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SOTOBOSQUE CABECERA

En nuestro mundo, hay dos tipos de historias.

 

El «bosque» —las de los héroes y los dioses, las grandes hazañas y la belleza infinita— habla de las personas que cambian el mundo de una forma que puedes leer en los libros de historia. Y también está el «sotobosque», que es donde yo —y la mayoría de vosotros— nos movemos y respiramos.

 

Así que, bienvenidos al sotobosque.​

 

¿Qué es este «sotobosque»?

 

Una newsletter mensual con textos, ideas y reflexiones de David Aisuru. Los temas son variados y la extensión es ideal para leerla mientras tomas un café.​

 

Además, si te apuntas, recibirás un relato inédito.​ Si todavía necesitas una excusa para suscribirte: es gratis. Y tan sencillo como apuntar el correo en el que quieres recibir el sotobosque cada mes aquí abajo.​

 

¡Os espero!

Si todavía tenéis dudas, os dejo aquí uno de los sotobosques de la primera temporada.

 

Así os hacéis una idea de qué tipo de textos e ideas os esperan si os suscribís.

Sotobosque de ejemplo

Decía Marc Augé, el antropólogo francés, que «el recuerdo se constituye a distancia como una obra de arte» y creo que parte de eso es la que hace que, cuando llega el verano, la mayoría de nosotros recuerde los veranos de antaño.

 

Los de mi generación, o un poco posteriores, recordaréis los tiempos «prehistóricos» donde nadie usaba internet, no había teléfonos móviles, y la televisión analógica —sí, existía— era la única ventana a un mundo distinto. Por tanto, no era extraño que nos pasáramos el día relacionándonos.

 

En el pueblo. En la playa. Habitualmente en un lugar de origen. En una cuna de nuestra familia.

 

¿De origen de qué? No lo sé, básicamente porque varía en cada caso. Pero lo que es invariable es la nostalgia con la que recordamos aquellos días eternos, sin preocupaciones serias, con la libertad impuesta por una sociedad distinta, pero también por la autonomía de una madurez precoz y una responsabilidad a medias.

 

Las playas suelen ser protagonistas en muchas de esas escenas del pasado. Quizás por nuestra conexión con esos lugares imperecederos, sin edad, que habitan nuestro mundo desde mucho antes que pusiéramos un pie en ellos. Quizás porque nos parece que, en su infinita mutación, las playas no han cambiado desde que nuestros abuelos, padres o nosotros las visitábamos, hace décadas. Inmutables en su cambio perpetuo.

 

Dijo Agnès Varda, la gran representante femenina de la nouvelle vague, que «si abres a la gente en dos, encuentras un paisaje. Si me abro a mí, encuentro una playa» y yo me atrevo a decir que ese paisaje tiene mucho que ver con esos veranos, con ese «pueblo» que todos somos capaces de recordar. 

 

El mismo pueblo que siempre era mejor. Básicamente porque el verano se cuenta en momentos compartidos y, a eso, antes de las pantallas, no nos ganaba nadie. Porque mi nostalgia es VHS, walkman, calor y sudor. Sal y arena, silencios y libros.

 

En ocasiones, como en esta, pienso en lo difícil que lo tienen nuestros adolescentes para disfrutar como nosotros, para generar recuerdos que pueda sacar a pasear más adelante, para crear una nostalgia que los lleve al futuro. Y me entristezco cuando pienso que su verano es su móvil y que sus recuerdos son de una red social. Voces —y risas— enlatadas y falseadas que no creo produzcan nostalgia a nadie.

 

Volver a los lugares donde fuimos felices es un ejercicio de nostalgia necesario.

 

En La gran belleza de Sorrentino, cuando Romano sube al escenario del teatro y cierra su monólogo con: «¿Qué tenéis en contra de la nostalgia, eh? Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro. La única», solo puedo estar de acuerdo a medias, porque la nostalgia tiene mucho que ver con el futuro, con nuestras aspiraciones. La nostalgia nos ayuda a crear un futuro.

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