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DavidTriviño.

ESCRITOR

Foto del escritorDavid Triviño

Vete a casa, free jazz, estás borracho

Después de haber leído PERO HERMOSO de Geoff Dyer, recupero el artículo de la revista JOT DOWN por Diego Cuevas.

Ornette Coleman, artífice de Free Jazz, en el Moers Festival de 2011. Imagen: Michael Höefner (CC).

A principios de los sesenta, existían pocos lugares más acogedores para los músicos del Midtown neoyorquino que el 116 de la 48 Este. Porque aquella era la dirección donde se emplazaba el Jim & Andy’s, una alegre tasca por la que se paseaban constantemente criaturas relacionadas con el negocio discográfico: músicos de jazz, artistas de Broadway, cantantes de renombre, compositores, arreglistas, productores con pasta y todo tipo de similares seres amigos de beber mucho, dormir poco y evitar el dulce hogar para amargarse en una barra. Gente para la que el Jim & Andy’s funcionaba como un hospitalario segundo techo bajo el que refugiarse en Manhattan. Algo que ocurría muy a menudo debido a que dicho lugar no solo ofrecía bebida y comida a los artistas, sino que también les proporcionaba un almacén en el que apilar los instrumentos, un banco informal para los ahorros, un servicio de préstamos e incluso una línea telefónica donde los recados de los músicos eran recogidos diligentemente por el gerente del lugar, Jim Koulouvaris, un griego que había bautizado el bar con su nombre y el de su gato, Andy.

No estaba tan interesado en que me pagaran. Yo quería ser escuchado. Por eso estoy arruinado. (Ornette Coleman)

Pero lo más curioso e inusual del Jim & Andy’s era un altavoz que lucía orgulloso atornillado a una de las paredes del local. Un aparato que se utilizaba como canal de comunicación directa (en ambos sentidos al tener instalado un micrófono) con la sala de grabación A&R Studio, situada en el número 112 de la 48 Este, a un puñado de pasos de la taberna de Jim. Lo gracioso del asunto es que aquel sistema de megafonía había sido ideado e instalado por los propios responsables del A&R Studio con el objetivo de localizar a los músicos, esos especímenes que acostumbraban a escabullirse hacia la cantina más cercana, para rogarles desde el estudio que volviesen a ocupar su puesto durante las grabaciones.

Pero el A&R neoyorquino fue mucho más que un estudio con conexión directa a una barra de bar repleta de artistas borrachos. Porque entre sus paredes se gestaron sesiones legendarias que revolucionarían la historia de la música. Empresas tan importantes como la arriesgada aventura acontecida el 21 de diciembre de 1960, cuando Ornette Coleman (1930-2015) entró en dicha sala de grabación junto a siete compañeros de tropelías para parir del tirón el sorprendente Free Jazz: A Collective Improvisation. Un disco tan especial, inverosímil y único como para dividir de manera brutal a la audiencia: cuando Free Jazz se publicó, los críticos musicales y los eruditos del jazz no fueron capaces de ponerse de acuerdo sobre si aquello era una genialidad o una tomadura de pelo enorme: la revista Down Beat publicó una doble reseña firmada por dos expertos musicales diferentes, uno de ellos calificaba el disco con cinco estrellas. Y el otro con cero.

Lo que hacía tan especial a dicha obra era su osadía a la hora de saltarse las reglas: en Free Jazz cuatro músicos improvisaban alegremente por el canal izquierdo del estéreo mientras al mismo tiempo otros cuatro artistas se inventaban una melodía completamente distinta por el canal derecho, configurando un caos hermoso y extraño que en contadas ocasiones hermanaba a ambos cuartetos y en muchas otras los enfrentaba. Para el oyente recién llegado al género, Free Jazz era como estamparse una hostia tremenda contra un muro sonoro, pero se daba el caso de que para el oído más curtido aquello también era una locura, o lo más punki que alguien podía hacer con una banda de jazz.

Por eso mismo, Free Jazz no ha dejado de ser un álbum difícil a día de hoy, porque su filosofía es tan arriesgada y su contenido tan demencial como para que no resulte raro que el público desprevenido se lo tome todo como una tremenda coña. En YouTube alguien ha colgado el disco completo y entre los comentarios de quienes se atrevieron a darle una escucha es posible encontrar el de un usuario que en tono jocoso exclama «Go home jazz, you are drunk» («Vete a casa, free jazz, estás borracho»). Porque Free Jazz es una locura anárquica y al mismo tiempo una genialidad seminal, una que parecía parida por una banda cuyos miembros se hubieran tirado la jornada rellenándose de alcohol en el Jim & Andy’s.

Portada de Free Jazz: A Collective Improvisation.

Un saxo alto

Randolph Denard Ornette Coleman nació el 9 de marzo de 1930 en Fort Worth, Texas, una ciudad donde las familias de raza negra, como la suya, apenas llegaban a sumar el diez por ciento de la población. No era la mejor época para tener la piel más morena que los caucásicos de la zona, porque aquellos texanos estaban acostumbrados a mirar a los negros con suspicacia por debajo del ala del sombrero y con soberbia por encima del hombro, por culpa de un racismo enquistado que no acababan de sacudirse del todo. Como consecuencia, la segregación había confinado a las personas de color de Fort Worth en barrios muy empobrecidos que se caían a pedazos. En esencia, y aunque la Gran Depresión había hundido en la miseria a los norteamericanos de todas las razas reduciendo la distancia entre clases, ser negro en Fort Worth por aquel entonces era una verdadera putada.

Pero Rosa Rhodes y Randolph Coleman, padres de pequeño Ornette y de sus tres hermanos mayores (Allen, Vera y Truvenza), se las apañaron para sacar adelante a la familia durante los apretados años treinta a base de currar en talleres, cocinas, tiendas, obras de construcción e incluso funerarias. Aunque desgraciadamente, la infancia y la adolescencia de Ornette fueron épocas salpicadas por las tragedias personales: su padre murió cuando él tan solo contaba siete primaveras, y tanto su hermano Allen como su hermana Vera fallecieron posteriormente. Rosa Coleman lidió con todo aquello con mano dura, especialmente a la hora de educar a un infante Ornette que había salido demasiado pillo y orgulloso de sí mismo. En cierta ocasión, y tras ser castigado en el colegio, Ornette decidió por su cuenta dejar de ir a la escuela. «Una profesora me propinó una azotaina porque le dije que no tenía razón», aclararía, «y aquello me fastidió bastante porque yo sí que la tenía. Dejé de ir al colegio por seis semanas, pero cuando mi madre se enteró me estuvo pegando durante días».

A larga, Rosa le otorgaría algo más que palos a su hijo: en 1944 permitió que el adolescente Ornette adquiriese un saxofón alto a cambio de la promesa de esforzarse por encontrar un trabajo fijo. El chico se costeó el instrumento ahorrando a base de cumplir pequeños encargos, pero al no disponer de medios para pagar a un profesor decidió aprender por sí mismo a tocarlo a partir de las instrucciones que lo acompañaban. El problema de aquella hermosa iniciativa autodidacta fue que el pobre Coleman malinterpretó el sistema de notación musical anglosajón: imaginó que el do menor del saxo equivalía a la letra A sobre el papel, y que la escala se ordenaba siguiendo el esquema ABCDEFG. Pero en realidad, el do equivale a C en las partituras y el orden oficioso es un CDEFGAB.

De este modo, pese a currárselo y practicar como un loco, Coleman siempre interpretaba erróneamente las melodías, y aquello propició que se mofasen de él la primera vez que trató de demostrar su valía en público. Dicha metedura de pata sentaría un precedente involuntario e inconsciente, porque precisamente el acto de saltarse las normas clásicas marcaría la futura carrera del músico. La leyenda tras su figura suele asegurar que la rebeldía musical siempre habitó en las entrañas del artista. Y por eso mismo, numerosas biografías venden que Coleman fuese expulsado de la banda del instituto al improvisar por su cuenta durante una interpretación grupal de la «Washington Post March» de John Philip Sousa.

Con la maña acumulada, el chico se embarcó en actuaciones por los tugurios del lugar. Locales repletos de gente de moralidad cuestionable y de personajes nocturnos entre los que Coleman podía lucirse tocando en directo, pero que al mismo tiempo no suponían el ambiente más apropiado para un jovenzuelo de color. El propio artista no tardó en ser consciente de ello cuando, con tan solo dieciocho años, y tras tocar en un bar de blancos, uno de los clientes del lugar se le acercó y le saludó con un «es un honor poder estrechar tu mano porque eres un saxofonista fabuloso, pero sigues siendo un negrata para mí».

La cosa fue a peor cuando se unió a Silas Green From New Orleans, una formación especializada en el minstrel, obras teatrales cómico-musicales basadas en mofarse de los estereotipos negros. Junto a dicha troupe actuó por el sur más profundo de Estados Unidos formando parte de un espectáculo que él mismo definía como una colección de payasadas del Tío Tom para los paletos blancos: «La gente en Texas es tan rica que todavía es como vivir en la época de la esclavitud», apuntaría el músico, «tenías que ser un sirviente. Tenías que ser el esclavo de alguien para ganar algo de dinero […] Yo no venía de una poor family, yo venía de una po’family, más pobres que los pobres».

Coleman acabó siendo expulsado del grupo por ser «demasiado moderno» y no tardó en aliarse con el cantante de blues Clarence Samuels para seguir girando. Pero las libertades musicales que el artista se tomaba sobre el escenario también le acarrearían disgustos ante un público más negro. El peor de ellos tuvo lugar en Baton Rouge, Luisiana, en el otoño de 1949 y tras una actuación que Coleman saboteó al improvisar melodías, deteniendo la fiesta y cabreando demasiado a una audiencia que deseaba bailar pero no tenía claro qué coño estaba escuchando. Tras el bolo, media docena de aquellos espectadores lo asaltaron en la calle para agradecerle el show propinándole una paliza que dejó hecho migas tanto al músico como a su instrumento de trabajo. Meses más tarde, sería llamado a filas para batallar en la guerra de Corea, pero una lesión mal curada le eximió de presentarse en el frente. Y a lo mejor esto significa que una paliza injusta en un callejón nos ayudó a conservar al artista con vida.

La portada de The Shape of Jazz to Come es al mismo tiempo una genialidad arrogante, una foto promocional imposiblemente ridícula, un clásico, y la pesadilla de cualquier diseñador gráfico.

Tras recibir aquella tunda en Luisiana, Coleman se pasaría al saxofón alto y rondaría los escenarios de Nueva Orleans acompañando a Melvin Lastie durante los primeros años cincuenta. Hasta que volvió a Fort Worth y fue contratado por Red Connors, un ducho saxofonista texano del que no existe material grabado, para girar junto al guitarrista de bluesPee Wee Crayton a lo largo de diversos locales de Los Ángeles. El mito asegura que Coleman se mostraba tan incontrolable sobre las tablas como para que Crayton le prohibiese actuar, convirtiendo al chico de Fort Worth en un artista que «cobraba por no tocar». Pero el propio Crayton negaría más tarde aquella leyenda, aclarando que su compañero era un fabuloso músico de blues que cumplió su labor sin hacer tonterías.

Tras separarse del guitarrista, el virtuosismo de Coleman no le ayudó a esquivar el hambre, y el pobre hombre se arrastró a lo largo de los cincuenta malviviendo en cuchitriles y garajes, socializando con la bohemia de Los Ángeles (se casaría con la poeta Jayne Cortez, con quién tendría un hijo, Denardo), subsistiendo a base de comida en lata y aceptando cualquier tipo de trabajo al no poder sobrevivir con la música. Finalmente, acabó aterrizando en el oficio de ascensorista en unos grandes almacenes. En aquel puesto, aprovechó los tiempos muertos entre subidas y bajadas para estudiar teoría musical, escapar en ascensor hasta la azotea del edificio para practicar con el saxo, y ensamblar una banda con gente como Don Cherry, Billy Higgins, Charlie Haden o Ed Blackwell con la que ensayar sus composiciones marcianas.

De aquellos calentamientos surgiría su disco de debut Something Else!!!! junto a la discografica Contemporary Records. Un elepé que, pese a la alarmista conga de exclamaciones que lucía en el título, contenía las composiciones más convencionales del artista. Aquella ópera prima aún se paseaba lejos del free jazz que harían popular al músico, pero sirvió para meter el pie en la puerta y poner en marcha una carrera. Coleman lanzaría otro disco con el sello Contemporary (Tomorrow is the Question!) antes de largarse a Atlantics Records para grabar el revolucionario The Shape of Jazz to Come y un Change of the Century a lo largo de, respectivamente, los meses de mayo y noviembre de 1959. Pero antes de que ambos fuesen publicados, Coleman agarró los adelantos de la discográfica, empaquetó las maletas y se mudó a Nueva York para comenzar a liarla con una serie de famosas actuaciones en el Five Spot Cafe. El ruido mediático, generado tanto por las loas como por las críticas que levantaba su anárquica aproximación al jazz, convirtió el lanzamiento de ambos álbumes en éxitos. Tras ellos, Coleman firmó This Is Sour Music y Free Jazz: A Collective Improvisation. El músico lanzaría más de cuarenta discos a lo largo de los años posteriores, pero aquí vamos a pisar el freno en seco porque de lo que hemos venido a hablar es de Free Jazz.

Jazz punk

Las actuaciones de Coleman y su tropa en el Five Spot de Nueva York, perpetradas a lo largo de dos semanas durante noviembre de 1959, se convirtieron en legendarias por dinamitar aquello que el público estaba acostumbrado a masticar. En esa época, el jazz se había acostumbrado casi por inercia a adoptar un enfoque más accesible para todo tipo de audiencias. El estilo bebop se había convertido en norma y, sobre las tablas neoyorquinas, era ejecutado por titanes como Miles Davis, Thelonius Monk o Dizzie Gillespie mientras Dave Brubeck le daba al cool jazz y el Modern Jazz Quartet se atrevía a mezclar todo lo anterior con blues y música clásica. El jazz de aquellos años había encontrado un tono con el que agradar tanto a melómanos como a profanos, y los músicos que lo llevaban a cabo derrochaban virtuosismo. Pero al mismo tiempo, se había enquistado al acurrucarse en su propio ombligo y demostrar un carácter cabezota y conservador. El jazz estaba tan acomodado como para preferir no moverse del sitio en lugar de intentar introducir novedades. Y entonces, llegó un negro autodidacta nacido en un pueblecito de Texas y todo explotó.

Lo que hacía tan especial a Coleman era su manera de enfocar el género abandonando las convenciones. La música jazz siempre ha albergado cierto elemento de improvisación entre sus tripas, pero Coleman se atrevió a improvisar libremente la melodía, en lugar de tan solo hacerlo con los acordes subyacentes como era costumbre. Y también decidió dar barra libre a todo su séquito, eliminando la barrera entre un líder y sus acompañantes al permitir que cualquier miembro de la banda pudiese desbarrar con un solo cuando lo considerara oportuno, ponerse creativo, o interactuar con el resto de músicos como le viniese en gana. Lo experimental de su filosofía también le llevó a eliminar el piano de la banda, algo inusual, y a ni siquiera preocuparse demasiado por tener que grabar The Shape of Jazz to Come tirando de un saxofón de plástico, concretamente un Grafton, porque no se podía permitir otro más caro. «Sé exactamente lo que estoy haciendo. Mi punto de partida es el lugar donde Charlie Parker se había detenido», apuntaría el músico antes de disparar una de sus sentencias más famosas: «El jazz es el único tipo de música en el que una misma nota puede ser tocada noche tras noche pero de manera diferente cada vez».

El saxofón Grafton (c. 1950). Un barato pedazo de plástico con teclas de metal que en manos de Coleman convertía los lamentos del corte «Lonely Woman» en un melodrama fabuloso.
Imagen: Museum of Making Music (izquierda), Will.House (derecha). (DP)

Las funciones neoyorquinas lograron que el mundo de la música descubriese el estilo de Coleman y se polarizase por completo a la hora de digerirlo: algunos se defecaron notoriamente en las osadías y ocurrencias del músico, mientras otros aplaudían con furia justamente eso mismo. Miles Davis comentó sobre él un demoledor «Joder, tan solo hace falta ver lo que escribe y cómo toca. Si lo observas desde un punto de vista psicológico ese hombre está bien jodido por dentro». Dizzie Gillespie dijo: «No sé lo que está tocando, pero eso no es jazz». Thelonious Monk espetó: «Tío, ese gato está loco» acompañado de un «no hay nada hermoso en lo que hace, solo se dedica a tocar fuerte y arrastrar las notas, cualquiera puede hacer eso. Aunque su banda sí que tiene potencial». Entretanto, el pianista John Lewis, de Modern Jazz Quartet, aseguraba que Coleman «está haciendo lo único realmente nuevo en el jazz desde las innovaciones de Parker, Gillespie o Monk». El trompetista Roy Eldridge confesó: «Estando colocado he escuchado a Coleman y también lo he escuchado estando sobrio. Hasta he tocado con él. Y creo que está de coña, colega». El batería Shelley Manne narraría su primer encuentro con Coleman como una experiencia liberadora: «La estructura métrica, por ejemplo. A veces Ornette la ignoraba por completo. Te obligaba a escuchar con verdadera atención para que supieses dónde se encontraba en la melodía y lo que intentaba expresar. Significa completa libertad si lo comparas con cualquier otro modo posible en el que hubieses tocado antes». Otro batería, Max Roach, no se tomaría con tanta alegría la irrupción del saxofonista en el panorama musical, sino todo lo contrario: lo perseguiría hasta el backstage para propinarle un puñetazo en la boca.

Ornette Coleman y Prime Time en Caravan of Dreams, Fort Worth (1983). Imagen: Uta Libraries. (DP)

Resultaba gracioso que las estrellas del bebop se mostraran hostiles ante lo revolucionario de la música que traía el muchacho de Fort Worth. Sobre todo porque el propio bebop había nacido en su momento como un género rebelde con el que destrozar las normas del anquilosado jazz de las orquestas. La propuesta de Coleman en aquel entorno era algo similar a lo que ocurriría con el punk frente al rock and roll: un nuevo movimiento rabioso, sin miedo a nada, con actitud de háztelo-tú-mismo y muchas ganas de liarla, algo que sería denostado por los músicos más conservadores. Pero en el caso del free jazz existía un cierto virtuosismo musical ausente en el punk, aunque la prensa intentase insinuar lo contrario: cuando los reporteros de la NBC se acercaron al Five Spot para entrevistar al músico, consideraron oportuno preguntarle si sabía leer. «Les contesté “solo sé leer el periódico”», explicaría Coleman sobre dicho encuentro, «porque decirle a la gente que sé hacer cosas, como por ejemplo leer una partitura, nunca me ha ayudado». Los medios comenzaron a citar aquella frase y a publicitar al artista como un analfabeto musical con un don casi mágico, y no como alguien que llevaba toda su vida currándoselo. A Coleman aquello le cabreó tanto como para contraatacar: «Cuando me di cuenta de que me vendían como “ese inculto que toca música” decidí empezar a componer música clásica». En el fondo, aquí estamos hablando de un tío que inventó el concepto de las harmolodics, una filosofía cuyo nombre nació de cruzar «armonías» (harmonies) con «melódicas» (melodics).

El jazz libre no tardó en encontrar un hueco en la escena, elevando las actuaciones en New York a la pomposa categoría de avant-grade hasta ganarse el respeto de los eruditos musicales. Y propulsando la carrera de un Ornette Coleman, cuya obra se antojaba como el equivalente musical a un cuadro de Jackson Pollock, una creación caótica y visceral que tan pronto parecía una bufonada como una genialidad.

Ornette Coleman, MoersFestival (2011). Imagen: Michael Höefner. (CC)

Free Jazz: A Collective Improvisation

21 de diciembre de 1960. Coleman y su saxofón alto se presentan en el A&R Studio junto a siete músicos: Don Cherry (trompeta), Scott LaFaro (bajo), Billy Higgins (batería), Eric Dolphy (clarinete bajo), Freddie Hubbard (trompeta), Charlie Haden (bajo) y Ed Blackwell (batería). Se organizan en dos cuartetos, cada uno de ellos compuesto por un par de instrumentos de viento, un bajo y una batería. Y se lanzan a tocar.

De aquella reunión surgió una pieza de treinta y siete minutos y diez segundos que se publicaría sin edición o retoque alguno como el álbum Free Jazz: A Collective Improvisation. Una sesión improvisada casi en su totalidad, los músicos solo acordaron con antelación un puñado de melodías, y con una única toma previa descartada, el corte «First Take» que más tarde se publicaría sin consentimiento de Coleman en el disco Twins. Free Jazz es una locura caótica donde dos bandas parece pelearse de manera desordenada, un elepé inusual cuya gracia radica en la ocurrencia de dividir a ambos cuartetos aprovechando los dos caminos del formato estéreo: Coleman, Cherry, LaFaro y Higgins suenan por el canal izquierdo, mientas Dolphy, Hubbard, Haden y Blackwell retumban por el derecho.

Escuchar el resultado de todo esto es una experiencia mágica, pero sobre todo muy desconcertante, y ni siquiera el paso del tiempo ha limado la sensación de que lo que estaban haciendo aquellos músicos era reírse de todo el mundo. En las callejuelas digitales de YouTube existen canales donde gente intrépida ha colgado el disco completo, y la colección de comentarios que se han generado, entre los que se encuentra el ya mentado «Vete a casa, free jazz, estás borracho», es poco menos que descacharrante: «Suena como si la banda al completo se hubiese caído por una escalera y alguien hubiese estado allí para grabarlo»; «Esto es como el brutal metal pero para adultos»; «Música cuántica, mola»; «Mi parte favorita es cuando todos se coordinan en un ritmo y al darse cuenta se ponen en plan “Joder, esperad, nos estamos equivocando de género, dad marcha atrás”»; «Es una grabación de mis últimas cuatro neuronas durante un examen»; «Os juro que he oído por ahí a un perro ladrando. O sufriendo»; «Suena como una discusión entre muchos instrumentos de viento»; «Me alegra escuchar a una banda de death metal técnico sin la distorsión»; «Es como el tráfico en Nueva York»; «Absolutamente pútrido»; «Encuentro esta música muy accesible»; «Esto es grindcore antes de que el grindcore existiese»; «Parece un mercadillo donde cada instrumento está intentando venderte su mercancía»; «Son los chicos de una banda de instituto antes de que el profesor entre en la clase»; o «Puedes escuchar como la pintura se despega de las paredes». Uno de esos usuarios resumía el asunto de la mejor manera posible: «Así que esta música sigue confundiendo a los usuarios de YouTube sesenta años después. Me gusta».

El vinilo de Free Jazz: A Collective Improvisation llegó a las tiendas en septiembre de 1961, sobre su portada una ventana recortada en el cartón permitía observar la pequeña sección de una pintura. Al abrir el disco se revelaba el cuadro completo, se trataba de The White Light (1954) de Jason Pollock. Porque ninguna otra obra podría haber ejercido de portada de aquel disco.

The White Light (1954) Jason Pollock.

De propina, video YouTube de Ornette Coleman:


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