Después de mucho tiempo, recupero hoy otro de los relatos sobre el azar incluídos en TRUE TALES OF AMERICAN LIFE, editado por Paul Auster y traducido por Cecilia Ceriani.
Actualmente soy profesora universitaria, pero en una de mis vidas anteriores trabajé como actriz, sobre todo haciendo apariciones especiales en programas televisivos. En la década de 1970 participé en un episodio del programa infantil El país de las personas perdidas, que se emitía los sábados por la mañana. Hacía el papel de la niña protagonista del programa, pero en versión adulta, y viajaba desde el futuro para advertirle que estaba en peligro. Las dos teníamos una larga melena rubia y yo llevaba un amplio vestido verde hasta los pies.
Cinco años más tarde viajé a Birmania. A los turistas sólo se nos permitía entrar en el país con un visado de siete días. Cogí el vuelo que salía todos los martes desde Bangkok y vi a pocos occidentales mientras me dirigía de Rangún a Mandalay y a los estados Shan. Salvo Rangún, con sus amplios bulevares, reliquias del colonialismo inglés, Birmania parecía ajena a toda influencia occidental y a las servidumbres que conlleva el mundo moderno. Quedé extasiada por la belleza de Birmania y por la gentileza de sus gentes.
Una tarde fui a visitar la pagoda de Shwedagon, con sus monjes enfundados en túnicas color carmesí, sus estatuas doradas de Buda y el constante flujo de turistas, familias y peregrinos. El aroma a incienso lo inundaba todo. Estaba contemplando una imagen de Buda cuando un caballero de edad avanzada se me acercó y comenzó a hablarme de ella. Hablaba un inglés perfecto. Obviamente era un hombre muy culto, y me quedé fascinada con su relato. Me dijo que le llamase doctor P., puesto que su apellido era demasiado largo. Las horas se me pasaron volando mientras escuchaba al doctor P. contar la historia, la política, las enseñanzas del budismo, y la espiritualidad y fatalismo del pueblo birmano.
De repente se detuvo, dijo «Es hora de almorzar» y me invitó a que le acompañase a su casa y conociese a su familia. Por supuesto, acepté.
La esposa del doctor P. nos recibió con enorme gentileza y entramos en la casa donde estaban sus hijos y nietos. Una de sus nietas, que tenía ocho o nueve años, no me quitaba los ojos de encima. Al cabo de un rato le dijo algo a su abuelo en birmano.
—Mi nieta dice que tiene una foto suya —me dijo el doctor P.
—¿De verdad? —Dije sonriéndole indulgentemente.
—Sí —contestó él—, y le gustaría enseñársela.
La niña desapareció de la sala y regresó un minuto más tarde con un visor de plástico llamado ViewMaster, en el que pueden verse imágenes tridimensionales de diapositivas montadas sobre discos de cartón. Yo había visto uno de aquellos aparatos años atrás en una tienda de regalos del bosque de Secuoyas Gigantes. La niña me entregó el visor. Cuando acerqué los ojos a la lente me quedé atónita: era una foto mía, vestida con el amplio vestido verde, en una de las escenas de El país de las personas perdidas.
El hijo del doctor P. había estado embarcado como marinero en un navío mercante. Cuando el barco atracó en Nueva York, le había comprado aquel juguete a su hija y dio la casualidad de que incluía fotos de mi episodio de El país de las personas perdidas. Luego dio la casualidad de que yo viajé a Birmania y dio la casualidad de que conocí al doctor P., que dio la casualidad que me invitó a su casa, donde dio la casualidad de que una de sus nietas me reconoció. Estaba estupefacta.
Pero lo más increíble de todo fue la reacción de aquella familia. A ellos no les sorprendió lo más mínimo. Dado que tenían mi foto, les pareció totalmente natural que el destino me hubiese llevado hasta su puerta.
Por ERICA HAGEN de West Hollywood, California
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