Uno de los bustos más famosos del British Museum es este del rey egipcio, que tuvo que superar una carrera de obstáculos desde Egipto hasta Gran Bretaña
El British Museum expone con orgullo un colosal busto del faraón Ramsés II (2,67 m de altura, 7,25 toneladas de peso), con el que Egipto vivió una edad de oro. La pieza, apodada “el joven Memnón”, es una de las obras maestras de la institución. Sin embargo, la historia de cómo llegó a Londres es menos conocida.
El faraón Ramsés II (siglo XIII a. C.), que supo expresar su poder absoluto mediante el arte monumental y propagandístico, erigió construcciones a lo largo de todo el valle del Nilo. Entre sus monumentos destaca su templo funerario, en la orilla occidental de Tebas, conocido hoy como Rameseo. Data de sus primeros años de gobierno, y estaba destinado a honrar su memoria como rey victorioso y divino.
La primacía de su clero hizo que el Rameseo se convirtiera en un núcleo tanto religioso como económico. En su recinto amurallado había patios, edificios administrativos (como centros de contabilidad para los escribas), almacenes para el grano de toda la región... El templo era tan poderoso que incluso se mantuvo activo tras la muerte del monarca.
A causa del descuido del lugar, y con el abandono de la escritura jeroglífica, la identidad de las enormes estatuas se perdió. El historiador heleno Diodoro de Sicilia, en el siglo I a. C., pensó que el templo era la tumba de Ozymandias (trascripción deformada en griego de Usermaatra, uno de los nombres de Ramsés II). Más tarde, Estrabón bautizó el lugar como Memnomium, asociándolo por error con el cercano templo de Amenhotep III (a quien los griegos también llamaban Memnón).
Con el tiempo, los colosos sufrieron serios daños. Se cree que cuando el viajero danés Frederik L. Norden (1708-42) los dibujó, el que describimos todavía estaba de una pieza. Sin embargo, Napoleón encontró a ambos ya fragmentados en su campaña de 1798, con las cabezas en el suelo. Aun así, Bonaparte y los eruditos que le acompañaban quedaron prendados de la majestuosidad del lugar.
Los franceses perpetuaron los errores de los historiadores helenos al darle el nombre de Memnonium. Después, muy a su pesar, tuvieron que abandonar la idea de llevarse alguna de aquellas dos magníficas cabezas consigo. No podían transportarlas, aunque era cuestión de tiempo que alguien fuese capaz de hacerlo.
La que se conocería como el joven Memnón era la cabeza de la estatua situada en el lado sur. El Museo Británico la escogió porque la del norte presentaba un mayor deterioro. Destacaba por su color gris claro, que se enrojecía progresivamente hacia la cabeza, lo que se asocia al poder del dios solar egipcio, Ra, con el que se identificaba al faraón. Ambos colosos estaban esculpidos en granito extraído de las canteras de Asuán, al sur de Egipto.
“El titán de Padua”
La expedición de Napoleón sacó a la luz la civilización faraónica, pero también abrió la veda al tráfico de antigüedades. Los museos más importantes de Europa se nutrían de las piezas halladas en excavaciones o compradas a los locales. En este negocio, lucrativo para todos, los cónsules desempeñaron un papel esencial, actuando como agentes de instituciones y coleccionistas. Del lado francés trabajaría Bernardino Drovetti, y del inglés, Henry Salt, lo que alimentó la legendaria rivalidad entre el Louvre y el British Museum.
Eran tiempos de moral dudosa, desde el punto de vista arqueológico. La disciplina se confundía con el negocio, el pillaje y la aventura. Egipto acogió a muchos personajes curiosos que buscaban fortuna y gloria. Entre ellos estaba Giovanni Battista Belzoni (1778-1823), un amante de los desafíos sin demasiados escrúpulos. Su ingenio y su astucia le hicieron célebre, y por sus trabajos se le considera, al margen de sus originales intenciones, uno de los pioneros de la egiptología.
Belzoni nació en Padua en el seno de una familia romana, aunque muy pronto abandonó Italia. En 1803 se trasladó a Londres, donde se ganaría la vida trabajando en el circo. Ideó un número (“la pirámide humana”) en el que, mediante la utilización de un artilugio metálico, sostenía suspendidos en el aire a varios hombres. Aquello, junto con su altura y su extraordinaria fuerza, le valió el sobrenombre “El titán de Padua”.
En el decenio siguiente pasó por Portugal y España, hasta trasladarse a Malta en 1814. Allí conoció a un agente del pachá de Egipto, Mohamet Ali, y se ofreció a trabajar para su gobierno. Gracias a sus conocimientos de ingeniería hidráulica, se convirtió en otro de los europeos reclutados por el dirigente egipcio, empeñado en modernizar el país. Belzoni tenía que crear una máquina para mejorar la irrigación de los campos.
En dos años el artilugio estuvo listo, pero la oposición del gobierno de Mohamet Ali lo boicoteó. No entraba en sus intereses que esta nueva iniciativa del monarca tuviera éxito. Belzoni tuvo que buscar otro oficio. Fue entonces cuando conoció a Henry Salt, recién estrenado en su mandato como cónsul general en Egipto, y cuando hizo su incursión en la arqueología, de la que no tenía formación alguna.
El busto de Ramsés II era una pieza demasiado tentadora. Solo hacía falta que algún museo costeara su transporte, y Salt, que vio en Belzoni al aliado perfecto, recibió la financiación del British Museum. El italiano se presentó voluntario para desempeñar la tarea, pero, dados los escasos medios de la región, iba a necesitar algo más que dinero para llevar a cabo su misión. Además, había que darse prisa: si no se comenzaba de inmediato, la crecida de las aguas del Nilo, que tiene lugar en verano, haría que la campaña se retrasara un año.
El traslado arrancó en julio de 1816. Belzoni levantó la mole de piedra utilizando elevadores y cuerdas hechas con hojas de palmera. Una vez alzada, la colocó sobre una estructura de madera que se deslizaría sobre troncos. Un grupo de hombres remolcaba la estructura utilizando cabos, mientras otros recolocaban los troncos a medida que el conjunto avanzaba, muy lentamente. La pieza era tan grande que, para sacarla del recinto del templo, Belzoni tuvo que destruir parte de las basas de dos columnas.
Los obstáculos diplomáticos no eran menos difíciles de salvar. Belzoni contaba con los firman necesarios (las autorizaciones del pachá), pero las autoridades locales, lejos del poder central de El Cairo, no siempre obedecían órdenes. La corrupción existente permitió que el cónsul francés Drovetti, archienemigo de Salt, pusiera toda clase de trabas a la misión de Belzoni. Cada vez que este necesitaba hombres, permisos o materiales, se enfrentaba a un mar de problemas.
Drovetti se aseguró de que Belzoni no encontrara un barco para el traslado fluvial
Aun así, el joven Memnón llegó a la orilla del Nilo en agosto. Allí, de nuevo Drovetti se aseguró de que Belzoni no encontrara un barco disponible para el traslado fluvial, por lo que el titán de Padua pidió a Salt que le enviara uno desde El Cairo. Nunca llegó, probablemente por haber sido requisado, de nuevo, por algún funcionario sobornado a las órdenes de Drovetti.
Belzoni no se quedó de brazos cruzados. Mientras esperaba su navío, aprovechó para viajar a otros templos y recopilar nuevas piezas. Finalmente, viendo que no llegaba ningún barco, logró alquilar uno y embarcar el coloso el 17 de noviembre. Lo hizo utilizando una especie de puente que le permitió colocar la pieza directamente en el centro de la embarcación, evitando que esta se desestabilizara con el peso. De allí zarpó rumbo al puerto de Rosetta. Salt y los agentes del consulado inglés se ocuparían de continuar con el traslado hasta Alejandría y, de allí, a Inglaterra.
El busto llegó a Londres en 1818. La exposición del coloso fue un acontecimiento. Los expertos se rindieron ante el arte egipcio (que hasta entonces habían subordinado al griego), y para el gran público, ya enamorado de la egiptomanía por los relatos de varios autores y artistas, el joven Memnón se convirtió en el rostro de Egipto, encarnando perfectamente la historia de toda una civilización.
La verdadera identidad de la estatua fue revelada cuatro años después, cuando el filólogo francés Jean-François Champollion consiguió descifrar la escritura jeroglífica. Se supo entonces que no se trataba de la representación de Memnón (Amenhotep III), sino de Ramsés II el Grande, el faraón que, con su conquista de Londres, había encontrado otro camino para recobrar su popularidad.
Este artículo se publicó en el número 517 de la revista Historia y Vida.
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