Los empleados del turno de noche del Reina Sofía viven atemorizados, en la casa Cervantes Vélez ya conviven con el hombre sin rostro y nadie quiere enfrentarse a los viajeros fantasma del andén de Rocafort en Barcelona
Pocas cosas producen sentimientos tan encontrados como las historias de terror. Esa inyección tan gratificante de adrenalina que nos produce pasarlo mal tiene una explicación científica, a diferencia de muchos de los fenómenos que rodean a tantos edificios en los que se han producido crímenes, muertes sin resolver o que han sido guarida de lo peor de la condición humana.
Son centenares las leyendas que circulan en torno a lugares malditos en España.
El hombre sin rostro de la casa Cervantes Vélez (Málaga)
Quizá durante las visitas teatralizadas a la casona, en la que el autor de El Quijote estuvo alojado en los tiempos en que era recaudador de Hacienda, el turista no pueda ver más que un típico patio andaluz de una casa noble en lo que los romanos dieron en llamar Bellix Malaca (valle de Málaga). Es por la noche cuando, según cuentan los trabajadores, los sonidos y las visiones inexplicables rondan entre las arcadas.
Todo comenzó, dicen los relatos populares, tras unas obras de mejora y refuerzo de los cimientos del pozo en 1985. La leyenda se hizo fuerte cuando un grupo de empleados de los servicios de la limpieza decidieron emprender en 1994 una huelga a modo de encierro en el palacete. Hacia las nueve de la tarde, una vez que colocaron sus cosas, uno de ellos oyó un ruido extraño en el patio y los pasos de alguien que llevaba la ropa mojada. “Imaginaciones mías”, pensó. Al poco, el sonido se hizo más intenso y al asomarse vio la figura de un hombre sin rostro junto a una de las columnas del patio.
Enseguida se encontró la historia trágica que daría significado al suceso: hace más de 200 años, un hombre que vivió en la casa cayó al pozo una noche que se asomó para sacar agua. Era tan estrecho que no pudo darse la vuelta y murió ahogado. Cuando lo encontraron, tenía el rostro deformado por las contusiones, azulado por el ahogamiento e hinchado por el agua. Tan terrorífico era su aspecto que decidieron taparlo con una bolsa de tela negra. El hombre sin rostro había quedado encerrado en la casa; tras ser liberado por las reformas en el pozo de los años ochenta, vaga por las estancias y el patio arrastrando sus ropas mojadas.
Raimunda, la niña que llora en el palacio de Linares (Madrid)
De la felicidad al horror, según la leyenda, pasaron solo unos pocos años en este palacio neobarroco de inspiración francesa, en plena plaza de Cibeles de Madrid. Construido por José Murga y Reolid, hijo de una rica familia vasca que había hecho fortuna en Cuba, y su mujer, Raimunda de Osorio y Ortega, de buena familia pero de padre desconocido, el palacete tenía toda clase de lujos: caballerizas, una casa de muñecas en el jardín y una imponente escalera de mármol de Carrara diseñada por Manuel Aníbal Álvarez.
Al poco de mudarse a su nueva vivienda, aunque las obras no habían terminado aún, la pareja descubrió el secreto familiar tantos años guardado: la identidad del padre de la joven que no era otro que el del propio Murga. Esta información no podía salir a la luz, pues con ella peligraba su altísimo estatus en la sociedad española, en la que no solo eran una de las parejas más adineradas, sino también marqueses de Linares y vizcondes de Llanteno. Así que solicitaron al papa Pío IX una bula para poder convivir en castidad. El problema es que el matrimonio ya había tenido una hija, de nombre también Raimunda.
La niña debía desaparecer. Las versiones sobre su muerte son dispares: unas fuentes cuentan que fue emparedada en algún lugar del palacio; otras, que la enterraron en el jardín después de ahogarla. Todo esto explicaría, según esta fantasiosa historia, por qué hoy hay quienes escuchan lamentos en el interior del palacio desde entonces hasta la actualidad.
El fantasma que deambula por el tejado de la casa de las Siete Chimeneas (Madrid)
La plaza del Rey, todo un clásico de la ruta del vermut en la capital, también esconde un terrorífico capítulo. En una de sus calles se encuentra la antigua residencia del marqués de Esquilache, un edificio de fachada señorial que proyectó siglos antes el arquitecto Antonio Sillero para el erudito Pedro de Ledesma. Se la conoce como la casa de las Siete Chimeneas por los conductos que sobresalen en el exterior de su fachada y que, popularmente, se asociaron con los siete pecados capitales.
La leyenda más escalofriante que alberga uno de los pocos ejemplos de arquitectura civil del siglo XVI que quedan en pie en Madrid se aviva cuando cae la noche. El origen de la historia nos remonta a la alcoba de Felipe II. Según los relatos de la época, el rey mantuvo un intenso idilio con una mujer llamada Elena Méndez durante su matrimonio con Ana de Austria, que quiso cortarlo de raíz desposando a la amante de su marido con el capitán Zapata. Además, para evitar tentaciones, el monarca debía establecer el domicilio conyugal de la nueva pareja lejos de palacio, en esta vivienda histórica del barrio de Chueca.
El conjuro de la distancia no funcionó y las relaciones extramatrimoniales continuaron hasta que Elena fue encontrada muerta en extrañas circunstancias. La teoría inicial de que había muerto de pena tras perder a su marido en la guerra se desmoronó cuando los sirvientes afirmaron haber visto marcas de cuchillo por todo su cuerpo. En el transcurso de la investigación para determinar la verdadera causa de su muerte, el cuerpo sin vida de Elena desapareció. A pesar de la exhaustiva búsqueda, fue imposible encontrarlo; y corrió el rumor de que fue su padre quien la enterró sin ataúd en el jardín, antes de ahorcarse él mismo en el patio de la casa. Desde entonces, varias personas afirman haber visto a la mujer vestida de blanco vagar por el tejado, con una antorcha en la mano que señala al Alcázar donde vivía Felipe II.
Esta historia cobró fuerza en el siglo XIX, durante las reformas del edificio como sede del Banco Castilla, cuando apareció el esqueleto de un mujer con siete monedas de oro en la mano. Dicen que son las mismas que el monarca mandó a Elena y Zapata en símbolo de arras, y con las que su padre la enterró en el jardín de la casa.
Ataúlfo y el espíritu cabreado de Picasso, los ‘inquilinos’ malditos del Museo Reina Sofía (Madrid)
Ascensores que suben y bajan sin estar en funcionamiento, gritos de dolor o puertas que se abren solas son algunos de los sucesos que reportan aterrorizados los trabajadores de los turnos de noche del Museo Reina Sofía, que ocupa desde 1986 el edificio del antiguo Hospital General de Madrid, primero como Centro de Arte Reina Sofía, y hace hoy 30 años como lo conocemos. La leyenda arranca en el siglo XVI, cuando estos terrenos al final de la calle Atocha servían como albergue –y lugar para morir– de las personas sin recursos.
También aquí, dos siglos más tarde, se abrió una concurrida fosa común, a la que se añadieron los miles de cadáveres que dejaron la peste y otras epidemias durante los primeros años del hospital. En el subsuelo del sanatorio se enterraron los cuerpos de los enfermos hasta que finalizaron las obras de este edificio neoclásico a cargo de Sabatini, el arquitecto de cabecera de Carlos III. Entre las paredes del hospicio, según cuenta la leyenda, quedaron atrapadas las almas perdidas de los fallecidos, que vagan para siempre por sus pasillos.
Con la remodelación del edificio como museo de arte contemporáneo aparecieron los primeros restos de esqueletos que alimentarían la leyenda. Ruidos extraños, voces en habitaciones desiertas, sombras misteriosas… La sucesión de fenómenos inexplicables, que ya era inacabable, se intensificó con el hallazgo en 1990 de las momias de tres monjas bajo la capilla del antiguo hospital. Las mismas que algunos vigilantes afirman haber visto deambular por el edificio.
El museo también cuenta con algunos inquilinos famosos del más allá, como Ataúlfo, el fantasma que desató una maldición sobre uno de los vigilantes que lo convocó a modo de broma con una uija; o el espíritu de Pablo Picasso, que cuentan que de cuando en cuando se manifiesta malhumorado desde que su Guernica dejó su ubicación original en el Casón del Buen Retiro para coronar la colección permanente del Reina Sofía.
Los rituales satánicos de la Barranca (Navacerrada)
El sanatorio del Santo Ángel de la Guarda, de 1941, conocido popularmente como de la Barranca por encontrarse en el valle del mismo nombre, junto a Navacerrada, en las faldas de la sierra de Guadarrama (Madrid), tiene todos los ingredientes para convertirse en un lugar del que solo se quiere huir. Siguiendo la tendencia de otros sanitarios antituberculosos, la Barranca se situó en un lugar apartado, cuyo aire fresco y cuya altura servían de remedio natural contra las enfermedades pulmonares tan extendidas en la época. Cuando se logró controlar la tuberculosis, el centro asumió la nueva función de hospital psiquiátrico.
Cerrado desde 1995 por falta de presupuesto, la Comunidad de Madrid anunció sus planes de transformar esta finca en un parador nacional, pero el proyecto nunca se materializó. Desde entonces se mantiene como una masa de hormigón en ruinas, en la que los fantasmas de los antiguos pacientes parecen ser los únicos habitantes.
Destellos a través de las ventanas, a pesar de que hace décadas que el edificio no tiene electricidad, y los gritos de los tuberculosos que murieron en el hospital despiertan por la noche a los vecinos más cercanos. Alimentan la leyenda las psicofonías que algunos aseguran haber logrado grabar. Pero quizá no son los muertos los que más pánico despiertan alrededor: entre los escombros se han encontrado restos de velas y dentro han aparecido paredes pintadas con sangre, lo que apunta a que el antiguo sanatorio de la Barranca podría haber servido de escenario para rituales satánicos y contactos con el más allá.
Los espíritus que esperan en el andén de Rocafort (Barcelona)
Una leyenda urbana se posa sobre esta estación cuando cae el sol. La parada de Rocafort de la L1 que recorre el subterráneo de la Gran Vía de Barcelona es, dicen, la más temida por los trabajadores del metro de la ciudad, que intentan evitar este escenario a toda costa, sobre todo en horario nocturno. El miedo relatan, se apoderó de los jefes de estación a raíz de una supuesta ola de suicidios que tuvo lugar en estas vías durante los años sesenta.
A partir de entonces afirman que varios operarios del metro habrían visto en los monitores de seguridad a personas deambulando sin rumbo fijo por los andenes, a pesar de que el último tren había pasado hace tiempo y la estación se encontraba cerrada al público.
Inaugurada en 1926 con el nombre de Rocafor y bajo una bóveda con huecograbado, tan popular en los metropolitanos de la época, esta estación formó parte del primer tramo del Metro Transversal, creado para enlazar las distancias líneas de ferrocarril de la capital catalana. Durante la Guerra Civil sirvió de refugio antiaéreo para cientos de personas cuando los bombarderos alemanes e italianos sobrevolaron la zona. Muchas otras murieron durante los bombardeos intentando acceder a ella y esto es lo que explica, para los defensores de la leyenda, las apariciones espectrales y los ruidos extraños. Rocafort es hoy la estación maldita del metro de Barcelona en la que nadie quieren estar cuando se queda vacía, porque nunca parece estarlo del todo.
Catalina y el pozo de sangre de Casa Lercaro (Tenerife)
El museo de Historia de Tenerife guarda una tragedia amorosa entre sus muros. Construido como vivienda en el siglo XVI, este corpulento edificio fue la residencia familiar de uno de los linajes más ricos de la isla, los Lercaro. Su fachada neoclásica de inspiración italiana denota el origen de estos comerciantes genoveses que se asentaron en la localidad de San Cristóbal de La Laguna.
Catalina, la hija de Antonio Lercaro, es la protagonista de su truculenta historia. El relato popular cuenta que su padre la obligó a casarse con un noble adinerado de la isla que inflaba con el matrimonio su fortuna. El día anterior a la boda, Catalina decidió quitarse la vida tirándose al pozo de la vivienda. Cuando encontraron el cuerpo, sus padres sumidos en el dolor intentaron negociar con el obispo para que fuera enterrada en campo santo, pero al tratarse de un suicidio, la iglesia se negó. Así, Antonio Lercaro decidió dar sepultura a su hija en uno de los patios interiores de la vivienda.
El espíritu de Catalina nunca llegó a desaparecer del todo. Tras su muerte, los sirvientes declararon ver y escuchar en repetidas ocasiones todo tipo de fenómenos extraños, como pisadas en las escaleras o la silueta de Catalina recostada sobre su antigua cama. Incluso afirmaron que un día el agua del pozo se tiñó de rojo. La situación se tornó tan insostenible que sus padres decidieron mudarse al norte de la isla. Atrás dejaron a Catalina, que según los testimonios de los empleados de seguridad y limpeza aún da portazos por las noches, curiosamente, en habitaciones que no tienen ventanas.
Las mujeres decapitadas de Cortijo Jurado (Málaga)
A las afueras de Málaga, en el barrio de Campanillas, se encuentra esta casona del siglo XIX, que mandó construir la familia Heredia, una de las grandes fortunas de Andalucía del momento, y cuya planificación ya juega al misterio. Con una planta de 2.500 metros cuadrados de estilo gótico inglés, contó con su propia capilla, varios establos y un mirador, además de numerosas habitaciones. Hace tiempo que la casona, totalmente abandonada, perdió su esplendor. Cuentan las voces populares que allí se cometieron todo tipo de crímenes, los más terríficos en el subsuelo de la vivienda, recorrido por una red de túneles que conectaban con otras haciendas y que, dicen, guardaban aparatos de tortura.
El capítulo más estremecedor nos remonta a principios del siglo XX, cuando se llevó a cabo el supuesto secuestro y decapitación de cinco mujeres cuyos cadáveres nunca se llegaron a encontrar. En este vídeo de 2006 conducido por Íker Jiménez se explica la posible relación de estas muertes con los cuerpos de mujer momificados y sin cabeza que se hallaron tiempo después en las inmediaciones del cortijo.
La finca, que se encuentra apuntalada y a medio reparar tras fracasar varios proyectos de recuperación, y que aún sigue en venta, se ha convertido en lugar de peregrinaje para curiosos en la materia. Hay quienes afirman haber presenciado visiones espectrales y escuchado gritos extraños. Algunos de los supuestos fenómenos paranormales los relacionan con los truculentos momentos que vivió la hacienda durante la Guerra civil, cuando la hacienda ejerció de hospital y sus sótanos, de calabozos.
Las llamas que han consumido el Liceu una y otra vez (Barcelona)
Dicen que la maldición del Gran Teatre del Liceu precede a sus propios cimientos. Este majestuoso edificio de La Rambla de Barcelona fue construido sobre las cenizas de un antiguo convento de los trinitarios descalzos en 1662. La casa de los religiosos fue invadida por las tropas de Napoléon a comienzos del siglo XIX, que lo usaron como almacén y centro político. Tras volver a manos de los monjes sufrió un nuevo revés durante la primera bullanga de 1835, las revueltas liberales que recorrieron por aquellos días la capital catalana. El convento fue una de sus víctimas, que ardió hasta su completa destrucción.
En su lugar, se edificó el que sería el teatro de mayor aforo de Europa, a cargo del arquitecto barcelonés Miquel Garriga i Roca, que completaría las obras en 1847. Pero el alborozo por el nuevo referente artístico en la ciudad duró poco. En 1861 un incendió destruyó gran parte de su estructura y solo quedaron en pie la entrada y el Salón de Espejos. El incidente no se llegó a esclarecer pero las leyendas populares ya se encargaron de hacerlo. Cuentan que en la noche del incendio se celebró un carnaval donde imperó la alegría y el desenfreno. Los monjes, enterrados allí durante la época napoleónica, se cansaron de tanta fiesta y decidieron tomar cartas en el asunto. Otras versiones señalan que la fiesta se fue de las manos y alguien prendió fuego al lugar como venganza. Esta teoría se basa una supuesta nota que se encontró entre las cenizas, y que contenía el siguiente mensaje: “Soy un búho y voy a solas, si lo volvéis a levantar, lo volveré a quemar”.
Lo cierto es que la amenaza se cumplió. Tras restaurarse en tiempo récord a las órdenes de Josep Oriol Mestres, el Liceu volvió a ser testigo de nuevos capítulos truculentos. El primero fue en 1893, cuando un anarquista lanzó dos bombas sobre el patio de butacas y se cobró la vida de 20 personas. El segundo tuvo lugar un siglo más tarde, ya más reciente en la memoria colectiva, cuando el teatro despertó una mañana en llamas. Ese 31 de enero de 1994 una chispa en los trabajos de soldadura que se realizaban sobre el escenario desencadenó el voraz incendio. Solo se salvaron el Salón de Espejos –de nuevo–, el Círculo del Liceo, el Conservatorio y la fachada. Las obras de reconstrucción, que duraron cinco años, fortalecieron las medidas de seguridad para evitar que la profecía del búho se volviera a repetir.
Publicado originalmente en ICON Design.
Comments