De nuevo una historia sobre el azar sacada del libro Creía que mi padre era Dios de Paul Auster, donde recoge historias reales de la vida americana. En esta ocasión una simpática y divertida:
A principios de mi carrera como especialista en limpiar lugares donde se ha cometido un crimen, me enviaron a casa de una mujer que residía en Crown Point, Indiana, a unas dos horas de donde yo vivía.
Cuando llegué, la señora Everson me abrió la puerta y enseguida percibí el olor a sangre y a carne que emanaba de la casa. Era un anticipo del desastre que había allí dentro. Un pastor alemán bastante grande seguía a la señora Everson allí donde fuese.
La señora Everson me contó que había llegado a casa y la había encontrado envuelta en un silencio total, a pesar de que su suegro, anciano y bastante enfermo, vivía allí. El pastor alemán me olisqueaba con la curiosidad característica de un carnívoro de gran tamaño.
Vio que la luz del sótano estaba encendida y supuso que el anciano estaría allí. Se lo encontró desplomado en una silla. Se había metido una escopeta del calibre doce en la boca y había apretado el gatillo, volándose la cabeza y desparramando sesos, huesos y sangre por todo el coqueto sótano.
Bajé a echar un vistazo y me di cuenta de que tendría que ponerme un traje Tyvek. Más por no mancharme la ropa de sangre que para protegerme contra cualquier cosa que pudiera haber en ella.
Vaya desastre, pensé para mis adentros. A pesar de todas mis precauciones, pronto me encontré cubierto de sangre desde la cabeza a los pies. No importa los años que llevo haciendo este trabajo: me sigue pareciendo asqueroso y desagradable. Supongo que eso es una buena señal.
Hice varios viajes desde el sótano hasta mi camión, cargando todo tipo de cosas manchadas: paneles del techo, prendas de ropa, trozos de la silla donde había estado sentado el anciano. Noté que aquel perro curioso empezaba a seguirme con creciente interés.
Por experiencia, sabía que era mejor callarse que decir algo fuera de lugar cuando alguien estaba atravesando un momento de dolor. Pero aquella señora estaba sentada junto a la mesa de la cocina con la cabeza hundida y llorando sin parar. Me pareció que debía decirle algo para aliviar la tensión. Su perro no dejaba de seguirme por toda la casa mientras hacía mi trabajo, así que pensé que sería una buena excusa para romper el hielo. Le dije: «¿Sabe una cosa, señora Everson? Éste debe de ser el perro más simpático que he visto en mi vida».
De repente, como si le hubiesen echado un vaso de agua fría en la cabeza, la señora Everson se enderezó en su silla, se quedó mirándome como si yo fuese tonto y dijo: «¡Joder, claro…! ¡Si hueles igual que una chuleta de cerdo!».
Por ERIC WYNN de Warsaw, Indiana.
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