Textos
Algunos de los textos que publico en forma de post en mis redes sociales. Creo que son muy representativos de mis temas y mis propósitos.
Si os interesan, seguidme y podréis leer estos (y muchos más) siempre que queráis.
Los lectores siempre imaginamos la biblioteca ideal —o, al menos, yo lo hago—. La mía es un poco extraña, porque contiene todos los libros nunca escritos y todas las ideas descartadas.
Las historias que te imaginabas en la ducha, que escribías en un pequeño diario que nadie leyó. Las vidas que pensabas para la gente con la que te cruzabas en el metro, cada uno de los capítulos de una vida imaginada.
Algunas de esas historias ni siquiera están escritas en palabras, sino en nociones, en sueños y esperanzas. Hay muchas que están escritas en intenciones, en deseo…
Esa es mi biblioteca ideal. Así que, soñad, que aún me faltan volúmenes.
—¿Te vuelve a doler la cabeza? —me pregunta mi hija, con algo en sus manos que no logro identificar.
—Solo un poco.
—Me hace sentir mejor cuando estoy enferma —me dice, alargándome un brick de caldo de pollo.
Lo cojo y digo lo único que puedo, mientras regalo una sonrisa:
—Lo guardaremos para un día de lluvia. Ahora, vamos a jugar.
No puedo dormir. No quiero dormir.
Necesito sueños plácidos, pero todo lo que logro son rostros de fantasmas del pasado, mareados y agresivos. Están borrosos, pero la angustia que proviene de ellos es afilada.
A mi alrededor, los árboles brotan y crecen y cobijan seres bajo su corteza. En mi interior, mi pequeña llama se está apagando por la falta de oxígeno.
Quizás no necesito sueños. Sino un árbol en mi interior. Que brote, crezca y me cobije.
Quizás ese sea mi sueño.
Quizás.
La única forma de escribir la verdad es asumir que nadie va a leer lo que estás poniendo sobre el papel.
Nadie, ni siquiera tú en un futuro.
De otra forma, empiezas a ponerte excusas.
Tienes que ver ese texto como una larga hilera de tinta que surge de tu mano derecha mientras tu mano izquierda emborrona lo escrito.
Es la única forma.
El trauma llega rápido y fuerte, doloroso. La curación es silenciosa y lenta.
Pero llega. Llega.
A veces nos sentimos incapaces, invisibles incluso, pero llega. La misma capacidad que exhibe nuestro cerebro para engañarnos, participa de nuestra curación.
No lo parece, nos sentimos alejados de la mejora, incluso alienados de nuestro cuerpo.
Pero llega. LLEGA.
Solo hay que perseverar. Levantarse cada día. Luchar cada segundo y eliminar las dudas. O aparcarlas o tragárnoslas sin masticar o hacer con ellas lo que nos venga mejor, lo que sea más sencillo.
Porque la mejora llega. La curación, llega.
Con ayuda profesional o no. Con medicación o sin. Con amigos o en soledad. LLEGA.
Aunque pensemos que el mundo entero está en nuestra contra —incluso si eso fuera verdad—, solo son trampas de nuestro trauma, indicaciones que nos llevan a desvíos boscosos, con poca luz. No caigáis en sus trucos. Humo y espejos, eso es lo que son.
Confiad solo en una cosa. LLEGA.
Y si no llega hoy, quizás sea mañana. O pasado mañana. Solo hay que aguantar un poco más. Solo un poco que parece mucho.
Porque recordad: la curación es silenciosa y lenta. Pero LLEGA.
—Si te dijera que en un año o dos el mundo se acabaría, ¿qué harías? —dije cuando vi a mi padre pelando guisantes.
—Es probable que comprara los guisantes pelados… Aunque, entonces, estaría haciendo justo lo que he criticado toda mi vida… Cómo la sociedad tiende a simplificar nuestras vidas para luego culparnos cuando todo se tuerce…
—Ya…
—Así que supongo que continuaría viviendo de la misma forma, porque soy quién soy. Y quizás todos lo somos. Incluso si el mundo terminara mañana, no estoy seguro de que hiciera algo diferente, porque estar aquí, contigo y con tu madre, eso es todo lo que he querido y necesitado en mi vida…
—Si quieres te ayudo… Yo lo hago más rápido…
—Pero, entonces, te perderías toda la sabiduría de los momentos de pausa, cuando pelamos guisantes…
Cogí la siguiente vaina y la pelé siguiendo el método de mi padre, casi a base de caricias. Al fin y al cabo, no era mala forma de pasar una tarde.
Odio la expresión «has vencido al cáncer». Sobre todo, la palabra «vencer», porque implica que las personas que lo sobreviven no han luchado lo suficiente.
Nadie dice «has vencido al accidente de tráfico» ni has «vencido a tu caída por las escaleras». Entiendo que en toda curación existe un componente de cómo miramos a las cosas, pero no es un factor determinante ni decisivo en nuestros cuerpos como para que todo lo achaquemos a eso.
Puestos a hablar de la curación, no hablemos en esos términos. Vencer al cáncer, para mí, es encontrar una cura o un tratamiento para todos.
Eso sí sería «vencer» la batalla.
A veces me siento como una vela con la mecha desplazada.
Como si durante mi vida, no terminara de quemar todas las posibilidades, como si me quedara a medias y nunca llegara al límite.
Es una sensación extraña, porque proviene de una insatisfacción general que me ha acompañado toda mi vida, pero también de la creencia que hay que dejarse, simplemente, llevar.
Pero esa cera restante me quita el sueño.
No me arrepiento, pero me pregunto.
Me pregunto qué contienen esas escenas no vividas de mis años pasados, cuántos caminos distintos podría haber tomado mi destino, cuánto amor, odio, certeza o conocimientos contenía lo que no he exprimido.
Me pregunto si existiría la posibilidad de haber agotado los recursos y, al mismo tiempo, estar donde estoy. Probablemente no, pero mi mente analítica lo quiere saber todo, aún siendo consciente de que ese «todo» no existe.
Nadie puede tenerlo «todo». Al fin y al cabo, una vida solo es una vida. Y si es cierto que está formada de todas nuestras decisiones, solo hay un camino posible.
O quizás la cera sobrante es la que se usa para crear una vida nueva, una herencia, porque, al fin y al cabo, como dijo Lavoisier, la materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma.
Recuerdo colores y aromas.
Recuerdo el azul de aquella pelota Nivea que cacé después de que un avión la lanzara en la playa. El olor a infancia y felicidad que desprendían los canelones de la Fonda Pi y, por encima de todo, recuerdo el olor a periódico y página impresa del quiosco en el que compré mis primeros cómics.
Obviamente, también recuerdo los ojos de mi primer amante, el inconfundible aroma de salir por la noche cuando aún estaba permitido fumar y el color del fuego al suelo que nuestro vecino del ático encendía para tostar un pan como ninguno, con sabor a hogar.
La vainilla y la canela siempre me transportan a las velas de la abuela, así como el olor a agua hirviendo me lleva de la mano a su frío piso, donde pasaba noches de niño. Es la misma agua que llenaba una bolsa a los pies de la cama y te recibía con un abrazo cuando te acostabas.
Las palabras, en cambio, se las lleva el viento.
O eso me hago creer. ¿Me engaño?
No lo sé, pero soy más feliz así. Colores y aromas me traen la felicidad. Azules, malvas, betún, gasolina y tintorería.
Quizás por eso me paso la vida mirando al mar en busca de mi azul Nivea, entro en una de estas modernas tintorerías que pueblan mi ciudad con la esperanza de recuperar aquel olor que me transporte a mi infancia o me he comprado un hervidor de agua para recuperar la sensación de bienestar de aquella bolsa de agua a los pies de la cama.
Hay muchos más aromas, pero uno destaca sobre los demás. El aroma de un libro, de la página impresa. ¿Podéis resistiros a él? Yo, desde luego, no.
Y, sin duda, eso forma parte de la magia.
El bar sin música, vacío, me recordó al fondo del mar, tan detenido y tranquilo como la muerte. Sin embargo, no me marché. Necesitaba una copa y había entrado a aquel local precisamente porque no parecía muy concurrido.
Fuera, el frío era intenso y la madrugada había llegado con heladas y una sensación de impotencia desconocida. El interior del local parecía el trópico y, durante unos segundos, el tiempo exacto que tardé en deshacerme de mi abrigo, mi cerebro se quedó en pausa, como cuando nos quedamos dormidos bajo el solecito que entra por la ventana.
Me senté en un taburete a la izquierda de la pegajosa barra y, al cabo de unos minutos, un hombre desganado me preguntó qué deseaba. Pensé en darle una respuesta honesta a su pregunta, en explicarle a alguien, aunque fuera a ese camarero desaliñado, mi verdad, toda mi realidad, mis mayores secretos, pero, en su lugar, solo dije:
—Una cerveza, por favor.
Se marchó y volvió con una cerveza fría, que traspiraba gotas por la diferencia de temperatura. Me acerqué a la botella y me quedé hipnotizado mirando sus burbujas, las gotas que la rodeaban y la tostada coloración de su interior, acentuada por el color topacio de su cristal.
Una música de jazz ligera me sacó de mi ensoñación y me devolvió al mundo real. Levanté la vista y la vi. Una chica joven, con pelo cortado a lo garçon, con unas facciones simpáticas. No era guapa, pero no podía dejar de mirarla. Quizás era por su sonrisa y por el cambio que respiraba el ambiente del local ante el cambio de camarero.
—Hola, ¿necesitas algo? —me preguntó—. Ahora te atenderé yo, acaba de empezar mi turno.
Lo dijo como si hubiera visto en mi cara cuánto necesitaba una explicación. Después de la sorpresa, respondí exactamente lo que había preguntado y me quité un peso de encima. Sin duda, contarle mi verdad a alguien era lo que necesitaba.
¿Y si la vida no fuera nada más ni nada menos?
Y si cada roce, cada mirada, cada caricia, tuviera su lugar… Y si ocuparan el mismo espacio físico que parecen ocupar los sentimientos negativos…
¿Y si nos tomáramos con la misma seriedad que nuestros pequeños desastres a las cosas buenas que nos pasan a diario? ¿No es mejor disfrutar de la sonrisa del desconocido que nos cruzamos en el metro que hundirnos por la mala mirada de otra persona sin importancia en nuestra vida?
Siempre pienso en ello.
Y no puedo evitar preguntarme si somos capaces. O mejor dicho, si nos han hecho incapaces de disfrutar de lo bueno.
O, al menos, hasta que, como dice el dicho, lo perdemos.
La culpa la tenemos nosotros, eso está claro.
¿Por qué no preguntamos con el mismo ímpetu a las personas felices qué les pasa cuando, en cambio, nos falta tiempo para preguntar «¿te pasa algo?» a nuestra compañera que baja con mala cara a comer?
¿Tan egoístas somos, tan alegres de las penas ajenas o tan envidiosos de sus alegrías?
Un día, un día cualquiera, sal a la calle y a la primera persona que te sonría, dile «Me alegro de que estés bien, de que seas feliz». Y alégrate tú también. Verás como tu día pasa un poco más ligero.
Al fin y al cabo, ¿y si solo tuviéramos una vida?
No, espera, que eso es exactamente lo que tenemos. Ni más ni menos que una vida.