La ley seca, que entronizó a Al Capone, quiso “cerrar las puertas del infierno” y las abrió de par en par
Los felices años veinte, también llamados los alocados años veinte, nacieron con un disparo a la cabeza y murieron con una ráfaga de metralleta. Pocos decenios han quedado tan grabados en nuestro subconsciente colectivo como el que va de 1920 a 1929. Fue una época convulsa. La inauguró el balazo que le voló los sesos a Big Jim Colosimo. Y la clausuró la masacre de San Valentín. Cerca de 700 homicidios hicieron de Chicago la capital del crimen y entronizaron a Al Capone (1899-1947) como su rey.
Todo comenzó como una fiesta, con los bares clandestinos que burlaban la ley seca en Estados Unidos. Y acabó como un entierro, con la crisis bursátil del 29 y los primeros nubarrones que vaticinaban la Segunda Guerra Mundial. La delincuencia es tan antigua como la humanidad. Y las cofradías de delincuentes, también. Ahí están, por ejemplo, los thugs. Pero nunca hasta entonces nadie del gremio llegó tan lejos y tan alto como Alphonse Gabriel Capone, Al Capone. La clave de su éxito fue terriblemente moderna: la corrupción del poder.
Los thugs (los ladrones, en hindi) aparecen en las novelas de Emilio Salgari. Constituían una red de fraternidades secretas que estuvo activa en India desde la edad media hasta el siglo XIX. Esta es quizá la organización criminal más antigua del mundo. Todas las mafias son organizaciones criminales, pero no todas las organizaciones criminales son mafiosas. ¿Qué diferenciaba a los thugs de los torpedos de Capone? ¿O de los ejércitos de asesinos y sicarios de otros capos mafiosos?
La connivencia con el poder. Eso distingue y hace grandes a las mafias. La mayoría de los delincuentes aspiran a trabajar a escondidas de las autoridades. Sin embargo, el crimen organizado que nació ahora hace un siglo descubrió que es más fructífero trabajar bajo la sombra protectora de las autoridades. De ciertas autoridades, las corruptas o las corrompibles. Sólo así esta industria criminal, cuya punta de lanza estuvo en Chicago y Nueva York, pudo expandirse desde Estados Unidos a todo el mundo.
Un hilo invisible une los años veinte con las mafias chinas que trafican hoy con seres humanos. O con los vor v zakone y los gruppirovki , los ladrones de ley y las bandas que renacieron como servicios de protección privados tras el naufragio soviético. Y con las familias italianas que todavía obligan a ir con escolta al escritor Roberto Saviano, autor de la clarividente Gomorra (Debate). Esos clanes son los mismos que exportaron al otro lado del Atlántico sus métodos y que luego copiaron sus innovaciones.
Y, como tantas cosas en la vida, la eclosión del crimen organizado empezó con una medida que buscaba justo lo contrario: frenar la delincuencia. La ley seca o ley Volstead pretendía “cerrar las puertas del infierno”, como dijo el congresista de Minnesota que la impulsó, Andrew J. Volstead. Pero lo que acabó haciendo fue abrir esas puertas de par en par. La prohibición de producir, distribuir y vender bebidas alcohólicas se aprobó en 1919 y entró en vigor en 1920. Fue peor el remedio que la enfermedad.
Se destruyeron millones de litros de alcohol. Pero muchos más se importaron ilegalmente o comenzaron a destilarse en alambiques clandestinos, como los que se exhiben en el Museo de la Mafia o Mob Museum, en Las Vegas. La frontera con Canadá ha sido históricamente permeable al contrabando. Así lo refleja la última novela de Margaret Atwood, Los testamentos (Salamandra): “En la subhistoria de la región hay contrabandistas de ron y de tabaco, narcotraficantes y forajidos que se dedican a todo tipo de estraperlo. Las fronteras no significan nada para ellos”.
El consumo no sólo no menguó, sino que se disparó. El país quería olvidar la Primera Guerra Mundial y los tiempos eran propicios a la euforia. La economía se elevaba como un globo (aunque el pinchazo estaba cerca). Las bebidas también llegaban en barco a la costa atlántica y se introducían de contrabando. Las exportaciones británicas de alcohol al Caribe se sextuplicaron, pero este no era su verdadero destino. Los licores que arribaban cada año a Jamaica y Barbados “hubieran podido mantener ebria a su población durante varios siglos”.
El entrecomillado es del historiador Mike Dash, autor de La primera familia: extorsión, venganza, muerte y el nacimiento de la mafia americana (Debate). Las 16.000 tabernas que existían en Nueva York antes de la ley fueron reemplazadas por 32.000 bares clandestinos. Los precios subieron como la espuma. Una cerveza costaba hasta diez veces más que antes. ¿Y quién se hizo de oro con la prohibición? ¿Quién manejaba los resortes del contrabando? Delincuentes como Giacomo Colosimo, Big Jim .
Big Jim Colosimo, que emigró con sus padres a Chicago desde Calabria, regentaba una importante red de prostíbulos, garitos de juegos y cervecerías. Pero no tenía una gran visión empresarial. Por eso, cuando empezó a ganar más dinero del que jamás había soñado pidió ayuda a un primo de su mujer, la madama Victoria Moresco. El primo era John Torrio, de los bajos fondos de Brooklyn. Fue como si las gallinas invitaran a entrar al zorro. Ese era precisamente su alias: Torrio, el Zorro.
Donato Torrio, su verdadero nombre, también era de Italia. Cuando se mudó a Chicago, ya había demostrado sus dotes de gestión entre las bandas de Nueva York. Lo primero que dijo al llegar es que era el momento de pensar a lo grande. Y cuando su primo se negó, el Zorro hizo lo de siempre: encargar a alguien que le librara del problema. Un pistolero, probablemente Frankie Yale, mató de un tiro en la cabeza al melómano Big Jim Colosimo, como recoge magistralmente una escena de la serie Boardwalk Empire .
El asesinato se produjo el 11 de mayo de 1920. La historiadora Deirdre Bair sostiene que ese balazo fue determinante “para la aparición de la industria del crimen organizado y para que John Torrio transformara Chicago en sinónimo de mafia, al estructurar la tradicional banda italiana como una empresa moderna”. El nombre de Torrio no dice nada a muchos estadounidenses, pero hasta los que no saben quiénes han sido los tres antecesores de Donald Trump en la Casa Blanca saben quién fue Al Capone.
El maestro de Al Capone. "John Torrio no habría sido un mal tipo, de no ser por sus innumerables delitos, extorsiones y asesinatos” WALTER NOBLE BURNS (Autor de ‘Chicago sangriento’)
De hecho, Capone es conocido en todo el mundo. Fue el mejor alumno en Brooklyn de Torrio, que no tardó en llamarlo a su lado. Uno de sus primeros biógrafos, Walter Noble Burns, dice en Chicago sangriento (Valdemar) que “su ascenso fue prodigioso, su reino sensacional y su caída vertiginosa”. Él sí nació en Estados Unidos y podía vanagloriarse de que era “estadounidense por los cuatro costados”, aunque mentía cuando aseguraba que se hizo las cicatrices de su cara luchando por su país en la Primera Guerra Mundial.
La prensa se refirió inicialmente a él como Al Brown, una de sus identidades falsas, o como Al Brown Scarface (Cara cortada). Como Julio Iglesias, Capone se empeñaba en que los fotógrafos sólo captaran su lado bueno, el derecho. No estaba orgulloso de las marcas de su mejilla izquierda, ocasionadas con una navaja o una botella rota en una reyerta de bar durante sus primeros tiempos. Sólo alguien tan sagaz como Torrio podía ver en aquel corpulento italoamericano algo más que un simple matón.
Y no se equivocó. Scarface no sólo sabía apretar el gatillo. Tenía un genio innato para la contabilidad y fue escalando puestos hasta convertirse en la mano derecha de su mentor. Contrabando, usura, juego ilegal, extorsiones, sobornos, muertes… Se le atribuyó una retahíla pasmosa de asesinatos, como autor material o como inductor, aunque no se le pudo probar ninguno. Los testigos de sus fechorías desaparecían misteriosamente, sufrían repentinos accesos de amnesia o se retractaban de sus declaraciones.
Nada hubiera sido posible “sin la alianza del crimen y la política”, asegura la ya citada Deirdre Bair en Al Capone: su vida, su legado y su leyenda (Anagrama). En aquellos días, la principal amenaza de la industria del crimen no era la ley, sino la propia industria del crimen. Las guerras entre bandas y la lucha por el poder anegaron en sangre Chicago y ciudades satélite como Burham y Cicero. Algunos autores calculan que hubo al menos 700 muertos, la mayoría mafiosos, pero también fiscales y periodistas.
Luciano Violante, autor de No es la ‘piovra’: doce tesis sobre la mafia (Anaya & Muchnik) y presidente de la Cámara de Diputados italiana entre 1996 y 2001, cree que eso no ha cambiado. “La moderna industria del crimen ha asesinado a políticos, jueces y policías, pero también a periodistas: esta es la señal más evidente de su totalitarismo”. Un totalitarismo, agrega Violante, que hermana a la mafia con “el estalinismo y el nazismo” porque tanto la industria del crimen como las dictaduras matan “a quienes les combaten con el pensamiento y la palabra”.
El afán por corromper y por imponer la voluntad a sangre y fuego tampoco ha cambiado desde los años veinte. Michele Genna, Mike el Diablo , rival de Capone, fue abatido en las batallas intestinas de Chicago. El 13 de junio de 1925, cuando lo mataron, en su bolsillo apareció una libreta negra con los nombres de 400 policías a sueldo de su banda. Tal era el trasiego de agentes uniformados por las oficinas de la familia Genna que los vecinos conocían el edificio como “la otra comisaría de policía”.
Uno de los oficiales en nómina recibía 800 dólares al mes, una fortuna para la época. Mike el Diablo necesitaba la libreta para evitar que agentes ajenos a su organización intentasen cobrar por serviciosque prestaban otros. Los policías sobornados también recurrían a sus propias listas para no meter la pata. De vez en cuando, cuando había que calmar las críticas, se organizaban operaciones para desmantelar los alambiques de pequeños contrabandistas.
Pero algunos pícaros mentían y decían que eran trabajadores de los Genna (o de cualquier otro clan poderoso), con lo que evitaban el decomiso. Para evitar hacer de escudo a la competencia, los Genna entregaron a sus policías una enumeración completa de los almacenes, destilerías y bares clandestinos que sí les pertenecían. Y el escándalo no acababa ahí. Los agentes corruptos llegaron a escoltar convoyes de los contrabandistas y a alertar de los movimientos de los compañeros con las manos limpias.
En los bolsillos de otra víctima de Capone, Hymie Weiss, que murió tiroteado el 11 de octubre de 1926, se hallaron dos manuscritos. Ambos eran muy reveladores. El primero incluía los nombres de todos los jueces que le estaban investigando y el segundo, las identidades y direcciones de los testigos que debían declarar contra dos miembros de su banda. A pesar del asesinato de su jefe, aquel documento demostró su utilidad: los dos hampones fueron absueltos “por falta de pruebas”.
El periodista Misha Glenny recalca en McMafia: el crimen sin fronteras (Destino) que estas cosas no son sólo de Estados Unidos ni del pasado. Los ingenuos, dice, deberían ver la serie de documentales Shangai Vice , del también británico Phil Agland. En un capítulo, agentes de Shanghai realizan una redada antidroga en Guandong sin alertar a la policía local porque admiten abiertamente que “sus colegas cantoneses son tan corruptos que avisarían inmediatamente a los mayoristas de heroína” .
Gus Russo, estudioso de la mafia y conocido por sus investigaciones sobre el asesinato de John F. Kennedy, explica hechos muy significativos en The Outfit (Bloomsbury). Cuando las autoridades del Chicago de los años veinte tenían que guardar las apariencias y ordenaban una operación de importancia, los afectados recibían un aviso con 24 horas de antelación. “Los agentes se encontraban a su llegada un local vacío, pero en cuanto se iban la destilería comenzaba a funcionar de nuevo a pleno rendimiento”.
The Outfit o The Organization era el sindicato del crimen que encumbró a John Torrio y Al Capone. Este se quedó con las riendas en 1925, cuando su mentor vio las balas silbar muy cerca y regresó a Italia para disfrutar de su inmensa fortuna. Un estudio de la Harvard Bussiness School explica que Capone dirigió sus actividades delictivas como una gran empresa. Hasta 1933 controló centenares de prostíbulos, bares y casinos clandestinos. O garitos del extrarradio que eran todo eso a la vez.
Sus ganancias equivaldrían a más de 1.300 millones de euros actuales. Tales beneficios eran posibles gracias a sus “conexiones políticas y policiales”. Más de un periodista que le entrevistó, como Howard Vincent O’Brien, del Chicago Daily News, fue testigo de las llamadas que recibía de senadores y altos cargos. Y el mismísimo Capone se enorgullecía con desvergüenza de tener “en nómina a la mitad de la policía de Chicago”. Esa jactancia, y los problemas fiscales que comenzaban a acosarle, fueron su perdición.
Si una fecha marcó su declive fue la del 14 de febrero de 1929, el día de la matanza de San Valentín. Aquello fue demasiado incluso para el Chicago más acostumbrado a los tiroteos. Cuatro hombres, presumiblemente a sus órdenes y dos de ellos disfrazados de policías, entraron en el garaje de una banda rival y ametrallaron a siete personas. Además de cinco hampones, entre las víctimas había un mecánico y un médico que estuvieron en el peor lugar en el peor momento.
Por increíble que parezca, este múltiple asesinato tampoco llegó a juicio. Al final lo que acabó con Capone no fueron sus múltiples delitos de sangre, sino sus problemas fiscales. En 1927 el Tribunal Supremo aprobó una ley para que incluso los ingresos ilegales pagasen impuestos. Por primera vez, los jueces tenían algo tangible que esgrimir en su contra.
Además, el rey del hampa se olvidó de una cosa: donde hay corruptos, también hay incorruptibles. Un personaje real, y muy cinematográfico, el agente del Tesoro Eliot Ness, fue el más famoso de sus enemigos. Pero hubo más funcionarios honestos que decidieron jugarse la vida para poner fin a sus tropelías. Y no a todos se les ha hecho justicia. Ni a todas…
La ley seca fue revocada en 1933. Pasada la efervescencia de los años veinte, en lo peor de la Depresión, los Capone se gastaban más de mil dólares semanales en comida. Eso era mucho más de lo que se podía permitir una familia de clase media en todo un año. El país estaba en quiebra y la publicación de la noticia dañó más la reputación del mafioso que la enorme lista de artículos que lo implicaban en extorsiones, proxenetismo y asesinatos.
Una jurista, que trabajaba como ayudante del fiscal general, Mabel Willebrandt, fue una de las grandes heroínas de esta historia. Ella se dio cuenta antes que nadie de algo que hoy parece una obviedad. Si los gerifaltes de la industria del crimen manejaban tanto dinero era porque no pagaban impuestos. Y probar las infracciones fiscales podía ser más fácil que probar la autoría de asesinatos de los que nadie quería hablar. Este fue el camino que condujo a la perdición de Scarface.
Capone, que ya había pasado antes una temporada entre rejas por tenencia ilícita de armas, fue condenado en 1931 a 11 años de cárcel por evasión fiscal. Acabó en Alcatraz. Lo liberaron por buena conducta en 1939, arruinado, enfermo y demente. Vivió sus últimos días con la edad mental de un niño de 12 años. Era el resultado de sus muchos excesos y de una enfermedad venérea nunca tratada y que degeneró en una neurosífilis. Murió el 25 de enero de 1947, cinco días después que Andrew J. Volstead, el padre de la ley seca.
Los nombres del resto de mafiosos de este reportaje se han perdido en el olvido. Ya nadie recuerda a los hermanos Genna. O a los Morici. Ni a Neron el Caballero , Tropea el Azote o Baldelle el Águila . Ni a Bugs Moran, el jefe de las víctimas de la masacre de San Valentín y que se salvó de milagro porque llegó tarde al garaje. Pero todo el mundo sabe quién fue Al Capone. Hoy está más vivo que nunca gracias a libros, documentales y series. Y gracias, sobre todo, al negocio de sangre, corrupción y miedo que contribuyó a extender como una mancha de aceite. El crimen organizado.
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