Continuo con la serie del azar y con True tales of American life, también traducido por Cecilia Ceriani.
La historia de un conejo
Hace un par de años fui a visitar a una amiga con la idea de disfrutar juntos un compact que acababa de comprar. Me encaramé sobre una silla de madera de su salón, poniendo sumo cuidado en evitar todo contacto con el gato que estaba repantigado en el sofá, mil veces más cómodo y mullido.
Cuando ya llevábamos un rato escuchando la música, por el rabillo del ojo divisé un segundo gato que bajaba por la escalera. Hice un leve comentario de reproche, del tipo que podría esperarse de alguien que sufre alergia.
—Pero si eso no es un gato —me aclaró mi amiga—. Es un conejo que tiene mi hija.
Entonces recordé algo que había oído una vez. Le pregunté:
—¿Es verdad que hay que tener cuidado si los dejas sueltos por la casa, porque los conejos tienen la costumbre de morder los cables y pueden…?
—Sí —contestó—. Hay que estar muy atento.
Entonces se me ocurrió hacer un chiste. Le dije que si un día se encontraba al conejo electrocutado, me llamase inmediatamente. Que yo iría a buscarlo, me lo llevaría a casa y lo cocinaría para la cena. Nos reímos un rato con mi ocurrencia.
El conejo desapareció de nuestra vista. Poco después mi amiga se marchó del salón a buscar un lápiz y regresó inmediatamente con el rostro desencajado. Le pregunté qué sucedía y me contestó que el conejo acababa de morder el cable de una lámpara y que se había electrocutado exactamente como yo lo había descrito. Ella había llegado justo cuando sacudía las patas y moría.
Corrí a la habitación de al lado para comprobarlo con mis propios ojos. Allí yacía el animal inerte, con sus dos dientes delanteros todavía hincados en el cable marrón. Cada pocos segundos se veía centellear un diminuto puente eléctrico entre los dos dientecitos.
Mi amiga y yo nos miramos estupefactos. No sabíamos si ponernos nerviosos o tomárnoslo con humor. Cuando se hizo evidente que había que hacer algo, cogí una escoba y aparté del cable a aquel conejo que seguía cocinándose lentamente.
Seguimos allí de pie durante otro rato mirando el cadáver boquiabiertos. Por fin mi amiga habló. Acababa de ocurrírsele algo.
—¿Te das cuenta de que podías haber pedido cualquier cosa? —dijo.
—¿A qué te refieres? —le pregunté.
—Antes, cuando has dicho que te llevarías el conejo a casa y lo cocinarías para la cena —dijo—. En ese momento, cuando has sugerido esa posibilidad, igual de fácil podías haber pedido un millón de dólares o cualquier otra cosa que desearas. Y lo hubieses conseguido. Ha sido uno de esos momentos irrepetibles, esos momentos en los que cualquier cosa que pidas puede hacerse realidad.
Jamás he tenido la menor duda de que mi amiga estaba en lo cierto.
Por BARRY FOY, Seattle, Washington
Otro ejemplo -igual que el anterior- de porque el azar es el principal culpable de la existencia de religiones o, como mínimo, igual de culpable que nuestra necesidad de creer en algo.
Hasta la próxima!
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