El sintecho de los Andes que engullía a ‘runners’: “Comer gente es como comer peras”
Dorancel Vargas, apodado ‘el Comegente’, jamás fue juzgado al ser considerado inimputable
Hacía días que Cruz Baltasar andaba desaparecido. Su amigo, Antonio López, lo buscaba desesperado, le preocupaba que algo horrible le hubiese pasado. No le faltaba razón en aquel pálpito. Lo denunció ante las autoridades, que iniciaron su búsqueda y tan solo hallaron sus pies y sus manos ocultos debajo los cartones donde dormía, bajo el puente de Peribeca. Cuando preguntaron a otros sintecho por lo ocurrido, uno de ellos, José Dorancel Vargas, explicó con parsimonia que se lo había comido. Su corazón todavía estaba “caliente”, llegó a decir.
Aquella no sería la única víctima del conocido como ‘Comegente’ o el ‘Hannibal Lecter de los Andes’. Tras pasar dos años en un psiquiátrico, Dorancel salió en libertad y mató a doce hombres más, todos runners que practicaban deporte en pleno bosque. Para este asesino en serie, comer gente era “como comer peras”.
Su fetiche
José Dorancel Vargas (erróneamente referido como Dorángel) nació el 14 de mayo de 1957 en el Vigía, localidad venezolana del estado de Mérida, en el seno de una familia muy humilde cuyos únicos ingresos procedían de la agricultura. Aquella situación económica, donde los recursos eran escasos (eran once hijos) y casi rozaban la pobreza originó que nuestro protagonista dejase la escuela a una edad temprana y que empezase a delinquir. Era frecuente que las autoridades le pillasen robando ganado, un delito menor por el que fue detenido tres veces.
Aunque lo preocupante fue cuando comenzó a mostrar una personalidad fetichista con la sangre: le gustaba comer gallinas y vacas crudas y beberse su líquido rojo.
Aquellas extrañas conductas, sumadas a sus problemas de adaptación, desembocaron en una esquizofrenia paranoide, que le llevó años más tarde a un hospital psiquiátrico.
Rondaba el año 1995 y Dorancel se había instalado con sus cartones bajo el puente de Peribeca, junto a otros sintecho. Sin alimento fijo que llevarse a la boca, ni trabajo ni casa propia, este hombre vivía de la mendicidad. Con estas circunstancias personales nadie temía que pudiese hacer daño a alguien, hasta que desapareció Cruz Baltasar Moreno.
Antonio, amigo de la víctima, dio la voz de alarma a la Policía. Tras interrogar a los residentes bajo el puente de Peribeca y buscar pistas, encontraron parte del cuerpo de Cruz (sus pies y sus manos) y a un mendicante confesando el crimen. Según su relato, Dorancel engulló a Cruz aún con el “corazón caliente”.
Su testimonio le llevó directamente al Instituto de Rehabilitación Psiquiátrica donde permaneció durante dos años. Pese al diagnóstico de esquizofrenia paranoide, el asesino acabó en libertad sin seguimiento médico alguno porque, según parece, su comportamiento fue pasivo durante su estancia en el centro. Es decir, no mostró signos de proseguir con el canibalismo. Pero qué equivocados estaban.
Los ‘runners’
Dos años después de su puesta en libertad, la ciudad de San Cristóbal dio la voz de alarma ante una serie de desapariciones inquietantes. Se trataba de hombres, la mayoría de constitución fuerte, de aspecto saludable y aficionados al running, que tras salir a correr por los alrededores de la localidad no volvían a sus casas. Era como si se los hubiese tragado la tierra. Lo que las autoridades desconocían es que, en aquel entonces, un asesino en serie aficionado a la antropofagia andaba suelto.
Su modus operandi era siempre el mismo: permanecía agazapado tras el follaje del río Torbes y, en cuanto avistaba a su víctima, la asaltaba sorpresivamente clavándole una lanza rudimentaria, que le causaba la muerte. Después, la arrastraba a un lugar apartado, iniciaba el ritual de despiece y cocinaba sus partes blandas. Tras la ingesta, enterraba los pies, las manos y las cabezas. Este ritual lo repetía dos veces por semana.
Ante las sendas denuncias por desaparición, la denominada Defensa Civil (la actual Protección Civil venezolana) inició un operativo de búsqueda que se saldó con el hallazgo de los restos de dos hombres. Era principios de 1999 y la investigación no había hecho más que comenzar. Durante varias semanas, los rastreos policiales dieron nuevos resultados: los vestigios de otros seis cadáveres masculinos.
Una de las principales hipótesis que se barajó fue un posible ajuste de cuentas entre bandas de narcotraficantes. En Venezuela era costumbre descuartizar y despedazar a los rivales como señal de poder. Pero en este caso, las víctimas ni pertenecían al mundo de la droga y menos aún se relacionaban con criminales. Por no mencionar que lo único que localizaban eran los pies, las manos y las cabezas de hombres, nunca de mujeres ni de niños. Este dato fue revelador.
La chabola
Uno de los oficiales encargados del caso recordó la historia de un mendigo recluido años antes en un psiquiátrico por canibalismo, e iniciaron la búsqueda de Dorancel por zonas próximas a las escenas de los crímenes. En uno de dichos rastreos, localizaron una chabola semiderruida, aparentemente abandonada, en cuyo interior estaba organizada toda una carnicería humana. Por un lado, varios recipientes de cocina con carne humana lista para ser elaborada, y por otro, diversas manos, pies y tres cabezas. La escena era dantesca. Solo faltaba el responsable.
Horas después y sin sospechar que lo estaban esperando, Dorancel se acercó a su refugio y la Policía procedió a su arresto. Era el 12 de febrero de 1999. A partir de aquí, los medios de comunicación se hicieron eco de sus terribles actos.
“Yo sólo como partes con músculos, especialmente muslos y batatas (gemelos), que es mi parte favorita... con la lengua hago un guisado muy rico y los ojos los utilizo para hacer sopa, lo cual es muy nutritivo y sano”, explicó Dorancel a los investigadores tras la detención.
Su testimonio, plagado de detalles bizarros, provocaba la náusea de todo aquel que le escuchaba. No solo prefería hincar el diente en la “panza” de un hombre por tener mejor sabor, sino que desechaba las partes más duras porque “le causaban indigestión”. Eso sí, cada crimen que perpetró (un total de doce) lo hizo “por necesidad”, utilizando los ojos para aderezar la sopa y engullendo el corazón cuando aún estaba “caliente” (como el de Cruz Baltasar).
Inimputable
Ni siquiera mostró arrepentimiento alguno durante el interrogatorio policial. Dorancel se limitó a decir que: “No me arrepiento de nada, como dice la iglesia, yo compartí mi pan con el prójimo y muchos me alabaron por el relleno de mis empanadas”. Y no solo no lamentaba sus acciones sino que se alegraba porque le gustaba la carne.
Ante estas declaraciones y con sus antecedentes psiquiátricos, los forenses le sometieron a una nueva evaluación psiquiátrica. El resultado: se trataba de “un asesino en serie, desordenado como consecuencia de su enfermedad, aunque con un método a la hora de escoger sus víctimas: hombres de entre 30 y 40 años, nunca niños ni mujeres”.
Además, mantuvieron el diagnóstico de esquizofrenia paranoide y alertaron de que “su capacidad de juicio, raciocinio y discernimiento de sus actos estaban completamente abolidos”. Por lo que al no tener conciencia de su enfermedad, se hacía necesario someter a Dorancel a un “tratamiento psico-farmacológico, prolongado, control psiquiátrico y supervisión constante”.
El argumento de los expertos fue recogido por la jueza que, tras profundizar en el caso, encontró a Dorancel Vargas inimputable de todos los cargos y dictó orden de medicarlo de por vida y de ofrecerle “un cuidado exclusivo en virtud de la enfermedad mental que padece”.
Veintiún años después, ‘El Comegente’ sigue esperando a que lo trasladen del calabozo de la comandancia de Policía de Táchita a un recinto médico que se ajuste a sus necesidades. Y aunque este “no es el mejor lugar” para un hombre enfermo, explicaba la propia magistrada en la sentencia, de momento Dorancel no representa un peligro ni para sí mismo ni tampoco para los demás.
Aún así, algunas de las entrevistas que concedió en los últimos años siguen poniendo la carne de gallina. En una de ellas, el ‘Hannibal Lecter de los Andes’ describió a una periodista cómo era eso de comer carne humana. “¿Usted ha comido peras? Pues, igual: como comer peras”, respondía sonriente.
A continuación un reportaje de YouTube sobre su figura:
Por Mónica G. ALvarez en La Vanguardia.
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