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DavidTriviño.

ESCRITOR

Foto del escritorDavid Triviño

BLAXPOITATION

Siguiendo con la serie noir de artículos sobre el mundo de la novela negra, hoy recupero el artículo de Mark Ralmer (articulista de cultura popular del Seattle Times) sobre el fenómeno Blaxpoitation:

—Entonces, ¿qué pasa con ese Shaft?

—Es un hijo de la gran…

Issac Hayes bajó la voz en el punto en que el coro siempre lo interrumpía diciendo: “¡Cierra el pico!”.

—Dilo. ¡DILO! —grité.


Los comensales de ese restaurante de Seattle volvieron hacia nosotros la cabeza y clavaron la mirada en mí, pensando que no era más que un blanco chiflado, mientras yo no salía de mi asombro tras haber visto como Hayes se zampaba medio pollo de golpe.

—¡Llevo toda mi vida esperando a que termines la frase! —apostillé

Un instante después (¿pero qué clase de entrevista era aquella?), Hayes terminó el verso en tono jovial:

—¡Es un hijo de la gran puta! ¡Ja, ja, ja!


Todo el restaurante se nos quedó mirando: Un blanco tronchado de risa y un negro calvo y tosco con gafas de sol dentro del local. ¿Y a mí que más me daba? Era una liberación. Por fin había saldado esa cuenta.

Si esto parece una especie de final, explicaré cómo empezó la historia:


Cuando yo era joven, un actor que intentaba abrirse camino, al que llamaremos Teddy, y que vivía en el mismo bloque que yo, cerca del mítico Teatro Chino de Grauman, apareció en una película llamada Blackula… ¡y lo mataban! Yo ya me había aburrido de los monstruos de la Universal —en aquella época, el monstruo de Frankenstein ya no daba miedo—, así que aquella noticia me encantó, y lo único que habría podido superarla era que hubiesen desangrado a Teddy ante mis propios ojos.

Entre esos dos momentos que acabo de mencionar, las películas de Blaxploitation nacieron, florecieron, se extinguieron, se convirtieron en algo kitsch y finalmente volvieron a convertirse —en buena medida al prestigio de Quentin Tarantino— en un género maravilloso, con admiradores, con significado histórico y digno de estudio.

Ahora, ¿qué os parece esto como final para un cuento?:


Un camello negro y adicto a la coca pega una paliza a dos policías, amedrenta a su jefe amenazándolo con matar a su familia, se sube a un monstruoso Cadillac El Dorado y se marcha hacia el horizonte.


Probablemente no sea el filme clásico que Nancy y “El embaucador” (referencia a Ronald y Nancy Reagan. “The Gipper” es el sobrenombre con que se conocía a Ronald Reagan por su interpretación en la película All America) ponían a sus invitados en el rancho, pero en 1972, cuando Youngblood Priest le dice al policía corrupto, es decir, al jefe: “No te pertenezco, cerdo. Ningún hijo de puta me dice cuándo puedo retirarme”, es una frase como para levantarse y ponerse a aplaudir, aún más cuando Fletcher Christian manda por fin a la porra al capitán Blye en El puñetero motín de la Bounty, o como se llame esa película. Y, cuando entra en ese coche extravagante y magnífico y se larga, ese momento posee tanta fuerza como el final de Centauros del desierto o de Raíces profundas. Su protagonista es un auténtico héroe.


Superfly, Shaft y Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (estas dos últimas, de 1971) son la santísima trinidad en la que se basa el blaxploitation. Como género cinematográfico. Como retrato de la experiencia negra en su propio contexto. Como un éxito de taquilla que generó cerca de doscientos títulos a mediados de los 70.

Antes de nada, aclaremos las cosas: hay un malentendido con el nombre. Incluso aquellas estrellas que participaron en aquellas películas han renegado de esa etiqueta, pero blaxploitation nunca pretendió ser un término peyorativo ni dar a entender que se explotaba a los negros. No, se trataba justo de lo contrario.

Las auténticas películas de explotación eran un producto de consumo para autocines y salas de sesión continua, que estuvieron de moda mucho antes de que aparecieran Sweetback —el origen del blaxploitation— y sus retoños. Sin grandes presupuestos ni estrellas de cine, se basaban en contenidos que jamás encontrarían en una película filmada por un estudio de Hollywood. Básicamente, más violencia y más sexo.

Sin duda, hay mucho humor involuntario en las películas de blaxploitation por lo penoso de las actuaciones y por un vestuario que se pasó de moda más rápido que París Hilton vestida de estudiante de los Hamptons, pero sigue siendo la corriente cinematográfica más potente de toda la historia negra. El movimiento por los derechos civiles todavía era joven. La única estrella de color que había llegado a lo más alto era Sidney Poitier, y aún seguía actuando en películas blancas de Hollywood. Bill Cosby había abierto ya un camino como el primer protagonista negro que irrumpía en las televisiones de Norteamérica con Yo espío. Estas películas dieron a los espectadores negros los primeros héroes realmente suyos. Tipos duros, no demasiado higiénicos, políticamente incorrectos, que contaban de forma más realista y catártica cómo eran las cosas. No recurriendo a personajes retratados bajo una luz positiva y reconfortante, sino a tipos buenos y malos, ambiguos, complejos. En otras palabras, en esos filmes se veía lo que nunca encontrarás en los libros de historia

—Tienes un estéreo de ocho pistas, televisión en color en todas las habitaciones y esnifas toda la coca que quieres. Has cumplido el sueño americano, negro, ¿qué más quieres?

Las películas más recordadas de ese género son los gángsteres, pero no todo el blaxploitation consistía en tiroteos. En su momento de mayor auge aparecieron subgéneros como el terror (Blackula, Frankenstein negro), comedia (Five on the Black Hand Side, Monkey Hustle), películas del oeste (Soul Soldier), de artes marciales (Black Belt Jones) y de superespías (Cleopatra Jones)… pero a la recaudación no le importa la diversidad. Estas películas resucitaron económicamente a los estudios que las distribuyeron. No fueron exitazos del tipo Piratas del Caribe, pero obtuvieron beneficios colosales comparados con sus minúsculos presupuestos.

Volviendo a Superfly: costó menos de 60 000 dólares. Los reunieron entre dos dentistas, con la ayuda de unos miles que aportó el padre de Gordon Parks Jr., director del largometraje (y que a su vez acababa de dirigir Shaft). Superfly recaudó más de seis millones. Asegúrale hoy día a un inversor que su película va a recaudar mil veces más que los costes de producción, y en un pispás vas a encontrarte en la mano con un cheque en blanco. Más accesible que Sweetback, más audaz y menos convencional que la película de detectives Shaft, Superfly es la quintaesencia de este género.


Estirando los 93 minutos el breve guión de Philip Fenty —tan sólo 45 páginas—, en Superfly hay más caminatas y escenas en coche que en los documentales de viajes de Lonely Planet. A cambio, éstos no tienen la música sublime de Curtis Mayfield. Si buscamos entre las mejores bandas sonoras del género, incluyendo la de Hayes para Shaft y la de James Brown para El padrino de Harlem, descubriremos que la de Mayfield es la más eficaz, y de hecho fue un bombazo. Estuvo 46 semanas en la lista de éxitos, cinco de ellas en el número uno, y vendió millones de singles del tema principal y de la pieza La muerte de Freddie. (Datos extraídos del libro Black Action Films de James Robert Parish y Geroge H. Hill, McFarland 1989).

—No os voy a dar una mierda —responde Priest—. Conseguid una pistola, traed a todos esos tíos negros de los que tanto habláis y que ellos también vengan armados. Entonces volvéis a buscarme. Yo estaré en el frente, matando blancos. Hasta que seáis capaces de hacer eso, largaos a otra parte con vuestro puto rollo.

Priest (Ron O’Neal) es un macho dominante de piel clara, cabello largo y liso y bigotes caídos, en los que a veces quedan restos de la cocaína que esnifa constantemente de la cuchara en forma de cruz egipcia que lleva colgada al cuello. Fuma hierba para aclararse las ideas, practica artes marciales y lleva un jersey de cuello alto debajo de un abrigo largo y pesado cuyas solapas son tan anchas que podría volar con ellas. Vive en un piso elegante en Nueva York, y es una especie de hombre del Renacimiento. Tiene cincuenta traficantes trabajando a sus órdenes, y no hay mujer que se resista a sus encantos, sea negra o blanca.


Pero, después de dar caza a uno de los yonquis que intentan robarle, Priest decide abandonar el negocio. Un tema tópico del cine de gángsteres: Priest quiere dar el Último Gran Golpe y retirarse para siempre. Su socio, Eddie, no sale de su asombro:

—Tienes un estéreo de ocho pistas, televisión en color en todas las habitaciones y esnifas toda la coca que quieres. Has cumplido el sueño americano, negro, ¿qué más quieres?

Explicando de forma aún más clara el contexto y las opciones, digamos, limitadas que tienen unos tipos como ellos en esa época, Eddie añade:

—Mira, tío, sé que este juego está podrido, pero es el único que El Gran Hombre nos deja jugar.

Tan sólo desea una opción, “en vez de verse obligado a hacer algo simplemente porque las cosas son así”.

Sin embargo, nadie quiere a Priest fuera del negocio de la cocaína. Ni Eddie ni la chica blanca de clase alta que reparte nieve entre sus amigos ricos. Tampoco los capullos corruptos que proveían a Scatter, el mentor retirado de Priest, y que quieren que él ocupe su lugar. Ni siquiera los presuntos revolucionarios que aseguran estar construyendo una nueva nación para los negros y que quieren que Priest contribuya a su causa, así que lo amenazan después de que se burle de su discurso:

—No os voy a dar una mierda —responde Priest—. Conseguid una pistola, traed a todos esos tíos negros de los que tanto habláis y que ellos también vengan armados. Entonces volvéis a buscarme. Yo estaré en el frente, matando blancos. Hasta que seáis capaces de hacer eso, largaos a otra parte con vuestro puto rollo.


No son las palabras de un alguien que planee durar mucho en el negocio. De ahí el plan de Priest: usar los 300 000 dólares que tiene ahorrados para comprar 30 kilos de cocaína, convertirlos en un millón en un plazo de cuatro meses y después desaparecer de circulación. En realidad, Priest no sabe lo que quiere hacer con su vida. Tan sólo desea una opción, “en vez de verse obligado a hacer algo simplemente porque las cosas son así”.


Pero aún queda un camino largo y brutal —imágenes de Priest vendiendo droga con un estupendo montaje fotográfico mientras suena la música de Mayfield— hasta la salida triunfante en el cadillac. Y, desde luego, no es Ocean’s Eleven, eso os lo aseguro.


Podemos observar, al menos, tres detalles irónicos en Superfly y su género. En la película, Priest quiere desesperadamente abandonar la vida que lleva, pero su personaje era tan bueno que creó toda una pléyade de imitadores. Lo mismo pasó con la cocaína. Basta con ver El precio del poder o la escena de la heroína con Travolta en Pulp Fiction.


Segundo detalle: el género tenía tanta fuerza que los papeles icónicos acabaron encasillando a los actores. Al igual que Pam Grier, Richard Roundtree, Max Julien y otros, O’Neal, que era un actor shakesperiano con varios premios en su haber, nunca consiguió una mínima parte del trabajo y el reconocimiento que merecía. Murió de un cáncer de páncreas en el año 2004.


Por último, a día de hoy, en medio de un clima de opinión que disfraza de sensibilidad lo que no es más que un eufemismo y un doble lenguaje pueril, hay que tener valor para imprimir los títulos de algunos de esos filmes. (Michael Richards tampoco puso de su parte en ese aspecto, hay que reconocerlo). Como prueba, cuando estés conversando con un grupo que intenta sacar a colación el western de Fred Williamson, Boss Nigger, o trata de explicar rápidamente el título The Spook Who Sat By the Door.


Cierto, aquellas películas fueron producto de su época, y ése es el motivo por el que la nueva versión de Shaft dirigida por John Singleton pasó casi desapercibida; pero limpiar y retocar el pasado es una práctica más propia de la vieja Unión Soviética, y dudo mucho que aquellos cineastas independientes del blaxploitation estuvieran de acuerdo con cometer esa traición.

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