y las antorchas.

El cuerpo de vigiles contaba con unos 3.000 efectivos y una organización de corte militar, con siete cohortes que se repartían otras tantas zonas de la ciudad. Sus miembros estaban especializados en diversas labores: los aquarii, por ejemplo, formaban rápidamente cadenas de cubos de agua, gracias a la red de fuentes que pronto se construyó en Roma. Los siphonarii, por su parte, transportaban en carros un invento parecido a las modernas bombas de agua para proyectar el líquido elemento a una mayor distancia. Finalmente, los centones portaban antorchas para iluminar el lugar del siniestro y facilitar así el trabajo de quienes hacían servir mantas empapadas de agua y vinagre para sofocar las llamas.

Incendio en Roma, pintura de Robert Hubert (terceros)

No obstante, los vigiles fueron utilizados también para desempeñar labores policiales en caso de disturbios. Su lema era Ubi dolor ibi vigiles (“allí donde hay dolor están los vigilantes”). En realidad, la primera gran brigada contra incendios fue organizada años antes por Marco Licinio Craso aunque, según cuenta Plutarco en Vidas paralelas, este conocido usurero pedía a cambio de sofocar el fuego la venta de las casas en llamas a precios irrisorios.

Sin embargo, lo peor era el incesante traqueteo de los carruajes con sus llantas de hierro hollando las empedradas calles de Roma. Según el historiador Karl-Wilhelm Weeber, el intenso tráfico nocturno obedecía a una ley promulgada en tiempos de Julio César, la Lex Iulia Municipalis, que tenía por objeto asegurar que las calles pudieran ser usadas por todos los ciudadanos y no solo por los comerciantes. Para ello, se prohibía el tráfico rodado desde la salida del sol hasta la hora décima (las 14 horas en invierno y las 16 horas en verano). Las únicas excepciones eran los carros militares, los que transportaban material para construir edificios de culto u obras públicas y los carruajes de los cortejos circenses.

Otra actividad nocturna era la retirada de las basuras hasta las afueras de la ciudad. Asimismo, aunque los funerales de los ricos se celebraban a plena luz del día, los de la gente humilde exigían el traslado nocturno de los cadáveres hasta el extrarradio. De hecho, la palabra "funeral” podría proceder de funalia, las antorchas que abrían los cortejos fúnebres.

También trabajaban por la noche los esclavos (algunos arqueólogos estiman que la típica villa rústica romana contaba con unos 50), bien sea ayudando a sus amos a encontrar el camino de regreso a casa cuando el vino les nublaba la vista o bien realizando todo tipo de tareas domésticas, ya que se consideraba que un esclavo debía estar disponible las 24 horas. Un ejemplo: en un campamento del ejército, Bruto convocó en plena noche a todos sus sirvientes tras declarar haber visto un fantasma.

Las quejas sobre los ruidos nocturnos son recurrentes en las fuentes antiguas cuando se refieren a la capital

La cuestión es que los romanos se quejaban mucho del ruido nocturno, caso del poeta Juvenal quien sostenía satíricamente que al caer el día era más seguro caminar por el bosque Gallinaria o por las mismísimas marismas Pontinas (unas antiguas ciénagas al sureste de Roma), que hacerlo por el centro de la capital.

Desde finales del siglo XX, algunos historiadores han intentado arrojar luz sobre lo que sucedía en la oscuridad en el mundo antiguo y, especialmente, en las larguísimas noches romanas, cuya duración oscilaba entre las casi nueve horas del mes de julio y las más de 14 horas de diciembre y enero. Según explica en su estudio pionero sobre el sueño el historiador Roger Ekirich, hay indicios que sugieren que hace 2.000 años era costumbre dormir en dos tramos diferenciados de unas cuatro horas y despertarse en medio entre una y tres horas, según explica en At Day´s close: Night in the past (Al final del día. La noche en el pasado).

La Vía de la Abundancia en Pompeya, con un paso de peatones adaptado para que pudieran pasar los carros (Getty Images)

¿Era la noche en la antigua Roma tan peligrosa como sugieren algunas investigaciones actuales? La popular divulgadora de la historia clásica Mary Beard cree que “probablemente sí”. Sin embargo, aunque se cuenta que Nerón se ocultaba al caer la noche bajo una capucha para mezclarse con la plebe o que Mesalina, la esposa del emperador Claudio, se escabullía del palacio para saciar sus apetitos y los de sus clientes en un lupanar, el también historiador Jason Linn señala en su tesis doctoral (The Dark Side of Rome: A Social History of Nighttime in Ancient Rome, El lado oscuro de Roma: una historia social de la noche en la antigua Roma) que posiblemente se tratara de leyendas urbanas que se hacían circular sobre la familia imperial.

La preocupación por la seguridad nocturna de convirtió en una obsesión para los romanos. Como consecuencia, se promulgaron normas que castigaban de manera más severa los delitos cometidos por la noche. En torno al año 200 dC, Julius Paulus Prudentissimus, uno de los más destacados juristas romanos, escribió que, de entre todos los malhechores, los intrusos nocturnos se consideraban los más abyectos, por lo que después de ser azotados eran muchas veces enviados a las minas.

Para los romanos, el ruido nocturno más virtuoso era la conversación. En cambio, las clases pudientes sobrellevaban muy mal los guirigay, ya que la oscuridad amplificaba el poder emocional de los sonidos. Los romanos, apunta Linn, medían la moralidad basándose, en parte, en los ruidos que hacía una persona por la noche. Los ronquidos, por ejemplo, se consideraban una falta de autocontrol.

Además, la larga noche potenciaba el aburrimiento. La diferencia entre desear que llegara el día o la noche radicaba en la posición en el escalafón social. En la práctica, los que anhelaban la llegada de las primeras luces no deseaban tanto la diversión y el otium como la actividad y el negotium. Con todo, existían dos mundos nocturnos bien diferenciados. De una parte estaban las élites. Una de sus formas de escapar del aburrimiento era leer o escribir. Otra, organizar o participar en cenas con familiares y amigos –en el segundo caso desplazándose literas dentro de comitivas flanqueadas por una nutrida escolta de esclavos-.

Para la aristocracia, la noche era tiempo de banquetes o de lectura; para los esclavos, igual que sucedía durante el día, era tiempo de servicio

El segundo submundo nocturno era patrimonio de los esclavos. En muchos casos, en presencia de sus amos, los esclavos no tenían permitido hablar, hasta el extremo de que cualquier murmullo era reprimido por la vara. Incluso sonidos involuntarios como la tos, los estornudos o el hipo, no estaban exentos del látigo, indica.

Séneca dejo anotado en sus escritos que los amos buscaban sofocar la camaradería servil, exigiendo que los esclavos fueran “herramientas sin palabras”. Los amos comían, los esclavos servían. Los amos se reclinaban, los esclavos se quedaban de pie. Los amos hablaban, los esclavos callaban. En definitiva, los esclavos no participaban de la acción nocturna, sino que únicamente formaban parte del telón de fondo.

Un cubiculum (dormitorio) con los frescos y mosaicos tal como fueron hallados en Boscoreale (Universal Images Group via Getty)

A modo de curiosidad, para los romanos la forma de dormir era un indicador social tan revelador como comer, beber o trabajar. Las camas, por ejemplo, distinguían a los civilizados de los bárbaros. Cuanto más artificial era la cama, mayor era la distancia con los animales y mayor también el nivel de civilización (y el estatus) alcanzado. Aquellos que dormían cerca de los animales o en sus mismos lugares, como los establosestaban en la escala más baja. Incluso dormir con pieles estaban mal visto. Las pieles ataban a los durmientes al mundo animal, mientras que las telas los vinculaban al mundo instruido de la civilización.

En ese concepto de civilización, los mejores colchones procedían de la Galia y estaban rellenos de lana considerada de la mejor calidad. El lujo era, además, directamente proporcional al número de almohadas en una cama. Rellenar los cojines de pétalos se convirtió, de alguna forma, en una metáfora de la frescura con la que la moralidad vigente aconsejaba recibir al nuevo día.

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