Continuo con la serie del azar y con True tales of American life, también traducido por Cecilia Ceriani.
Trabajo en una biblioteca donde mi labor consiste en comprar cintas de vídeo para la colección cinematográfica. Durante los últimos años he visto miles de cintas. Es un trabajo que, al cabo del tiempo, se vuelve bastante rutinario. Como de costumbre, la semana pasada puse una cinta y comencé a ver la película. Una madre va en coche con sus hijos. Los niños preguntan adónde van. La madre responde: «Vamos a Santa Rosa». Yo exclamo «¡Bien!» para mis adentros. Después de todo, yo nací en Santa Rosa. La miro durante un rato, comprobando la calidad del sonido y de la imagen. Retiro la cinta y pongo la segunda parte. Es de noche. Una joven corre calle abajo, se acerca a una casa, sube la escalera del porche, lo atraviesa y entra en la casa por la ventana de un dormitorio. Me revuelvo en mi silla. No puede ser. Ése es el porche de mi casa y la ventana es la de mi dormitorio. Aparecen dos chicas hablando pero no presto atención a lo que dicen porque estoy demasiado ocupada mirando aquel cuarto. La ventana queda a la derecha, no hay armarios empotrados (la casa era demasiado antigua). Me fijo en los techos de más de cuatro metros de altura y recuerdo lo difícil que era encontrar cortinas con esa medida. Paro la cinta. La cabeza me da vueltas. Era la habitación de la casa donde yo había crecido. Yo dormía en aquel cuarto con mi abuela, en una camita de hierro que estaba en la pared opuesta a la cama de ella. Saco la cinta y vuelvo a poner la primera. La madre y los niños yendo en coche. Entran en un barrio en el que se ven diferentes grupos étnicos. Niños de origen hispano que juegan en la calle, una mujer vietnamita leyendo el periódico, negros vestidos con el uniforme de una banda de música que charlan en un callejón. El coche tuerce en una esquina. Me inclino hacia delante. Yo he estado en esa calle. La he recorrido en mi bicicleta Sears de color azul con el sillín forrado de corderito y el viento estival acariciándome la cara. El coche se detiene delante de una casa. La madre se baja y sube los escalones del porche. Una mujer le abre la puerta. A través de la puerta de tela metálica veo la recargada decoración que hay alrededor del arco que conduce al comedor. Están hablando en la cocina. Todo es exactamente igual: la mesa de la cocina debajo de la ventana, la enorme cocina esmaltada en blanco, un armario solitario junto a la pila. Un hombre entra desde otra habitación: mi cuarto. Lleva una toalla sobre los hombros. Sale del único baño que hay en toda la casa. La puerta de mi cuarto tiene un pequeño picaporte ovalado que está colocado bastante alto. Recuerdo que tenía que estirarme para alcanzarlo. Me inclino hacia delante como si así fuese a ver más. Distingo la puerta lateral que da al porche donde yo hacía tortitas de barro para mi perro. Sé que un poco más allá están los escalones que conducen al jardín trasero donde enterré el pájaro que encontré muerto, donde está el manzano con el columpio y el jardín de mi padre. Detengo la cinta. De pronto han desaparecido treinta y cinco años y miles de kilómetros. De alguna forma muy sutil, he cambiado. Siento el sol sobre mi piel, veo la cara de mi perro y oigo cantar a los pájaros. En un mundo donde la vida es a veces prosaica, rutinaria y, a menudo, cruel, me siento de repente maravillada.
Por MARIE JOHNSON, Fairbanks, Alaska.
No cabe decir cuáles son las probabilidades de algo como esto, ¿verdad?
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