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DavidTriviño.

ESCRITOR

Foto del escritorDavid Triviño

¿Cómo se atrevieron a rodar estas 12 películas que rompieron todas las reglas?

Abordan tabúes sexuales, escándalos políticos, imágenes explícitas y lenguaje inaceptable. Y también son obras maestras. Cada vez que se escandalice ante la pantalla, no se sienta mal: estas doce obras llevan haciéndolo desde los años treinta

Sexo, drogas, violencia, blasfemia, otra vez sexo. Estos son los componentes básicos decualquier escándalo, tal y como sucede desde que existen registros. Algo que también caracteriza al escándalo es que siempre consigue rodearse de un halo de novedad, como si cada vez fuera la primera y nada hubiera avanzado desde la anterior. Pero quien tenga memoria sabe que casi todo está ya dicho, y que cada nuevo escándalo no es más que una puesta al día de los pasados. Si echamos mano de la historia del cine, por ejemplo, comprobamos que existe una larga tradición de representar cosas que han ofendido al público, y ante muchas de ellas hoy seguimos exclamando: “¡Pero cómo hicieron esto!”. Hemos seleccionado algunos casos representativos para ilustrar esta idea.

[Por IANKO LÓPEZ en ICON]


La edad de oro (1930), de Luis Buñuel

Una de las controvertidas escenas de 'La edad de oro'.

Cuando los muy ricos y elegantes vizcondes de Noailles invitaron a sus amigos para enseñarles esta película que habían financiado y demostrar lo modernos que eran, el resultado fue que se quedaron sin amigos. También sin su abono al Jockey Club, y de milagro no los excomulgó el Papa. Luego todo fue a peor, porque en el estreno oficial hubo actos de vandalismo por parte de la extrema derecha y la cinta fue prohibida durante más de cincuenta años, hasta –atención– 1981. ¿Y qué pasaba ahí que despertara tanta algarabía? De todo: blasfemia, sexo en lugares públicos, sadismo, maltrato a minusválidos, infanticidio y otras modalidades de asesinato, y también vacas paseándose por fiestas de la alta sociedad. El argumento resulta difícil de describir, pero recoge una serie de episodios en los que se las instituciones de la sociedad burguesa son dinamitadas por la fuerza del amor y el deseo. Una de las pocas líneas de diálogo del guion escrito por Buñuel y Dalí ofrece una idea bastante aproximada del percal: “¡Qué felicidad, haber asesinado a nuestros hijos!”. A todo esto, la película es una absoluta obra maestra que anticipa y resume lo mejor de la filmografía posterior de Buñuel.


Éxtasis (1933), de Gustav Machatý

Hedy Lamarr en 'Éxtasis'. Getty Images

Seguramente nadie se acordaría hoy de este drama romántico checo si no fuera por el detalle de que fue la primera película (no pornográfica) en mostrar un orgasmo femenino. La protagonista era Hedy Kiesler, una bellísima actriz austriaca de dieciocho años a la que aún le faltaban un par de reinvenciones para convertirse en Hedy Lamarr, diosa de Hollywood y creadora de la tecnología que anticipó el WiFi. Hedy salía desnuda en la película y ella aseguraba que nadie se lo había advertido cuando firmó el contrato. Pero fue la escena de su orgasmo lo que más revuelo despertó, pese a que cuando sucede a ella solo se le ve el rostro. Parece ser que, para conseguir el efecto deseado, el director hizo que la pincharan en las nalgas con un alfiler, un método que, lógicamente, hoy se consideraría inadmisible y reportaría al director una denuncia como un camión de bomberos. De vuelta a aquellos días, ocurrieron todas las cosas predecibles: el Vaticano vaticaneó, la película no se exhibió en Italia, en Alemania solo lo hizo con cortes, y en los Estados Unidos fue condenada por la Legión Católica para la Decencia, lo que implicaba la prohibición de que los fieles fueran a verla bajo la amenaza de incurrir en pecado mortal. Por supuesto, esto solo sirvió para acrecentar el éxito.


El hombre del brazo de oro (1955), de Otto Preminger

Frank Sinatra en 'El hombre del brazo de oro'. Getty Images

La lucha de un individuo por superar su adicción a la heroína sigue incomodándonos hoy, pero en 1955 rozaba lo infilmable. Pues esa es la historia que cuenta una película en la que el heroinómano está interpretado por Frank Sinatra y su sufrida pareja por Kim Novak, en una osada decisión de reparto que fue solo uno de los muchos riesgos que asumieron los productores. Para compensar, el nombre de la droga no se pronuncia en ningún momento, aunque resulte evidente hasta para el espectador más desinformado. Llama especialmente la atención la larga escena en la que Sinatra atraviesa el mono con un realismo que entonces resultó insoportable para muchos y aún hoy pone los pelos de punta. A consecuencia de esto, la MPAA, la asociación que representaba a los grandes estudios de Hollywood, tuvo que revisar sus propios códigos internos y abrir el grifo de cuestiones relativas a drogas y prostitución en sus siguientes producciones.


Victim (1961), de Basil Dearden

Dirk Bogarde en 'Victim'. Getty Images

En 1961 las relaciones homosexuales estaban prohibidas en el Reino Unido. Y quien se saltara la interdicción debía atenerse al castigo: es bien conocido el caso del científico Alan Turing, quien por tener sexo con otros hombres sufrió la castración química, y poco después se suicidaría. Así que el hecho de que se estrenara entonces una película en la que la homosexualidad del protagonista no se contemplaba como una enfermedad o un peligro social implicaba un gesto casi revolucionario. Victim cuenta las tribulaciones de Melvin Farr, un abogado casado que atraviesa un infierno cuando una red de extorsión a hombres homosexuales lo convierte en una de sus víctimas. La película de Dearden describía de manera muy precisa el clima de miedo y vergüenza y el peligro al que entonces estaba expuesto un gay británico. Cuando en pantalla aparece la pintada “FARR IS QUEER” (“Farr es maricón”) la imagen generaba en el público un efecto catártico que quizá hoy cueste entender. Afortunadamente.


Persona (1966), de Ingmar Bergman

Bibi Andersson y Liv Ullmann en 'Persona'. Getty Images

La película que supuso un punto de inflexión en la carrera de Bergman, pero también en la historia del cine. El argumento es sencillo: la reputada actriz Elisabeth Vogler ha perdido el habla a consecuencia de una crisis nerviosa, y se confina en su casa de campo junto a una joven e ingenua enfermera llamada Alma. Las dos mujeres iniciarán un proceso de mutua transferencia de personalidades repleto de ecos vampíricos y psicoanalíticos.

Todo en la película es osadísimo, desde las decisiones formales hasta el desarrollo de la trama. Pero hay una escena que en su día debió incomodar bastante, y que hoy todavía puede alzar alguna ceja que otra. Después de haberse bebido unas copitas, Alma le confiesa a Elisabeth cómo un verano le fue infiel a su novio montándose una orgía al aire libre con otra chica y dos chicos, y tras quedar embarazada abortó. La crudeza de su lenguaje (palabras como “correrse” o “aborto” sencillamente no se pronunciaban en el cine comercial de entonces) creaba un trauma al espectador, que de este modo empatizaba con el propio trauma de la narradora. Claro que en la primera secuencia de la película Bergman ya había insertado un plano subliminal de un pene en erección, otra cosa para la que la gente que entonces pagaba una entrada de cine no pornográfico no estaba preparada.


Un soplo en el corazón (1971), de Louis Malle

Lea Massari y Benoît Ferreux en 'Un soplo en el corazón'. Getty Images

El incesto es uno de los grandes tabúes que aún quedan. Louis Malle aseguraba que cuando se puso a escribir esta película autobiográfica, su intención no era que la madre y su hijo adolescente terminaran acostándose juntos, pero todo le llevaba a ello, y por supuesto tuvo que sucumbir al dictado de su propia narración. Ah, el fantástico cliché de los personajes que tienen vida propia, lo socorrido que puede llegar a ser. Y sobre todo, qué ilustrativo resulta aquí sobre ciertas fantasías poco confesables del hombre heterosexual. Quizá lo más llamativo de este caso no sea la relación madre-hijo (que también se ha pintado, con tonos más sombríos, en La luna de Bertolucci o Mi madre de Christophe Honoré), sino la ligereza con la que se retrata. La madre, llena de sabiduría pese a su juventud –y, sobre todo, pese a que acaba de cometer lo que puede considerarse una grave imprudencia– trata de aliviar la conciencia de su hijo diciéndole que no debe tener remordimientos por el encuentro sexual que acaban de compartir. Él no deja que el consejo caiga en saco roto, y hace lo que se espera de él: acostarse con otra mujer, porque la mancha de una mora con otra verde se quita.


Pink flamingos (1972), de John Waters

El cartel de 'Pink flamingos', que la crítica recibió (como se presume en la propia promoción del 25 aniversario) como Getty Images

El tándem John Waters (director) y Divine (intérprete) ha deparado alguno de los momentos más chispeantes, desfachatados y francamente groseros del cine norteamericano (y hay competencia). La propia Divine, personaje público del actor y cantante Harris Glenn Milstead (Baltimore, 1945-Los Ángeles, 1988), era una provocación andante. Con su sobrepeso nada disimulado, y su atavío de peluca asentada sobre un cráneo alopécico, maquillaje de payasa y voz de falsete, fue bautizada “la drag queen del siglo” por la revista People. Y para honrar a semejante título de nobleza demostró el valor de mil caballeros medievales. De las nueve cintas que interpretó a las órdenes (es un decir) de su descubridor entre 1966 y 1988, el punto culminante posiblemente lo represente esta “Pink flamingos”.

Divine encarna a una mujer considerada oficialmente la persona más inmunda del mundo, lo que provoca la envidia de unos vecinos que deciden competir con ella en depravación. Comienza entonces una escalada de imprevisibles consecuencias. Exhibicionismo, venta de heroína a menores, maltrato animal y diversos actos sexuales no demasiado normativos nos van preparando para el gran final, en el que, sin trampa ni cartón, Divine agarra un puñado de excrementos de perro recién expulsados y se los lleva a la boca entre sonrisas y arcadas. Su propia madre, que se paseó por el rodaje de la película en algún momento, se declaró extrañada porque su hijo hubiera podido soportar las “condiciones lamentables” del set, dados sus gustos caros en ropa, muebles y comida. Es probable que después de ver la película su extrañeza fuera aún mayor.


Salò o los 12 días de Sodoma (1975), de Pier Paolo Pasolini

Escena de 'Saló o los 120 días de Gomorra'. Cordon Press

Pasolini adaptó una novela del marqués de Sade variando completamente su contexto histórico y político. Lo que en la literatura era el siglo XVIII visto por un libertino, aquí es el fascismo italiano visto por un comunista desesperanzado. En los tiempos de la república de Mussolini, un duque, un obispo, un político y un banquero secuestran a un grupo de jóvenes y, con la complicidad de cuatro prostitutas, los someten a vejaciones que incluyen impensables actos de sexo y violencia hasta su total aniquilación. Esta alegoría sobre la sociedad capitalista y los ocultos modos de fascismo que la sustentan está, a pesar del horror que muestra, atravesada por una poesía trágica y doliente. Pero cuando aún hoy alguien se escandaliza por algo que ha visto en una película, conviene recordarle que hace 45 años Pasolini ya estiró al máximo la goma de lo que puede mostrarse en una pantalla de cine.


El imperio de los sentidos (1976), de Nagisha Oshima

Imagen promocional de 'El imperio de los sentidos'. Cordon Press

Nagisha Oshima se inspiró en una historia real para escribir este guion sobre un hombre y una mujer que viven una historia sexual tan intensa y obsesiva que, llegado un momento, la única salida que encuentran pasa por la mutilación y el asesinato. Cuando se estrenó, tuvo que enfrentarse a la acción de la censura, ya que incluye varias escenas de sexo explícito y no simulado entre los dos protagonistas. La escena en la que él introduce un huevo en la vagina de ella para después comérselo dificultó especialmente su distribución, pero quizá lo más perturbador sea el final. Allí se muestra de manera frontal el resultado del acto de violencia cometido por uno de los amantes sobre el cuerpo del otro, y no es raro que quien lo contemple tenga que apartar la mirada. La película es, por cierto, una de las más bellas y lúcidas reflexiones sobre las intersecciones entre el amor y la muerte de toda la historia del cine.


La piel (1981), de Liliana Cavani

Cartel publicitario de 'La piel'.

En los últimos coletazos de la II Guerra Mundial, Napóles ha sido tomada por las tropas americanas y su población está depauperada y dispuesta a lo que sea para sobrevivir. Lo que sea ya se lo imaginan ustedes, pero por si acaso Liliana Cavani lo muestra con gran detalle a través de los ojos (llenos de cinismo) del escritor y diplomático Curzio Malaparte. Cavani ya había dirigido películas escándalo como Portero de noche (nazismo + sadomasoquismo) y Más allá del bien y del mal (o Nietzsche, Paul Rée, Lou-Andreas Salomé), pero aquí directamente parece seguir una estrategia deliberada para ofender y asquear al espectador encadenando las escenas de depravación y sugerirle que el ser humano merece la extinción. Quizá fuera la única forma de expresar esta idea. Solo quizá.

Pero lo peor llega al final: durante un desfile militar con tanques, los soldados americanos arrojan caramelos a los italianos que acuden a vitorearlos. Un hombre con un niño en brazos se despista en medio del jolgorio, tropieza, y su cuerpo es aplastado por las ruedas del vehículo acorazado. Cavani no es ninguna amante de la elipsis, así que nos ofrece una minuciosa demostración visual acerca del efecto de tropecientas toneladas de acero sobre un cuerpo humano. El plano sostenido sobre el resultado resulta tan insoportable que permanece en el subconsciente durante días.


El pico (1983), de Eloy de la Iglesia

Enrique San Francisco y José Luis Manzano en una escena de 'El Pico'.

La cara menos amable de nuestros locos años ochenta la ponían una grave crisis sociosanitaria (la explosión descontrolada del consumo de heroína) y una amenaza terrorista (los años de plomo de ETA). Ambas realidades planean sobre esta película o intervienen decisivamente en su trama. Se trata de una historia de amistad y caída de dos jóvenes de distinto origen social y político en el marco de un Bilbao que ya no existe, pues en algún momento lo reemplazó el gigantesco holograma irradiado por el efecto Guggenheim. Con películas como Los placeres ocultos, La criatura o El diputado, Eloy de la Iglesia ya había tratado temas rasposos para la sociedad del momento, pero aquí el cóctel entre juventud, heroína, Guardia Civil, izquierda abertzale y brutalidad policial resultaba aún más fuerte de lo esperado. Hay, por supuesto, escenas de sexo y jeringuillas hipodérmicas inyectando su carga letal en primer plano, pero el potencial ofensivo de la película no se limita a eso, sino que se expande como una mancha de aceite sobre la superficie de su ambigüedad moral y política.


Entre tinieblas (1983), de Pedro Almodóvar

Cristina Sánchez Pascual y Mary Carrillo en 'Entre tinieblas'. Cordon Press

Quién le iba a decir a la católica España que en 1983 una película nacional contaría la historia de un convento de monjas regido por una madre superiora heroinómana, lesbiana, fan del bolero y aficionada a extorsionar marquesas. Cuando se habla de la supuesta tibieza política de Almodóvar no está de más recordar que en aquellos tiempos concebir una película como esta era más que una simple provocación y adquiría la consistencia de un manifiesto político: como tal, la cinta aparecía en la reciente exposición del Reina Sofía “Poéticas de la democracia. Imágenes y contra imágenes de la Transición”. La escena en la que la superiora (Julieta Serrano) y su protegida (Cristina Sánchez Pascual) se inyectan droga en una habitación llena de imágenes religiosas conserva, o así nos lo parece, toda su carga explosiva.

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