El depósito de cadáveres de la capital francesa se convirtió en una gran atracción en el siglo XIX para los parisinos, con miles de visitas diarias
“Los niños, que van allí como lo harían a una representación teatral, llaman a los cadáveres expuestos los artistas”. Niños, familias, abuelos, novios, criadas, ricos propietarios, visitantes de provincia y transeúntes de todo tipo y condición convirtieron la morgue de París durante el siglo XIX en uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad.
Situada junto a Notre-Dame, recibía incluso más visitas que la propia catedral y figuraba en todas las guías y recorridos. No es extraña por tanto la descripción del escritor y fotógrafo Maxime du Camp con que se inician estas líneas, es más, si no había cuerpos en exposición, los pequeños salían de la morgue muy disgustados, “diciendo que el teatro estaba vacío”, concluía Du Camp.
En su día el depósito de cadáveres llegó a atraer más visitantes que modernamente la basílica de Notre-Dame
Para nuestras mentes del siglo XXI la escena no resulta precisamente pedagógica: los cadáveres se mostraban en vitrinas de cristal de diferentes estancias, desnudos salvo por un taparrabos de cuero, con la multitud apiñada –algunos días llegaron a congregarse allí hasta 40.000 personas, pensemos que antes de su incendio Notre-Dame recibía 30.000 visitantes al día-observándolos al otro lado.
Para mantenerlos en buen estado, se rociaban con agua fría, especialmente los rostros. Y falta que les hacía; la descripción que tras su visita en febrero de 1885 escribió un joven estudiante norteamericano, Arthur Mark Cummings, para Havard Crimson, la revista de la universidad de Harvard, resulta espeluznante: “Rostros brutales, con cortes e hinchados; bocas anchas, abiertas por última vez para proferir el grito de muerte, ojos muertos y empapados, sonrisas espantosas, rostros de hombres y rostros de mujeres, rostros de jóvenes y rostros de ancianos; rostros que Dante, tanteando entre los condenados, podría haber sacado de las horrendas y humeantes profundidades del Leteo, tal es la vista que recibe al visitante al entrar en la Morgue de París”.
La descripción sigue, no menos sobrecogedora: “Algunos de los cadáveres habían estado en el agua un día, otros una semana, otros, nadie sabía cuánto tiempo. Algunos estaban vestidos, otros estaban desnudos; a algunos les faltaba un brazo o una pierna o una cabeza, a otros les faltaba de todo menos una pierna o un brazo, que salía en la red de algún pescador, con algunos trapos de tela pegados a ella”.
Salta a la vista que no se trataba de un espectáculo para todos los públicos, por no decir que para ninguno, y es que en su origen esta exhibición no tenía nada de entretenimiento. Con la Revolución Industrial, se produjo un amplio trasvase de personas del campo y las pequeñas villas a las grandes ciudades, en especial París, donde los hombres jóvenes encontraban trabajo en fábricas o en la construcción de los numerosos inmuebles y bulevares que se levantaban sin descanso en la capital con la reforma del barón de Haussmann. Las medidas de seguridad eran mínimas y los accidentes numerosos entre una población en la que la mayoría de gente ya no se conocía; de ahí surgió la idea de mostrar los cadáveres en las vitrinas, para que pudieran ser reconocidos.
La reforma del barón Haussmann causó muchos accidentes laborales, y un constante suministro de cuerpos para el depósito
Un propósito que tenía su razón de ser de orden público; desde principios del siglo XIX se suceden los textos que hablan de la “función social” de la morgue; por ello, dependerá en París directamente de las autoridades judiciales y policiales. Una evolución, desde su creación durante el Antiguo Régimen, ya que el nombre morgue deriva de morguer, que significa mirar desde arriba y que designaba el lugar de la prisión desde el que los guardianes miraban a los reclusos para memorizar sus rostros en caso de que intentaran escaparse.
La palabra morgue pasó al castellano para designar un depósito de cadáveres, tal como recoge RAE. Justamente, durante el Antiguo Régimen la morgue se encontraba en el interior de una de las cárceles del Grand Châtelet, en la orilla derecha del Sena. En 1804 se trasladó al corazón de París, a L’ile de la Cité, junto al Mercado Nuevo, para, en 1864, llegar a su emplazamiento definitivo, en el Quai de l’Archevêché, donde actualmente se encuentra un jardín que acoge un memorial de la deportación nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Un propósito loable, decimos, pero que pronto se convertiría en algo no buscado: un museo de la muerte, con su público y su multitud de vendedores de refrescos, comida y recuerdos en el exterior, nada diferente de lo de ahora, salvo el material interior. Y ese ‘material’ eran los cadáveres. A diferencia del plazo legal para la inhumación, que era de 24 horas, los cuerpos sin identificar se mostraban durante tres días desde principios del siglo XIX y a partir de 1882, con la aparición de los frigoríficos, durante un tiempo indefinido. A su llegada, cada cadáver recibía un número y se exponía de forma individualizada sobre una losa o una mesa ligeramente inclinada, para facilitar la visión del público.
¿Y el público? Pues vamos a decirlo claramente, los visitantes acudían movidos si no por una curiosidad si no malsana, sí… curiosa. El dramaturgo francés Léon Gozlan comentaba que: “vas allí a ver a los ahogados como en otros lugares vas a ver la última moda”, y nunca mejor dicho, porque las ropas de los finados colgaban en un gancho sobre estos, “como trajes en un escaparate”.
Zola retrató el espectáculo de los cadáveres expuestos, y Dickens se convirtió en un habitual
El gran Émile Zola criticó estos entretenimientos populares en su novela Thérèse Raquin: “La puerta está abierta; puede entrar quien lo desee. Existen aficionados que dan un rodeo para no perderse ninguna de esas funciones que interpreta la muerte. Cuando las mesas de piedra están vacías, la gente se va, chasqueada, estafada, rezongando entre dientes. Cuando están bien provistas, cuando hay una buena exposición de carne humana, los visitantes se apiñan las emociones les salen baratas, se espantan, bromean, aplauden o silban, como en el teatro, y se marchan contentos, diciendo que, ese día, la Morgue ha estado muy bien”.
El propio Zola nos ofrece una razón para su popularidad: “la morgue es un espectáculo al alcance de todos los bolsillos, gratuito para todos, pobres y ricos”. Y además, y por su función primigenia de reconocimiento, abría todos los días y durante toda la jornada. Pero volvamos a la descripción de nuestro estudiante de Harvard: “los hombres se apiñan y se codean entre sí; las viejas brujas apuntan hacia el cristal y croan unas a otras; bellas mujeres miran con pálidos rostros de lástima, pero no menos sedientas de codicia, un espectáculo fascinante; los niños pequeños son sostenidos en brazos fuertes, para que ellos también puedan ver la cosa espantosa, y ven, y lanzan sus brazos diminutos y vacilantes en alto y cantan alegremente”.
La morgue, en este sentido, constituía una prolongación de los relatos sensacionalistas que aparecían en los periódicos, y así, tras la noticia de una ejecución, o de un asesinato, o de un hallazgo macabro, la muchedumbre se agolpaba para ver en persona a los protagonistas. Un ejemplo fueron los sucesos del 8 de noviembre de 1876; ese día se encontraron en el Sena dos paquetes que contenían el cuerpo descuartizado de una mujer. El cuerpo fue reconstruido, se cubrió con una lona y sobre esta se colocó la cabeza: el 12 de noviembre acudieron más de 30.000 visitantes, el día 13 fueron 40.000 y el 14, los registros de la morgue llegaron a las 68.250 entradas.
Para entonces, Charles Dickens ya se había convertido en un visitante habitual de la morgue, que describía en sus diarios como “una vista extraña que he contemplado muchas veces durante los últimos doce años”.
Los tiempos cambiaron y la morgue cerró sus puertas al público en 1907, no sin protestas
La morgue de París cerró sus puertas al público en marzo de 1907 después de que se generalizaran las críticas al espectáculo en que el público la había convertido. La decisión provocó protestas en diarios y semanarios como Le petit parisien, Le petit Journal o el Supplément illustré du petit Journal, que en muchas ocasiones habían acompañado sus descripciones de sucesos con lo visto en la Morgue. Este último, el Supplément, publicó un duro artículo contra el cierre: “nos amamos unos a otros durante unas pocas horas porque llorábamos juntos. ¿Por qué no podemos seguir haciéndolo?”. Y en esas, llegó el cine.
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