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DavidTriviño.

ESCRITOR

Foto del escritorDavid Triviño

Un hijo caníbal

Recupero hoy la noticia reciente (en este caso no es un caso histórico en el sentido de que sea lejano en el tiempo), de un chico de 26 años que mató a su madre, descuartizó el cadáver y lo guardó durante un mes en varios táperes.

Confesó que se la estaba comiendo con ayuda de su perro

El policía tuvo que bajar a la calle a coger un poco de aire. Era la primera vez en su carrera que contemplaba la obra de un caníbal.

Arriba, en la vivienda, la escena era repulsiva. Alberto Sánchez Gómez, un chico bajito, con cara de niño, de 26 años, había troceado el cadáver de su madre y lo había repartido en recipientes para guardar comida. Al ser descubierto, confesó estar comiéndoselo con la ayuda de su perro.

«Sí, mi madre está aquí dentro. Fallecida». Esa fue la lacónica respuesta que dio a dos agentes de la Policía Nacional la tarde del jueves Alberto Sánchez, de 26 años, cuando llamaron al timbre preguntando por su progenitora. Le costó, pero al final el joven franqueó la entrada de forma voluntaria a la patrulla de la comisaría del distrito de Salamanca que acudió hasta el domicilio familiar, situado en el número 50 de la calle de Francisco Navacerrada del barrio madrileño de la Guindalera, muy cerca de la plaza de toros de Las Ventas.

La escena que encontraron los agentes fue espeluznante. Quienes la contemplaron jamás la olvidarán. Los restos de María Soledad Gómez, de 66 años, estaban repartidos por toda la casa e introducidos en f iambreras de plástico. La mujer había sido asesinada por su hijo, presuntamente, quien después decidió descuartizarla. Los pedazos que hallaron en los «tuppers» eran muy pequeños, tanto, que el supuesto parricida debió de utilizar una máquina –una radial o una picadora– para ese fin.

« El perro y yo nos hemos ido comiendo a trocitos a mi madre», manifestó espontáneamente el supuesto criminal. Este mantuvo en todo momento una actitud fría y distante, como si lo que estuviera contando no tuviera relación alguna con él. No se sabe cómo la asesinó. Alberto, que fue detenido de inmediato como presunto autor de los hechos, se ha negado a declarar ante la Policía. Hoy está previsto que pase a disposición judicial.

Desde enero no la veían

El terrorífico suceso se descubrió a las tres y media de la tarde del jueves. Fue una amiga de la víctima la que acudió a presentar una denuncia a la comisaría del distrito. A los funcionarios les manifestó su preocupación porque llevaba, aproximadamente, un mes sin ver a Soledad ni poder hablar con ella por teléfono. Se temía lo peor porque indicó que el hijo con el que vivía «tenía problemas y era un poco raro».

Por ello, de inmediato, se desplazó un coche patrulla hasta la vivienda y descubrió la horripilante tragedia que se ocultaba tras la puerta del piso 1º C. Los agentes del Grupo V de Homicidios de la Brigada de la Policía Judicial se llevaron una bolsa de basura con restos de la víctima. Al parecer, en el cuarto destinado a los cubos había ido depositando partes del cadáver. El presunto parricida tiene doce antecedentes, la mayoría por maltratar a su madre, precisaron fuentes policiales.

En su entorno, conmocionados y afligidos por lo ocurrido, aseguraban que Alberto había tenido varias órdenes de alejamiento de su progenitora, la última, reciente. Se desconoce si estaba en vigor aún. Las fuentes informantes no pudieron confirmarlo.

Lo cierto es que Soledad, viuda desde muy joven, siempre le acogía en casa. «Al fin y al cabo es mi hijo, ¿qué voy a hacer?», explicaba un conocido, consternado y horrorizado por el triste y truculento final de esta mujer. «Era muy buena persona», decía.

Alberto es el menor de dos hermanos y, según su círculo más cercano, es consumidor de drogas y sufre problemas psiquiátricos. De hecho, algunos apuntaban a que estuvo ingresado una temporada en un centro debido a su delicada salud mental.

Una viuda muy joven

Los cuatro miembros de esta familia se mudaron al barrio de La Guindalera hace más de veinte años y el padre, ebanista de profesión, falleció al poco tiempo. Soledad se quedó viuda con sus dos vástagos. El pequeño estudió en el cercano Colegio Calasancio y después en la Escuela de Hostelería, y trabajó como camarero una temporada. Después algo se debió de truncar en él. Su hermano mayor, Jesús, se independizó hacía mucho tiempo y apenas mantenía relación con ellos. «No se hablaba con su madre. Y venía a rescatar a Alberto y a sacarle las castañas del fuego cuando le detenían por pegar a su madre o por otros motivos», aseguraba un vecino.

La víctima, una mujer menuda y extremadamente frágil («pesaría unos 40 kilos»), padecía párkinson y era alcohólica. Quizá ahogaba sus penas bebiendo. Quién sabe. En un bar cercano, Soledad se desahogaba con los dueños y algún parroquiano cuando iba a tomar alguna copa de vino, pero eran pocos los sabían que su hijo la golpeaba. «Cuando llegaba con la cara amoratada o con cardenales, le echaba la culpa al perro y decía que se había caído al tropezar con él», afirmaba José, cariacontecido.

No se sabe si por esa lamentable situación, la mujer estaba avejentada. «Parecía mucho más mayor, al contrario que su hijo que podría pasar por tener 20 años», indicaba este hombre.

« Tenían una peleas espantosas con gritos y chillidos horribles. En la última que oí tembló toda la finca. Eran las seis de la mañana. Desde entonces, no volví a ver al mujer», afirmaba una vecina de la finca. Eso debió de ser el Día de Reyes, comentaban otros, porque ya no salía a comprar al supermercado a la hora de comer ni a pasear al perro, como solía.

« Algún día se matan», exclamaba otra residente del edificio en alusión a las broncas continuas que había en esa casa. Por ello, la Policía había ido en numerosas ocasiones y el Samur. Algunos decían que los dos se golpeaban entre sí y que eran conflictivos y otros que era la mujer la que se defendía de los ataques propinados por su hijo.

«Ayer (por el jueves), después de comer, empecé a ver llegar coches de Policía a la casa Francisco Navacerrada. Hasta nueve conté. Pensé, vaya, otra vez el niño está pegando a su madre», aseveraba José. Se equivocó de pleno. De noche vio salir a los agentes: «Estaban descompuestos».

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