De nuevo una historia sobre el azar sacada del libro Creía que mi padre era Dios de Paul Auster, donde recoge historias reales de la vida americana. En esta ocasión una historia conmovedora
de cómo la gente se vuelve más caritativa para Navidad…
Esta historia sucedió el miércoles anterior a Navidad, hace un par de años. Habíamos acabado de ensayar con el coro de la iglesia. Las columnas ya estaban decoradas con guirnaldas que llenaban el templo de olor a pino. Frente al sagrario se había colocado un gran árbol artificial de Navidad. Aquél era el lugar donde se depositaban los donativos para el programa Juguetes para los Chiquitines, y ya había una pequeña pila de regalos debajo del árbol.
Era casi medianoche y yo estaba charlando con un amigo en el aparcamiento. Los otros miembros del coro ya se habían marchado a casa. Habíamos apagado las luces de la iglesia y cerrado la puerta principal con llave, pero la puerta lateral que daba a la capilla quedaba siempre abierta.
Mientras mi amigo y yo estábamos hablando, un Jeep todoterreno rojo entró lentamente en el aparcamiento. Cuando el conductor nos vio, dio la vuelta y se marchó. Aquello me pareció extraño y me dejó preocupado. A veces se cometen actos de vandalismo en las iglesias. La puerta está siempre abierta en la casa de Dios y a veces algún borracho entra tambaleante para dormir allí la mona o quizá para beberse el vino y robar los objetos de oro del servicio religioso que encontrara en el altar. Pero la forma subrepticia de entrar y salir de aquel coche caro me dio que pensar.
Mi amigo y yo no comentamos nada al respecto. Después de acabar nuestra conversación, subimos a nuestros coches y nos marchamos. Pero yo no me fui a casa. Di una vuelta a la manzana y regresé a la iglesia. Cuando llegué, el Jeep estaba aparcado al lado de la puerta de la capilla y las luces de la iglesia estaban encendidas. Me quedé un rato dentro del coche, bastante nervioso. Después salí y me dirigí a la iglesia. Creyendo que me iban a meter una bala en la cabeza en cualquier momento, entré por la cripta de la iglesia, encendiendo todos los interruptores de luz y haciendo mucho ruido para que supiesen que me estaba acercando. No quería coger por sorpresa ni asustar a ningún intruso. Mientras subía la escalera empecé a cantar, sin darme cuenta, «El rey de la carretera» bastante alto (no me pregunten por qué).
Giré por el recodo de la escalera y salí a la sacristía y allí, junto al altar, vi a un hombre y a una mujer a los que conocía de vista de nuestra parroquia. Desde mi lugar en el coro yo veo a todos los que asisten a misa. Aquella mujer siempre se sentaba en el pasillo central, en la fila siete y del lado derecho. Tenía una voz de soprano pura y potente. Una vez había hablado con ella y le había preguntado si quería formar parte del coro, pero era demasiado tímida. Solía ir sola a la iglesia, pero yo había visto a aquel hombre en alguna ocasión y sabía que era su marido.
Los dos llevaban grandes bolsas de plástico blanco en cada mano repletas de juguetes nuevos. Debía de haber, por lo menos, unos quinientos dólares en juguetes dentro de aquellas bolsas. Los estaban colocando debajo del árbol de Navidad para el programa de Juguetes para los Chiquitines.
La mujer me dirigió una media sonrisa nerviosa y se llevó un dedo a los labios. «Por favor —dijo— ni una palabra de esto a nadie».
Asentí tontamente con la cabeza y me marché.
Aquella mujer y su marido tenían cuarenta y muchos años. No sabía casi nada de ellos. Pero sabía que no tenían hijos. Nunca habían tenido hijos. No podían. Esterilidad.
Y ahora no viene ninguna gracia ni moraleja. Es sólo algo que ocurrió. Pero cuando me subí al coche y me dirigí a casa comencé a llorar a lágrima viva y no pude parar hasta pasado mucho rato.
Por JACK FEAR, en algún lugar de Massachusetts
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