El volcánico Antoine de Lasalle cautivó al mismísimo Edgar Allan Poe
Conoce la historia del hombre que rescata a la víctima del péndulo del famoso relato de Poe en este artículo publicado originalmente en la Vanguardia
El pozo y el péndulo es un terrorífico cuento de Edgar Allan Poe. Su protagonista es un reo de la Inquisición en Toledo, preso en una celda oscura y plagada de ratas. En la mazmorra hay un agujero que da a una profunda sima. Con un péndulo que baja del techo afilado como una cimitarra y paredes recubiertas de hierro al rojo vivo que se van estrechando poco a poco, los torturadores intentan que su víctima se arroje al vacío.
Durante horas o días (ni el protagonista lo sabe), el lector asiste a una lenta agonía, narrada con una desesperante lentitud. Sin embargo, todo se precipita en un vertiginoso final. Cuando la muerte parece inminente, con el condenado a menos de un palmo del pozo, una mano lo rescata. “Era del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos”. Así acaba el relato.
El húsar y general Lasalle, que cautivó al mismísimo Poe, fue un personaje real. Su vida podría inspirar, no un cuento, sino una novela. Idolatrado por sus hombres, consentido por sus superiores y mimado por Napoleón, lo tenía todo para devenir un personaje de leyenda. Seductor, juerguista y valiente hasta el suicidio, no soportaba a los cantamañanas, pelagatos y mindundis. Así podríamos traducir la expresión jean-foutre.
Noble que abrazó la Revolución, héroe del imperio, santo y seña de la caballería ligera que conquistó Europa durante las guerras napoleónicas, este centauro supo que cabalgaba desbocado hacia la muerte. Y aceptó el reto. Su frase más famosa sostenía que cualquier húsar que siguiera vivo a los 30 años era un don nadie. Sus palabras textuales fueron: “Tout hussard qui n'est pas mort à trente ans est un jean-foutre”.
Napoleón se movía por filias y fobias. Al mariscal Joaquim Murat, casado con Carolina Bonaparte, le perdonó muchas cosas por su ayuda el 18 de Brumario, el golpe de estado que lo aúpo al poder. El general François Étienne Kellermann tenía justa fama de ladrón y saqueador; cuando lo criticaban, el emperador respondía: “Cada vez que me mencionan su nombre, solo me acuerdo de (su gran papel en la batalla de) Marengo”.
También miraba para otro lado cuando cometía nuevos latrocinios el torvo mariscal André Masséna, otro conocido por su insaciable codicia; Napoleón lo excusaba porque era “l'enfant chéri de la victoire”. Pero si durante la epopeya napoleónica hubo un niño mimado –por la victoria, por el ejército y por el propio Napoleón- ese fue sin duda Antoine-Charles-Louis de Lasalle, a quien su madre llamaba “mon p’tit Lolo”.
Marcel Dupont, uno de sus biógrafos, lo califica en Le général Lasalle (Éditions Berger-Levrault) como “el mejor espadachín, el más famoso amante y el más extravagante bebedor de esta vertiginosa época”. Su ascensión fue meteórica: enrolado siendo un adolescente, capitán a los 20, coronel a los 23 y general de división a los 29. Vivió deprisa, deprisa, espoleado por su más célebre boutade.
¿Era un audaz sin límites? Un psicólogo diría hoy que, por supuesto, tenía miedo. Más que controlarlo, trataba de ignorarlo. “El primer cañonazo –decía–, me hunde el alma. El segundo me da alas”. Esas alas le hicieron volar en pos de la gloria. Protagonizó acciones dignas de un poema épico en la Grecia clásica, como cuando se escapó durante la campaña de Italia para reunirse con su amante de turno, la marquesa de Sali.
Tuvo que ir más allá de las líneas austriacas para ver a la aristócrata (también Lasalle lo era, hijo de la pequeña nobleza de Metz). De regreso a su regimiento, trajo valiosa información sobre los movimientos del enemigo, que comunicó personalmente al entonces general Bonaparte, responsable de l’Armée de l’Italie. Ahí comenzó su idilio. “Lasalle, recordaré vuestro nombre”, le dijo el futuro emperador de Francia.
En aquella misma campaña fue hecho prisionero. Es remarcable la contestación que le dio al militar de Austria que le preguntó cuántos años tenía Bonaparte. “Tiene la misma edad que Escipión cuando venció a Aníbal”. Esa fue su respuesta, como recuerda F.G. Hortoulle, autor de Lasalle, premier cavalier de l’Empire (Copernic), aunque esta edulcorada obra está más cerca del género hagiográfico que del biográfico.
En Egipto recibió los galones de coronel de manos de Bonaparte, todavía el general Bonaparte, pronto el primer cónsul Bonaparte y más tarde el emperador Napoleón. Y a partir de ese momento, todo fue una espiral vertiginosa que concluyó con su nombramiento como general de división antes de los 30 años, la edad fatídica. Y, en medio, las campañas de Prusia, Polonia, Alemania, Austria... Éxitos, escándalos…
Otro con sus borrones habría sido degradado, pero él se lo hacía perdonar. Georges Six recuerda en Les généraux de la Révolution et de l’Empire (Bernard Giovanangeli Éditeur) que, de paso por Lúneville, ciudad de la región de Lorena donde tiene una estatua ecuestre, él y sus húsares destrozaron la prefectura. ¿El motivo? Que no les habían invitado al baile que aquella noche se celebraba en el edificio.
En Salamanca, y no en el Toledo de Poe, fundó la Société des Altérés. Primera y única regla: bebérselo todo. Muchos historiadores prefieren el nombre de Société des Assoiffés (de los sedientos). Cuando los prefectos se quejaban de los actos vandálicos que acompañaban las monumentales curdas del grupo, Napoleón les respondía: “Firmo un papel y tengo otro prefecto, pero un Lasalle tarda más de veinte años en formarse”.
Así cargaba la caballería
Olvidaos del cine
Contrariamente a los mitos del cine, los regimientos de caballería no se movían siempre al galope, explica Digby Smith en ¡A la carga! (Inédita). Tamaña locura hubiera agotado enseguida incluso a caballos sanos y bien alimentados. Las cargas empezaban al paso, luego al trote y no se pasaba al galope hasta llegar a 70 metros del enemigo. La sensación de quienes aguardaban el choque no era muy diferente a la de los soldados de las dos guerras mundiales ante los carros de combate.
Le p’tit Lolo sentía devoción por el emperador. En una ocasión, estuvo a punto de suicidarse a raíz de una reprimenda imperial por no entender bien las órdenes y dejar escapar a las acorraladas tropas del enemigo. Capaz de lo mejor y de lo peor, en la campaña de Prusia tomó con apenas 500 húsares de su Brigada Infernal la plaza fuerte de Stettin, defendida por más de 6.000 prusianos (10.000, según algunas fuentes).
Napoleón también pagaba sus deudas de juego. Gran aficionado a las cartas, Stettin (hoy, Szczecin, en Polonia) fue su mejor farol. Ordenó talar troncos y pintarlos de negro para que parecieran cañones (los confederados utilizaron esta misma estratagema durante la guerra de Secesión). Los asediados, creyendo que se enfrentaban a la artillería y al grueso de las tropas francesas, se rindieron para sorpresa de los propios sitiadores.
En 1806 ya mandaba sobre la caballería ligera. No solo sobre sus amados húsares. También sobre cazadores y dragones, entre otras tropas. “Su destino era engrosar la lista de mariscales, la nueva aristocracia militar”, dice Frédéric Masson en Cavaliers de Napoléon (Albin Michel). Pero la bala de un granadero austríaco lo descabalgó en la batalla de Wagram, el 6 de julio de 1809. Tenía 34 años, cuatro más de los que él hubiera deseado.
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