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DavidTriviño.

ESCRITOR

Foto del escritorDavid Triviño

El día después de la peor pandemia del siglo XX

  • La gripe de 1918 desapareció lentamente y de forma desigual; la normalidad volvió al cabo de unos años, aunque ya no había normalidad a la que regresar

  • Dada la situación actual, creo que era interesante recuperar este artículo de La Vanguardia acerca de curiosidades y efectos de la gripe que azotó a Europa a inicios del siglo XX

Una mujer lleva una máscara a finales de febrero e 1919 (Getty Images)

A estas alturas de la pandemia todo el mundo espera una solución lo más rápida posible y, con las vacunas, la recuperación de una cierta normalidad. Y si hace un año, en la primera ola de Covid-19, las miradas se dirigieron a la olvidada pero terrible gripe de 1918 en busca de respuestas sobre un futuro incierto, ahora regresan a ella para conocer cómo se salió de aquella situación. La combinación entre la inmunidad de grupo y la evolución del virus llevó hace un siglo a un final gradual e irregular de la mal llamada gripe española, tras el que la sociedad se recuperó con cierta rapidez, pero con importantes secuelas.

La pandemia de 1918-19, que en realidad vivió sus últimos coletazos en 1921, fue la más mortífera y global del siglo XX, con una cifra enorme de fallecidos que Anton Erkoreka, director del museo Vasco de la Medicina y de la Ciencia, sitúa en al menos 40 millones en todo el mundo. La coincidencia con las últimas fases de la Primera Guerra Mundial ha hecho que los historiadores le presten relativamente poca atención a pesar de haber causado muchas más víctimas. Los 80.000 libros escritos sobre el conflicto contrastan con los cuatro o cinco centenares publicados sobre aquella gripe.

Dos hombres defienden el uso de máscara en París (Getty Images)

La Gran Guerra terminó un día y a una hora exactas: las once horas del día once del mes once de 1918. Pero, en cambio, la gripe no acabó de un día para otro, sino que fue perdiendo intensidad gradualmente durante dos años de oleadas, y en algunos puntos del planeta incluso de forma más lenta. No desapareció sin más. “Las pandemias no son una cuestión de todo o nada”, recuerda María Isabel Porras, catedrática de historia de la Ciencia en la Universidad de Castilla-La Mancha.

La enfermedad atacó en varias olas: la primera, en primavera de 1918 fue moderada; la segunda, en otoño, fue en cambio la más mortífera; y la tercera, de nuevo menos intensa, sucedió en la primera mitad de 1919. Ya a principios de 1920 hubo un nuevo rebrote que se puede considerar el último en Europa y, por último, en 1921 se registró una nueva ola en los países del Pacífico sur.

La pandemia se prolongó hasta 1921, y posiblemente terminó por la inmunidad de grupo y por las mutaciones del virus

Por tanto, unos años de olas y rebrotes en distintos puntos del planeta y de diferentes intensidades marcaron la desescalada gradual y desigual de una pandemia que en el caso de España terminó con la vida de unas 250.000 personas, un 1,2% de la población. Para hacerse a la idea del impacto que supuso a todos los niveles, hay que tener en cuenta que las muertes totales por Covid-19 confirmadas por el ministerio de Sanidad se sitúan en algo más de 76.000, un 0,16% de la población.

De la misma manera que el fin de la enfermedad no fue abrupto, tampoco su llegada se puede considerar como algo repentino. Anton Erkoreka, autor de Una nueva historia de la gripe española (Lamiñarra), explica que “con la gripe rusa de 1889-1892 se inició un nuevo periodo epidemiológico, que dura hasta hoy, en el que cada año aparece un nuevo subtipo, que cada 15 o 20 años es mucho más grave”. Sucedió en 1918-21, pero también con la gripe asiática (1957-58) o la de Hong Kong (1968-70).

Cartel de la Mancomunitat de Catalunya con recomendaciones sobre la gripe (La Vanguardia)

Pero, recuerda Erkoreka, que, de la misma manera que las pandemias no terminan en seco, todas tienen su ciclo de vida que difícilmente puede transformar la intervención humana. Y, aunque sea paulatino, también tienen, por supuesto, su final. ¿Por qué acabó la de 1918? ¿Por una mutación o por la famosa inmunidad de grupo?

La pregunta ha suscitado debate entre los especialistas y las respuestas no son del todo concluyentes. María Isabel Porras se inclina por la segunda opción. “El hecho de que la tercera ola fuera fuerte en los lugares donde la segunda había tenido poco impacto y, al contrario, que su repercusión fuera débil en los puntos más castigados por la oleada anterior hacen pensar en la inmunidad de grupo”, explica.

La gripe de 1918 no terminó de un día para otro ni desapareció, pero se fue diluyendo hasta que la sociedad la percibió como algo aceptable

El director emérito del Centro Nacional de Gripe en el Hospital Clínico de Valladolid Raúl Ortiz de Lejarazu se decanta por una combinación de varios factores: “Por un lado, la inmunidad parcial adquirida a través de infecciones anteriores de otros tipos de gripe cuyos virus, aunque fueran muy distintos eran parecidos. Por otro, la inmunidad colectiva o de grupo” relativa propiamente a la gripe española. “Es probable –continúa– que el virus responsable de la gripe de 1918, del subtipo H1N1, infectara a un tercio de la población mundial. Al combinar esos factores, personas con experiencia inmune heteróloga (por otras variantes anteriores) y homóloga (por el virus propiamente de la gran pandemia de 1918-19), junto a la alta tasa de mutación de los virus de la gripe se pudo producir una adaptación menos letal para los humanos”.

Otra pregunta aún más complicada de responder es cuándo y cómo se recuperó la normalidad, suponiendo que se pueda hablar de normalidad tras la terrible mortalidad provocada por la pandemia a la que, por supuesto, hay que añadir el impacto de la guerra. Erica Charters y Kristin Heitman, que dirigen en la Universidad de Oxford un grupo de investigación sobre cómo terminan las epidemias, señalan en un artículo que, como estas oleadas no terminan en seco, “muy a menudo la epidemia se declara como terminada una vez la enfermedad desciende a niveles endémicos, cuando se convierte en algo aceptable y manejable en la vida normal”. Dicho de otra manera, cuando la sociedad pierde el miedo a la enfermedad.

Las gárgaras se convirtieron en algo habitual, como muestra esta foto de 1920 (Gamma-Keystone via Getty Images)

“Ese fenómeno –afirma Ortiz de Lejarazu- sigue funcionando en la sociedad actual. No somos conscientes de que las epidemias de gripe estacional durante el ultimo siglo hayan causado más muertes acumuladas que las dos Guerras mundiales, pero han sido muertes a plazos; es decir anuales. En eso consiste la aceptabilidad social, es una especie de cinismo social ante muertes de personas que la sociedad de una manera cínica considera que cuentan menos socialmente hablando”.

En el caso de la gripe de 1918 el gran impacto social se produjo en el primer año, cuando “las muertes se concentraron en adultos jóvenes de entre 20 y 30 años, un fenómeno tremendo que provocó una gran orfandad, además del daño intrínseco en el tejido poblacional”. Luego, el impacto psicológico y social se fue diluyendo, a medida que las muertes disminuían.

El impacto psicológico de la pandemia fue enorme olvido y la generación que lo superó mayoritariamente prefirió olvidarla

A pesar de los terribles efectos en términos de vidas humanas de la guerra y de la gripe, ya en 1919 empezó un cierto regreso a la vida anterior, aunque el mundo había cambiado de forma irremediable. La combinación de ambas catástrofes había provocado una acusada caída de la natalidad, pero la recuperación fue muy rápida en 1920 y los años siguientes. En el caso de España, que no tomó parte en el conflicto bélico, en 1919 hubo 30.000 nacimientos menos. También en este caso, las cifras se recuperaron con creces ya al año siguiente.

En una reciente entrevista publicada en La Vanguardia, el catedrático de historia de la medicina en la Universidad de Yale, Nicholas Christakis, señalaba que históricamente la recuperación social y económica tras una pandemia se produce aproximadamente dos años después de que la enfermedad haya terminado. Por ello, vaticinaba para inicios del 2024 una explosión tanto en las relaciones sociales como en la economía, tras un largo periodo de confinamientos, restricciones e incertidumbres.

Un juicio celebrado al aire libre en 1918 (Bettmann Archive)

Christakis basa gran parte de su pronóstico, precisamente, en lo sucedido tras la pandemia de 1918-19. Los locos años 20 del siglo pasado se llaman así justamente por el exuberante crecimiento de la economía –también de la ostentación y las desigualdades– y por la consolidación de un sistema de producción industrial pensado para fomentar el consumo.

Pero al margen de esa explosión económica y social, no se pueden dejar de lado las secuelas producidas por la pandemia, no solo físicas, sino también emocionales derivadas de la muerte de millones de personas. El trauma en ese sentido fue enorme. La periodista y escritora Laura Spinney, autora de El jinete pálido, señalaba hace unos meses a La Vanguardia que “parece que hubo una ola de depresión y fatiga que se extendió por todo el mundo una vez terminó la pandemia, y que hoy podríamos llamar fatiga posviral o síndrome posviral”. En su libro, Spinney cuenta que durante los seis años siguientes a la pandemia, los registros de países como es el caso de Noruega señalan que los ingresos por problemas de salud mental se multiplicaron por siete.

La natalidad de recuperó con cierta facilidad y posteriormente lo hizo también la economía, pero de forma desigual

¿Cómo es posible que en los años pospandemia se sucediera sin solución de continuidad un estado de tristeza y fatiga posviral tan extendido y la explosión de euforia económica y social de los años 20? La razón es que la sociedad terminó por olvidar. “La experiencia fue tan horrible –explica María Isabel Porras– que mucha gente trató de borrarla; en muchos lugares especialmente castigados hubo un pacto de silencio para no recordar el pasado”.

Y aunque la lucha contra la pandemia dejó ciertas costumbres como el uso de bolas de alcanfor en la ropa o la costumbre de hacer gárgaras, que datan de entonces y que hoy prácticamente se han perdido, lo cierto es que la operación olvido fue un éxito. Anton Erkoreka coincide en que esas ganas de borrar los recuerdos son lógicas y que fue eso lo que permitió un lento retorno a la normalidad.

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