De nuevo una historia sobre el azar sacada del libro Creía que mi padre era Dios de Paul Auster, donde recoge historias reales de la vida americana. En esta ocasión una historia conmovedora de una madre y sus hijos y de cómo un instante, un objeto, lo puede cambiar todo:
Estaba casada con un abogado y mi matrimonio iba mal. Presentó la solicitud de divorcio el día de mi cumpleaños, el 15 de noviembre de 1989, y me trajo los papeles como regalo. Una de sus novias, una mujer que antes había sido amiga mía, vino a decirme que tenía que dejar la casa en la que estábamos viviendo puesto que él no quería seguir pagando el alquiler. Mi marido anuló nuestra cuenta bancaria conjunta. Yo había dejado de trabajar fuera de casa cuando quedé embarazada del primero de mis dos hijos, hacía casi diez años. Encontré una vieja casona en un barrio marginal en Houston Heights, la alquilé y en junio de 1990 me mudé con mis hijos, mi horno de cerámica y todas mis pertenencias. En el plazo de un mes ya me había puesto a hacer cacharros de barro y a dar clases de cerámica en mi nueva casa. Estuve dando clases tres o cuatro noches por semana durante cuatro años, hacía cacharros para vender durante mi exposición y venta anual de Navidad, llevaba a los pequeños al colegio por las mañanas y, después de mis clases nocturnas, les ayudaba con las tareas y les leía historias antes de que se durmieran. Cocinaba tres veces al día y todo lo que consumíamos era casero, porque era más sano y barato, excepto alguna noche en la que, como algo excepcional, comprábamos una pizza. Cuando parecía que ya estaba a punto de superar la crisis financiera derivada de mi divorcio, mi marido, un abogado que trabajaba para el Estado en el Tribunal de Menores, presentó una solicitud para que se me declarase incompetente y quedarse con la custodia de los niños, alegando que yo era una madre de las que nunca salía de casa y que estaba pasando por una depresión porque era incapaz de superar mi crisis matrimonial. En varias ocasiones me calificó de «vegetal».
Mis padres me dijeron que era el momento de buscarme un abogado y, después de una vida de privaciones, me prestaron 15 000 dólares de su fondo de pensiones. Aquella suma no alcanzaba para pagar un abogado, pero sirvió para atraparlo: una abogada muy amable y entregada que no quiso dejar el caso cuando se acabó el dinero. Logró que me otorgasen la custodia de los niños «temporalmente» durante los seis años que el caso estuvo en los tribunales. Sólo eso ya costaba los 15 000 dólares. Durante seis años mis hijos y yo vivimos en una burbuja de cristal cubierta por una nube de tormenta. Recibía una citación judicial tras otra. Psicólogos nombrados por orden judicial, seguidos de asistentes sociales nombrados por orden judicial, analizaron nuestro pasado, presente y futuro, intentando llegar a un juicio salomónico sobre mi capacidad para educar a mis hijos. El 6 de junio de 1992 obtuvimos el divorcio. Durante veintidós años el 6 de junio había sido la fecha de nuestro aniversario de boda.
La batalla por la custodia de los niños se recrudeció. Unos años antes, durante la vista en que me habían otorgado su custodia temporal, se me había advertido que no podía abandonar la ciudad con los niños, alegando que estar cerca de su padre era más importante para ellos que su propia seguridad personal. En seis ocasiones entraron ladrones en mi casa y se llevaron todo lo que quisieron, hasta que un policía me aconsejó que me comprase un perro. Empezó a ser algo frecuente oír disparos durante la noche en el parque frente a casa y comencé a temer por nuestras vidas. Muchas noches me quedaba despierta, sentada junto a la cama de los niños, por miedo a que les pudiese pasar algo. Con la venta de mis cerámicas en la Navidad de 1993, conseguí el dinero que necesitaba para trasladarme a vivir a la pequeña ciudad donde yo había nacido y crecido, donde todavía vivían mis padres y donde podía criar a mis hijos sin problemas de inseguridad, a trescientos kilómetros de Houston y de su padre. Durante esas navidades no comenté nada a nadie sobre mis planes. El día de Navidad de 1993 llevé a mis dos hijos a casa de su padre al mediodía, igual que lo había hecho durante los últimos cuatro años, y al día siguiente empecé a buscar un alojamiento temporal. El 1 de enero fui a Houston a recoger a los niños a casa de su padre, feliz de que me los devolviese, y no bajamos del coche hasta llegar a casa de sus abuelos. El 2 de enero alquilé la primera de las dos furgonetas que necesitaba para hacer la mudanza y comencé a sacar mis cosas de Houston con la ayuda de mi mejor amiga y de su marido, en una carrera contrarreloj ante la posibilidad de que me llegase una orden que me obligara a quedarme en la ciudad. Cuando ya había descargado la segunda furgoneta en mi casa nueva, le comuniqué la noticia al padre de los niños. En el plazo de unos días ya había puesto una demanda en Houston para obligarme a regresar.
Hasta hoy no comprendo cómo no me arrestaron. Otra vez tuve que acudir al juzgado todas las semanas. Tuve que enviar fotos de nuestra casa nueva (la casa que había construido mi abuelo en 1930 y en cuyo patio yo jugaba cuando era niña) para que la evaluaran asistentes sociales en Houston. Se investigó el nuevo colegio de los niños, el mismo en el que yo me había graduado en 1965, para comprobar su idoneidad y calidad educativa. Los niños y yo tuvimos que enfrentarnos otra vez a los psicólogos. Los chicos estaban tristes porque se habían separado de sus viejos amigos y de su padre. Yo intentaba poner otra vez en marcha mi negocio de la cerámica y hacía suplencias en los colegios. Tenía que cuidar a mi hermana, que estaba enferma, y a sus hijos pequeños, además de ayudar a mis padres, que ya comenzaban a tener problemas para arreglárselas solos. Nadie, ni siquiera mi emprendedora y leal abogada, creía que pudiésemos ganar el caso. Me dijeron que empezase a buscar un lugar en Houston para cuando tuviese que regresar, seguros de que el tribunal fallaría en mi contra.
Unos años antes yo había empezado a rezar, o mejor dicho, a hablar con quien quisiera escucharme. Le recé a Dios, a la Diosa Madre, hablé con mis abuelos muertos. Les conté lo que nos pasaba. Les pedí que me ayudasen en lo que pudieran y que me proporcionasen la fuerza y el valor necesarios para afrontar lo que se me venía encima. Les pedí que toda esta experiencia me sirviera para ser una persona más sabia, amable, útil y eficaz. Les pedí que transmitieran a mis hijos la misma capacidad de extraer fuerza y sabiduría de las grandes aflicciones y peligros de la vida. Les pedí que nos concedieran alegría y placer en medio de las calamidades porque me parecía que, si no, nunca podríamos llegar hasta el final. Se fijó la fecha del juicio y se nombró a los miembros del jurado. Durante cuatro días del mes de noviembre de 1995, conduje todas las mañanas, antes del amanecer, hasta el centro de Houston para asistir al juicio, y volvía a casa cuando ya había oscurecido, para estar con mis padres y mis hijos. Las cosas parecían empeorar con el paso de los días. Al cuarto día mi madre se levantó temprano y viajó a Houston para testificar en mi favor. Ese día también prestaba declaración mi mejor amiga. Después, como testimonio final, subí yo al estrado. Me senté allí orgullosa, llena de una injustificada esperanza, segura de que en la sala se encontraban mis dioses y el espíritu de mis abuelos muertos, y conté mi historia al jurado de manera sencilla. Se me pidió que enseñara al jurado una fotografía de mis hijos y mía que nos habían sacado en la Navidad del año anterior. En ella tenía el aspecto de una mujer feliz y resplandeciente, sentada entre mis dos hijos, que parecían brillar mientras yo les pasaba el brazo por los hombros con un gesto protector, en el salón, al lado de un gran árbol de Navidad lleno de adornos y cerca del sofá situado junto a la ventana (a través de la cual se veía la nieve) y cubierto de cómodos cojines verdes y rojos. No había ni un rastro del dolor, de la pena y del miedo que nos habían perseguido durante los últimos seis años. Recuerdo que sentí como si viese aquella foto por primera vez y que me pareció que había algo mágico en ella. Se la entregué a los miembros del jurado y escuché exclamaciones de asombro y comprensión en casi todos ellos a medida que se la iban pasando. El jurado se retiró para deliberar y unos minutos después enviaron una nota al juez para preguntar si podían concederme una pensión superior a la que yo solicitaba puesto que la consideraban insuficiente. Al pasar junto a mí, muchos me dijeron que, hasta que yo no me subí al estrado y les mostré la fotografía, ellos habían creído a mi marido.
Nunca me devolvieron aquella foto. Era grande y tenía un marco de madera rojo y verde. Todavía la tienen como prueba en algún lugar del juzgado de familia. A mí no me importa, porque tengo copias y sigo creyendo que hay algo mágico en esa fotografía. Me he propuesto mirarla todos los días.
Por JEANINE MANKINS de Orange, Tejas.
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