En pleno supremacismo racial, con el Ku Klux Klan actuando aún impunemente, Jack Johnson trastornó los Estados Unidos al convertirse en el primer boxeador negro que ganaba el campeonato mundial. Los abusos que cometía hacia amantes y esposas, todas blancas, se usaron para condenarlo, pero huyó y emprendió un exilio que lo llevó hasta Barcelona
Cuatro de julio de 1910. Día de la Independencia de los Estados Unidos. El mundo vive pendiente del combate por el campeonato del mundo de los pesos pesados entre el campeón vigente, Jack Johnson, i Jim Jefrries, excampeón del mundo ya retirado. Johnson es una montaña de músculo de 1,85 metros de altura de raza negra. Y he aquí el problema, su “imperdonable negritud” como dijo un periodista de la época. Solo es necesario leer la crónica del Chicago Tribune para entender la mentalidad de aquellos tiempos. Jeffries es, según el rotativo, “la gran esperanza blanca”, el único que puede lograr que la vida en los EEUU recupere la “normalidad”.
La “normalidad” entonces era que los campeones de boxeo fueran WASP; es decir, blancos, anglosajones, protestantes, la élite de los Estados Unidos. No en vano, el boxeo era uno de los deportes reyes del momento y sus cabezas de cartel, verdaderos ídolos que en erigirse campeones del mundo pasaban a tener un aura aristocrática. En el otro extremo, los negros eran los ciudadanos de segunda por excelencia. La esclavitud ya era historia pero continuaba muy arraigada en el imaginario colectivo del país, y, de hecho, los mismos padres de Jack Johnson habían nacido esclavos.
Las transgresiones de un "espíritu libre"
En este contexto, la publicidad previa al enfrentamiento entre los dos pesos pesados fue decisiva a la hora de encender los ánimos. La prensa blanca dedicaba páginas a alabar las habilidades pugilísticas de Jeffries, así como su respetables vida privada, en contraposición con la de Johnson, un transgresor en todos los sentidos. Ciertamente, Johnson era un espíritu libre hasta el extremo de hurgar en los tabúes i seducir mujeres de raza blanca, cosa que equivalía a una sentencia de muerte y una amenaza contra las más arraigadas creencias del establishment norte-americano.
Por su lado, la prensa negra exaltaba las virtudes del “Gigante de Galveston”, en alusión a la cuitas tejana que lo había visto nacer en 1871. Explicaban que de bien pequeño se había considerado un predestinado, una persona nacida para romper barreras. Independiente, perseverante, tozudo, en el contexto de pobreza en el que creció, el boxeo era prácticamente la única escapatoria posible. Se inició en una tipología de pelea que ahora resultan del todo inverosímiles. Consistían en juntar un puñado de niños negros en un ring, vendarles los ojos i dejar que se pegaran hasta que solo quedara uno de pie. El ganador se llevaba las monedas que el público lanzaba al ring improvisado del tugurio de turno.
Cuando cumplió 18 años, el físico de Johnson se había convertido en un auténtico prodigio de la naturaleza y él se había convertido en todo un profesional, un espárring para viejos púgiles a diez dólares la noche.
Un incidente con la ley le permitió terminar de dominar los fundamentos del boxeo en prisión. Allí dentro, enjaulado, pulió un estilo propio. Suave, a la defensiva, a distancia, sin recibir golpes, paciente, esperando el momento propicio, sabiendo cómo desgastar al contrario. Convertido en un boxeador muy ágil, en 1902 Johnson se erigió en campeón mundial negro de los pesos pesados y en 1907 noqueó al excampeón mundial Bob Fitzsimmons en solo dos asaltos. Su equivalente blanco en aquel momento era James Jeffries, campeón del mundo de los pesos pesados en 1905. Sin encontrar a nadie que le hiciera sombra, Jeffries se retiró a una granja de Burbank (California), invicto. Fue entonces cuando se alzaron las primeras voces deportivas que reclamaban que se diera a Jack Johnson la oportunidad en la lucha mundial de los pesos pesados, pero Jeffries se negaba en redondo a competir con un negro, una confrontación que, según él mismo decía, podía poner en entredicho la supremacía atlética blanca. Fue el sucesor de Jeffries como campeón mundial, Jimmy Burns, quien harto de la insolencia de Johnson, que lo provocaba a través de la prensa, aceptó el reto.
1908: Johnson contra Burns
La oposición era fuerte. De entrada, ninguna ciudad de Estados Unidos querría acoger un duelo de este tipo. Se temía que si Johnson ganaba habría graves disturbios raciales. Cabe pensar que el Ku Klux Klan aún actuaba con casi total impunidad y que algunos estudios señalaban que el porcentaje de linchamiento a los negros en aquel periodo era de 37 por cada 100.000 habitantes. La brutalidad era tal que hasta se temía que Johnson fuera literalmente agredido por una turba enloquecida.
Pero un espabilado promotor australiano, Hugh D. McIntosh, supo aprovechar aquella oportunidad de negocio y encontró la solución: el combate se celebraría en The Stadium de Sydney el día de Navidad de 1908. Des del primer asalto, el escarnio fue brutal. Burns sufrió todos y cada uno de los 30.000 dólares que había acordado ganar por su participación, hasta el punto que en el 14o asalto, la policía tuvo que intervenir para apurar la sangría. También se ordenaron detener las cámaras. No se podía tolerar que el KO a un blanco a manos de un negro quedara grabado en aquella innovadora tecnología llamada celuloide.
La grabación para el cine del combate de 1908 convirtió a Johnson en una celebridad mundial
Sin embargo, la práctica totalidad del combate estaba grabada i McIntosh se apresuró a vender los derechos al Reino Unido y a los Estados Unidos. Jack Johnson, que entonces tenía 30 años, no solo se convirtió en el primer boxeador negro que llegaba a campeón del mundo sino también en una celebridad. La fama acentuó aún más su comportamiento arrogante. En un mundo en el que existía el código Hays de censura cinematográfica (vigente hasta los años sesenta y que vetaba las relaciones interraciales en pantalla), la prensa denunciaba sus asuntos con putas y amantes blancas i varios maltratos. Le gustaba la buena vida i hacía ostentación. Vestía como un dandi, se comportaba como una diva y corría al volante. Pagaba el importe de las multas en efectivo, y si el policía no tenía cambio, le decía que se lo quedara i se lo descontara de la siguiente infracción.
Mientras, la América blanca buscaba como destronar a Johnson pero no le encontraba rival. No quedaba más salida que convencer al retirado Jeffries, que ya tenía 34 años. Le ofrecieron dos tercios de la bola de 101.000 dólares, una cifra desorbitada pero que estaba justificada porque “América y la raza blanca dependen de ti”, decía la prensa. Jeffries lo aceptó dejando muy claro que no lo hacía por dinero sino “para demostrar que un blanco es siempre mejor que un negro”.
Máxima expectación en Reno
La pequeña población de Reno, en Nevada, el único estado donde el boxeo era legal, fue la localidad elegida para acoger “la batalla del siglo” entre Johnson y Jeffries. La expectación era inusitada, un verdadero preludio de la futura mercantilización del mundo del deporte. En aquel pueblo de 15.000 habitantes llegaron 20.000 para presenciar el espectáculo.
En aquel pueblo de 15.000 habitantes llegaron 20.000 para presenciar el espectáculo.
Las entradas de aquel combate de lujo valían una fortuna, entre 25 y 50 dólares, y su promotor, George Tex Richard, llegó a invitar al presidente de los EEUU, William Howard Taft, a ser uno de los jueces, pero el mandatario declinó la oferta. También hizo grabar el combate, un hecho aún poco corriente, con la intención de reproducirlo después en todas las salas de cine del país, una apuesta que ha permitido que las imágenes del combate hayan llegado hasta nuestros días.
Por fin llega el día, volvemos al 4 de julio de 1910. Bajo un sol abrasador, los asistentes ven como en la entrada del recinto, construido especialmente para la ocasión, se requisan las armas de fuego. También está prohibida la venta de alcohol. En el ring, Jeffries se niega a dar la mano a Johnson antes de empezar el combate. El campeón mundial arranca a la defensiva, esperando comprobar si el viejo aspirante nota los seis años de ausencia. Lentamente, sin prisa, lo va ablandando hasta someterlo a una lluvia de golpes precisos. Hasta el sexto asalto el combate está igualado, pero a partir del séptimo, el afroamericano empieza a tomar el control ante la sorpresa generalizada del público. En el catorceavo asalto, Jeffries ya tiene la nariz rota, un ojo tumefacto y cerrado y el pecho cubierto de sangre. Medio grogui, Jeffries se mueve como un fantasma sobre el ring. En el quinceavo round, Johnson noquea a Jeffries y el público, de raza blanca en su totalidad, empieza a desfilar de las gradas con un silencio sepulcral.
Johnson noquea a Jeffries y el público empieza a desfilar de las gradas con un silencio sepulcral.
Los dos mejores boxeadores del mundo
Por primera vez, Jeffries había perdido un combate. El excampeón admitió que ni siquiera en su mejor época habría podido derrotar a Johnson. “No lo habría cazado ni en mil años. Jack Johnson es el mejor boxeador que he visto nunca,” dijo. Este, por su lado, afirmó que Jeffries era el mejor boxeador con quien se había enfrentado jamás. Después de la incontestable victoria de Johnson, los disturbios raciales explotaron en todo el país y se contabilizaron 250 víctimas mortales. La película del combate se prohibió en numerosos estados y todo el mundo recomendó a Johnson que moderara su arrogancia y que no pusiera las cosas más difíciles, pero él siguió a la suya.
Establecido en Chicago, su primera mujer, obviamente de raza Blanc, Etta Terry Duryea, se terminará suicidando en agosto de 1912 después de haber denunciado múltiples abusos y maltratos por parte de su marido. De hecho, fue su comportamiento depredador hacia las mujeres lo que dio alas a sus detractores para intentar hundirlo. Lo pillaron aduciendo a la ley Mann, que prohibía el transporte de mujeres caucásicas entres atado con propósitos de prostitución. La denuncia la hizo la mujer de su segunda esposa, Lucille Cameron, también de raza blanca. Hasta el pensador negro Booker T. Washington li riñó: “Unos músculos sin cerebro no tienen ningún uso.”
En el juicio, el demoledor testimonio de una exímante, Belle Schreiber, determinó un jurado que en dos horas ja tenía un veredicto: culpable. La condena: un año de cárcel.
Jack Johnson logró escaparse de la policía y huir a Montreal (Canadá), donde empezó un largo exilio que lo llevó a París, Londres y Suecia. En todo el mundo se lo rechazaba. Con sus recursos disminuidos, volvió a boxear, la única forma que sabía de mantener su lujoso tren de vida, pero el inicio de la Gran Guerra desvanecieron sus esperanzas de iniciar una gira europea.
Unos espabilados le propusieron que se enfrentara al boxeador blanco Jess Willard en La Havana. Corría el rumor que si perdía, lo dejarían volver a casa y retirarían los cargos. Johnson, que ya tenía 37 años, bebía demasiado, fumaba y continuaba con sus excesos. Willard, diez años más joven, con sus casi dos metros de altura, disfrutaba de un físico envidiable. El combate se programó a 45 asaltos, pero en el quinceavo Johnson estaba agotado, cansado por el bochorno y per un Willard que, en el 26o asalto, lo noqueó.
El perdón de Donald Trump
El día después de ser derrotado, Johnson pidió el pasaporte al consulado norteamericano de Cuba, pero se lo denegaron. Empezaba un segundo exilio que se alargaría siete años y que lo llevaría a Barcelona. La primavera de 1920, pactó su retorno a los EEUU, donde nada más llegar fue encarcelado durante un año.
Al recuperar su libertad, se dedicó al vodevil y al teatro, se convirtió en predicador y compró un local en Harlem que acabaría siendo el mítico Cotton Club. Punto final: a los 68 años, en un establecimiento de Raleigh (Carolina del Norte) no le quisieron servir una cosa por el hecho de ser negro. Cabreado, cogió el coche y se estampó contra un poste de telégrafo a más de 120 por hora. Acababa así la exigencia terrenal del indomable Jack Johnson i empezaba la leyenda. El pasado años, el presidente de los Estados Unidos Donald Trump firmó un decretó presidencial de perdón y rehabilitación de su memoria.
FUENTE: Sàpiens 219. Escrito por Frederic Porta, periodista
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