Es de esos lugares que aparecen ya ligados a una figura. Aunque sea de ficción. Sobre todo si es de ficción, vaya, porque no mueren nunca. Él menos, claro, que para eso es inmortal. Whitby es Drácula y su presencia rezuma por toda la costa de Yorkshire. Solo que los tiempos cambian, y, por muy vampiro que uno sea, hay cosas a las que no puede oponerse. Acompáñennos hasta Whitby (es bonito, se lo prometo) y sigamos juntos las huellas del conde.
Ese irlandés del que usted me habla
Agosto de 1890. Un tipo grande (enorme, con barba y cabellos de fuego) baja del tren con esa cara de cansancio que se nos pone a todos cuando viajamos al resort de vacaciones. Inmediatamente el viento húmedo, salado, azota su rostro. Perfecto. Bram Stoker acaba de llegar a Whitby.
No es poca cosa. El viaje, digo, porque allí se moldeará de manera definitiva un mito hecho a palabras y tinta. También van a suceder otros hechos en Whitby (nuestro admirado Stoker, por ejemplo, intenta que Irving Noel, primogénito, aprenda a nadar por el método más antiguo del mundo… esto es, empujando al niño de once años donde cubre… qué chispa tenía Bram, joder) pero todas quedan opacadas por él. Por su figura, su magnetismo, su (doble) inmortalidad. A Whitby el irlandés se ha llevado el boceto de una novela aún por pulir y allí encontrará imágenes, escenarios, documentos y, claro, esa pizca de inspiración que le van a servir para pergeñarla (casi) del todo. Por eso al conde Drácula le podemos contar entre los vecinos de este pueblecito de Yorkshire.
Una historia de vampiros, que están bastante de moda. Eso trae en la cabeza Stoker cuando llega a Whitby (qué calorcito más agradable, qué aire más limpio, mira los Sanderson, ellos también veranean aquí) tomándose mínimas vacaciones en su trabajo como gerente del Lyceum Theatre, pleno Westminster. Iba a ir (la novela) sobre cierto noble que llega del este para desatar la sicalipsis en los tiernos cuellos de jovencitas victorianas. El conde Wampyr, nada menos, porque Stoker andaba regular de sutileza.
Allí, en Whitby, Bram pasea, hace vida social y piensa. Piensa mucho. También echa horas en la biblioteca, porque los escritores son así, huyen de las playas. Tipos aburridos. Se deja mecer por las ruinas de la abadía y su leyenda de santa Hilda. Mira qué casualidad, aquí también llegaron unos invasores malos y arrasaron con todo. Cuán ligera metáfora. Habla con unos y con otros, llega a apuntar ciento sesenta y cuatro palabras en enrevesado dialecto del Yorkshire costero (usará casi la mitad en Drácula), porque quiere darle verosimilitud al asunto. Y porque, vaya, no es lo mismo decir diarrhea que skittles, dónde va usted a parar. Bosqueja, también. Dibujos. Tramas. «Doctor de manicomio, Seward. Joven prometida con él, Lucy Westenra, compañera de estudios de Mina Murray. Un paciente loco. Un abogado, Abraham Aronson. Su pasante, Jonathan Harker (…) El conde. Conde Wampyr». Ya ven, ideas. Todo estaba ahí, solo había que moldearlo un poco.
En aquellos días aburridos de verano Stoker hará pequeños (o grandes) cambios. Accede a un libro que se titula The Land Beyond the Forest: Facts, Figures and Fancies from Transylvania y le cambia el domicilio a su conde desde Estiria hasta Transilvania. Tirando del hilo (no había redes sociales en la época, lo que dejaba mucho tiempo libre) se mete con otro tomo, An Account of the Principalities od Wallachia and Moldavia. Subraya un nombre. Drácula. Sí, suena mejor que Wampyr, ¿verdad? Vale, sigamos.
Porque aún podemos documentarnos más. Incluso tomar prestadas cositas de aquí y allá. El perfil de la abadía, recortado sobre los acantilados en las noches de luna. Sí, eso va a ser impactante. O la forma en la que el conde llega a Inglaterra. Cinco años antes encalló en Whitby un barco proveniente de Narva. Para la época era ruso, hoy sería estonio, porque la historia es así. Aquello fue acontecimiento social, con terrazas y malecones abarrotados de curiosos que cruzaban apuestas sobre el destino final de la goleta. Al final embarrancó en la playa (aparentemente sin intervención demoniaca). Se sacaron fotos y todo. Sí, pensó Stoker, aquella era una forma espectacular para que su criatura pisase suelo británico. Perfecto. Ah, el barco (real) se llamaba Dimitri. En la novela aparece como Demeter porque a estas alturas ya hemos visto que Stoker tampoco se rompe mucho la cabeza con ciertas cosas.
En Whitby, además, situará parte de la trama. Dos muchachas virginales (o no, vaya, que sobre Drácula hay tantas teorías…), una amenaza venida del este, marineros supersticiosos que salen ilesos y otros cínicos que acaban muriendo de puro terror. Agítese con fuerza y luego traspase la mezcla hasta Londres. Le quedará una cosa de no perderse.
Santa Hilda tiene novio, santa Hilda tiene novio
A Whitby llegas, porque a Whitby vas, no es un sitio por el que se pase. Ocho horitas en tren tardó Bram Stoker desde Londres (año 1890, más o menos lo que echas hoy de Madrid a Badajoz, oigan) hasta pisar la costa nordeste de Inglaterra. Hoy es más sencillo, por aquello de las carreteras y los motores de explosión, pero la sensación resulta parecida. Tienes que esforzarte. Seguramente la opción más estética sea arribar a Whitby desde los Yorkshire Moors, viniendo del interior. Tiene su punto, no se crean, con las sombras de Heathcliff correteando allá a lo lejos, ovejitas de mechones pintados sobre el lomo (rojos, azules, negros), el imponente Hole of Horcum asomando a la izquierda del viajero como una bañera para gigantes. Ah, y el sonido, ese sonido que hace el viento cuando acaricia los arbustos de esta zona. Wuthering, lo llaman, igual les suena la palabreja.
La costa está cerca, puedes oler el mar… pero en el horizonte no hay otra cosa que páramos y páramos. Entonces llegas a Blue Bank y allá, a lo lejos, se dibuja un azul salpicado de blancos, la sombra de pequeños pueblos costeros y hasta el contorno de ruinas. Joder, qué sitio más bonito, piensas, justo antes de dar un frenazo, porque la carretera cae en picado (en Yorkshire lo de las pendientes moderadas lo llevan regular) y empiezas a meterte por pueblecitos de esos donde los coches aparcan… en fin, en cualquier sitio. Así que extremas precauciones, mil ojos, y sigues los carteles que amablemente te llevan sin pérdida hasta la abadía de Whitby. Una vez allí entiendes la deferencia. Pagas por aparcar, por entrar a las ruinas, por entrar al museo y, de postre, cincuenta peniques si quieres usar el baño. Todo muy limpio, ojo.
La abadía de Whitby es de esos sitios que sobrecogen. Imaginen: las ruinas de un edificio, enorme, en pleno acantilado frente al mar, arenal a septentrión, paredes verticales, y hasta el cementerio más gótico que ustedes puedan imaginar a unos pocos pasos. En fin, de noche debe ser cosa espeluznante, vaya, extraña poco que nuestro barbudo irlandés situase entre las piedras que ahora recorremos algunos de los pasajes más recordados de su novela.
La abadía fue fundada en el año 657, cuando esto era el reino de Northumbria (que es un nombre acojonante), y fue conocida en un primer momento como Streoneshalh (que, vaya, lo mismo). En realidad lo que vemos ahora es la construcción que se inicia en el siglo XI. Entre medias dos de los hijos de Ragnar Lodbrok (al que recordarán por la serie y los ojazos) se cepillaron a conciencia la zona, y no dejaron muro en pie. Más o menos, vaya, que ya saben ustedes que esto no es ciencia exacta.
Es impresionante. Sin más. Hace frio, mucho, un viento helado que viene desde el mar del Norte y silba entre piedras caídas, colándose por cada pliegue. Bastante gente, pero (casi) todos recorren el recinto en silencio. Respetuosos. Paredes que ya no sostienen techos, vanos sin cristaleras, arcos apuntados que… en fin, son muy, muy apuntados. Espacio perfecto para una peli de la Hammer. Se ven restos de gárgolas, canecillos, capiteles. Las figuras han desaparecido (casi todas, aun distingues unos cuantos tipos barbudos) pero los motivos siguen ahí para quien quiera verlos. Geometrías, hojas vegetales, monstruos del averno. La indefinición los hace aun más estremecedores, porque cada cual pinta allí sus propios miedos de niño. Y en Whitby, pueden creerme, todos volvemos a ser ese crío un poco asustado que lee por primera vez Drácula.
(Qué sensación, qué deliciosa sensación… y ya no puede volver a ser).
Camino un poco. Hay tumbas antropomorfas, piedras de tonos grises y marrones. Algunas, enormes, están abatidas y sirven de asiento para parejas jóvenes que se hacen arrumacos. Al final me interno en lo que fue nave principal de la abadía. Allí el sonido estremece. Cientos de estorninos (en Yorkshire los llaman uzzles) chillan al unísono, y los ecos juguetean a trenzarte palabras en la mente. Pone la piel de gallina, pero el encanto dura poco, porque una pequeña bestezuela (pantalón corto y rostro rubicundo) da dos palmadas seguidas (así, clap, clap) y los pájaros echan el vuelo como si fuesen uno. Sobre mi cabeza, más allá de lo que antaño fue bóveda del templo, la mancha negra de mil alas se mueve y dibuja figuras sobre lienzo de nubes. Si fuese un reportero romántico les contaría que vi formas de murciélagos, incluso el perfil aquilino de un mito eterno. Pero no, es inútil, tiendo a lo posmoderno, qué le voy a hacer, así que atisbaba pollas dibujadas con el Telesketch. Me echo a reír yo solo ante mi ocurrencia y una pareja de avanzada edad (pelo blanco ambos, un libro, vestidos como si viniesen a una boda) cruzan miradas de desaprobación.
Junto a la abadía hay otros dos edificios que el buen fan del chupasangres no puede obviar. Está el cementerio donde pasa sus primeras noches inglesas el conde, el mismo en el que empieza a mirar con ojitos golosones ese cuello tan pálido de Lucy. Ay, ese cuello, ven aquí que te lo muerda. Sitio espectacular, con un montón de lápidas de esas anglicanas, semicírculos de piedra sin mayores ornamentos, y algunos banquitos para descansar como hacen las desprevenidas muchachas de la novela. Por cierto, de aquí tomó Bram Stoker algunos nombres para sus personajes. Sí, sí, el irlandés fue apuntando los apellidos más eufónicos de entre los muertos que reposaban. Más de ochenta reunió (también algunos epitafios). Uno era el señor Swales, quien en la novela acaba roto de puro espanto en este mismo sitio. Podemos sacar dos conclusiones: Stoker era algo perezoso y además tenía un sentido del humor negro muy saludable.
Está también el museo. El museo de Whitby Abbey, centrado en dos de las cosas más guays que existen: Drácula y los vikingos. Vamos, visita obligada. Sumen algunos apuntes sobre caza de ballenas y les queda el tema de lo más literario. Aclaramos: desde aquí no vendemos las excelencias de la captura de cetáceos, los asesinatos vampíricos o el desollar cristianos, pero reconocemos esos tres asuntos como vehículos narrativos de gran poder. El museo tiene, además, una tienda, que es casi tan grande como el espacio expositivo y bastante más ordenada… suele suceder en estos casos. Allí la omnipresencia del conde es absoluta. Pero con una particularidad: prácticamente todos los recuerdos, afiches y baratijas que celebran al transilvano lo hacen bajo la figura bien reconocible del Drácula de Marvel. Sí, el de Marv Wolfman y Gene Colan, seguro que lo tienen en la cabeza. Es la primera gran unión entre alta cultura y desfase pop.
No será la última.
Bajamos los escalones.
Entre colmillos y pollas de peluche
De la abadía al puerto de Whitby hay ciento noventa y nueve escalones. Sí, los conté. Bueno, perdí el paso un par de veces, pero me fío de los libros. Mientras bajo pienso en lo que debe ser esto a la vuelta (no fue para tanto) y, sobre todo, cuán complicado sería el ascenso en pleno siglo XIX, cuando estuvo aquí Stoker y las damas llevaban corsé y puntillas como para decorar el armario de Francisco de Asís y Borbón. Otros tiempos, sin duda. La vista merece la pena, eso sí. Al fondo hay una playa enorme (la mar es fría, y furiosa, y tiene todos los tonos del gris y el blanco… pero playa hay), y justo a nuestros pies está Whitby. La desembocadura del Esk, los dos barrios antiguos (Acantilado de Levante y de Poniente, los llaman), los barquitos saliendo del puerto. Todo con un aire antiguo, muy british. Por lo que he podido leer parte del pueblo está dedicado al recuerdo de Drácula, así que la experiencia parece, desde aquí, fascinante.
Ay.
A medida que te acercas la situación cambia. Puedes verlo. Auténticas riadas de gente moviéndose, apretujadas, hormigueros en las callejuelas más estrechas. En fin, qué se le va a hacer, uno es también turista aunque no le guste. Pero luego está lo otro. Lo que acaba por romper el ambiente vampírico. Música. Muy alta. Música de ABBA, joder. En el Acantilado de Levante se celebra un mercadillo de los años sesenta, solo que los tiempos son difusos y el vestuario también. Casi a la orilla del río una muchacha rubia y llena de pecas toca una ocarina. «¿Español?», pregunta, malinterpretando mi gesto de horror. «Es una melodía de Enya», dice, «muy relajante». Cruzo el puente corriendo, intentando huir lo más rápido de aquel lugar. El conde se revuelve en su tumba. Pobre.
Al otro lado del Esk la cosa tampoco mejora demasiado. A ver, cómo se lo diría… hay despedidas de soltero y soltera. Varias. Ya ven, uno va preparado para sumergirse en la cultura de las tinieblas y se acaba topando con pollas de peluche coronando cabezas de inglesas ebrias. Muy ebrias. Un grupito de ellas viene donde estoy (al lado de la ría, no tengo escapatoria) y me piden, por favor, que les haga una foto. Apunto, y, antes de disparar, la cabecilla dice que pongan todas «cara de Drácula», así que fruncen los labios y dejan asomar colmillitos. Que al fondo una pareja de jovenzuelos con estética gótica (maquillaje pálido, totalmente vestidos de negro, ustedes me entienden) miren la escena asombrados ayuda a componer el cuadro.
Whitby se ha convertido en un foco turístico, uno de esos que huelen a fish and chips, donuts recién hechos y sudor. Entiéndanme, el sitio es precioso, parece sacado de un cuadro decimonónico… pero el resto no acompaña. Es como si Downton Abbey estuviese protagonizado por concursantes de Gandía Shore. Más o menos.
Hay calles estrechas, muy empinadas, con casas antiguas a ambos lados. Tiendas de baratijas, claro, recuerdos chuscos, otros más sutiles. Y vampiros. Vampiros de verdad. Bueno, más o menos. Los vi en pleno puerto. Una pareja comía una ración de pescado frito con patatas sobre esas barquitas de cartón que rezuman aceite y vinagre. En fin, no me miren así, los ingleses a esto lo llaman alta cocina. Y entonces aparecieron. Gaviotas. Primero una. Luego otra. Al final cinco rodeaban a aquellos desventurados. Nadie parecía ver lo que allí pasaba. Se acercan. Poco a poco. Muy poco a poco. Esos ojillos rojos, esas caras llenas de maldad. Finalmente la más loca de todas batió alas y cogió una patata directamente de la bandeja. Fue un visto no visto. Las víctimas se reían. Jijí, jajá, una anécdota más para nuestros amigos en Newcastle. Pero yo veía el pavor en su gesto, en su expresión. Sí.
(Incluso se me ocurrió el argumento para un videojuego de terror en el que las gaviotas fueran antagonistas. Lo voy a titular Gulls and Ghosts, que suena muy eufónico).
Pero en fin, no me rindo. Algo de Drácula tiene que haber. Hago un pequeño recorrido que pasa por lugares importantes en la novela o la vida de Stoker. Oye, está bien. Pintoresco. Hay mucha tienda con murciélagos en los escaparates, también mucho Penny Dreadful Pub o The Whitby Witches Library. Hasta un par de pequeños museos en sótanos. Cómics, libros, figuritas del vampiro más famoso. A ver, la cosa se ha convertido en un paraíso pop pensado para el selfi, pero si eres muy fan se lleva con cierto cariño. Además ha vuelto el viento, furioso, y a la tarde se le pone un tono más «borrascoso», ustedes me entienden.
Sí, merece la pena. Pero que no lo vea el conde, porque se nos vuelve a morir.
Por Marcos Pereda en JOT DOWN.
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