Muchos autores han pasado por prisión. A algunos, como Cervantes o Dostoyevski, su estancia allí les inspiró obras maestras. A otros, como Wilde, los fracturó.
“No, no hay cárcel para el hombre. No podrán atarme, no. Este mundo de cadenas me es pequeño y exterior. ¿Quién encierra una sonrisa? ¿Quién amuralla una voz?”. El poeta Miguel Hernández escribió este fragmento de su Cancionero y romancero de ausencias mientras estuvo preso en los penales franquistas, después de ser condenado por su militancia comunista durante la guerra. Allí sobrevivió poco tiempo. Murió de tuberculosis en 1942, cuando apenas tenía 31 años. La cárcel se lo arrebató todo, menos su libertad interior.
La entereza en medio de la desdicha la hallamos igualmente en otro autor que también sufrió las penalidades del encarcelamiento, Fiódor Dostoyevski (1821-1881). El 22 de diciembre de 1849, tras estar a punto de morir, le escribía a su hermano: “La vida es en todas partes la vida. La vida está en nosotros mismos y no en el mundo exterior. […] Nunca ha bullido en mí la vida espiritual de una manera tan abundante y tan sana”.
El novelista había sido arrestado y condenado a muerte ese mismo año. Su delito consistía en formar parte de círculos revolucionarios que se proponían derrocar al zar Nicolás I. Ya se encontraba ante el pelotón de fusilamiento en la fortaleza de Pedro y Pablo, en San Petersburgo, cuando a última hora recibió la gran noticia: habían conmutado su pena por trabajos forzados.
Aun así, tras su estancia en Siberia, vuelve a escribir a su hermano sin perder el optimismo. “Lo que ha sido de mi alma […] durante estos cuatro años no podría decírtelo. Es muy largo de contar. Pero la perpetua concentración en mí mismo, que me permitía huir de la amarga realidad, ha dado sus frutos. Tengo ahora deseos y esperanzas que nunca hubiese imaginado”.
El propio Dostoyevski relacionó la cárcel con la “regeneración” de sus convicciones
Como afirma la francesa Bernadette Morand, autora de Les écrits des prisionniers politiques (1992), en estas palabras de Dostoyevski se aprecia una voluntad de “salvar el espíritu a pesar del tormento físico”.
Según el profesor Joseph Frank, uno de sus mejores biógrafos, los escritos y las preocupaciones filosóficas del gran novelista ruso no se pueden entender sin su paso por la prisión. El propio autor de Crimen y castigo lo explicó en Diario de un escritor (1873), donde relacionó la cárcel con la “regeneración” de sus convicciones.
Separado de las élites intelectuales urbanas, entre las que por entonces dominaba el pensamiento afrancesado, en Siberia descubrió una “inquietante verdad”. Allí entendió que la realidad del pueblo ruso era muy distinta de sus idealizaciones de juventud. Lejos ya de las ideas revolucionarias, apostaría por un pensamiento de raíz cristiana y tradicionalista.
Dostoyevski y Cervantes
Todas estas preocupaciones sobre la naturaleza humana y la espiritualidad ya las había visto Dostoyevski en Don Quijote de la Mancha (1605). En Diario de un escritor se deshace en elogios a Cervantes y el Quijote, que le parece el libro “más grande y más triste de cuantos ha creado el genio humano”.
Son muchos los estudiosos que han comparado a los dos novelistas. No solo por la similitud de sus obras; ambos pelearon durante toda su vida contra la pobreza propia y pasaron por la experiencia carcelaria. Cervantes estuvo preso varias veces, la primera en Argel. En 1575 regresaba a España después de servir como militar y pelear contra los turcos en Lepanto. Sin embargo, los piratas turcos capturaron su galera y llevaron a la tripulación al norte de África.
Sus cinco años de cautiverio le sirvieron de inspiración para su obra literaria. De esa experiencia surgieron obras teatrales como El trato de Argel (1582) o La gran sultana (1615), en las que trató el cautiverio y el valor de la libertad.
No imaginó, de regreso a España, que volvería a dar con sus huesos en prisión. En este caso, la de Sevilla, donde le encerraron en 1597, siendo recaudador de impuestos, bajo la acusación de malversar el dinero del rey. En el prólogo del Quijote haría una clara referencia a esta experiencia entre rejas, al asegurar que creó el personaje del mítico hidalgo “en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”.
Algunos historiadores consideran que Cervantes no concibió en la ciudad andaluza su obra maestra y que podría referirse a una cárcel alegórica. El especialista Santiago López Navia no es de esa opinión, y cree incluso que buena parte de los refranes de Sancho Panza pudieron salir de la prisión sevillana, superpoblada con todo tipo de gentes.
En cualquier caso, fue después de su paso por prisión cuando Dostoyevski y Cervantes alumbraron sus mejores obras literarias, como si sus propias experiencias les hubieran empujado hacia la cumbre. No sucedió lo mismo con Oscar Wilde (1854-1900), al que la cárcel dejó un poso de amargura y desconsuelo.
De popular a paria
Cuando a Oscar Wilde le sobrevino su condena se encontraba en la cima de la fama. Ya había publicado su obra más célebre, El retrato de Dorian Gray (1890), y sus piezas teatrales se representaban constantemente en los escenarios del Londres victoriano. Además, gozaba de una enorme popularidad entre la élite de la ciudad, que él explotaba con una vida social intensísima y continuas charlas y conferencias.
Todo se torció cuando el dramaturgo recibió una tarjeta del marqués de Queensberry en la que le llamaba “sodomita”. Desde hacía un tiempo, Wilde mantenía una relación amorosa con el hijo del aristócrata, lord Alfred Douglas.
El escritor demandó a Queensberry por difamación, pero la jugada se volvió en su contra. La justicia le condenó finalmente por “graves indecencias”. El que antes había sido el escritor más popular de Londres era ahora un paria y objeto de escarnio por parte de una sociedad intolerante. A la salida de prisión viajó directamente hacia un exilio autoimpuesto en Francia, donde vivió en una pensión hasta su muerte en 1900.
De su estancia entre rejas nació la obra De profundis, una extensa carta escrita a su querido Alfred. En ella trata los grandes temas de su vida, como la belleza, el arte y, sobre todo, el dolor. La desazón de Wilde en esa última etapa también se percibe en las cartas que escribió, muchas de ellas cargadas de reproches –tanto a sí mismo como a los demás– por la situación en que se encontraba.
Wilde abrazó el catolicismo en su lecho de muerte, según aseguró el sacerdote que lo confesó
Una aproximación interesante al efecto que la cárcel tuvo en él, quizá porque trata uno de los aspectos menos conocidos de su vida, es la de Gabriel Rodríguez Pazos. El profesor español analiza el interés del dramaturgo por la figura de Cristo en De profundis y en sus últimas epístolas. De hecho, desde su juventud había manifestado una predilección por la Iglesia católica.
Ese fue uno de los motivos, nos cuenta Rodríguez, por los que su padre lo obligó a trasladarse de Dublín a Oxford en su época universitaria. Su progenitor, un convencido protestante, esperaba alejarlo así de los círculos católicos de Irlanda.
Después de una vida de idas y venidas en torno a la fe, hacia el final de sus días mostró un mayor afán por convertirse que nunca lograba culminar. Al menos hasta su lecho de muerte, cuando, según el sacerdote que lo asistió en ese momento, Cuthbert Dunne, abrazó el catolicismo.
Mientras Dostoyevski y Cervantes superaron la adversidad, Wilde sufrió un trauma del que nunca se repuso. Así lo expresaba él mismo en una carta escrita a su amigo Frank Harris tras salir de la prisión, en la que le hablaba de la que sería su última obra, la Balada de la cárcel de Reading (1898): “He perdido la motivación para la vida y el arte, la alegría de vivir […] es espantoso”.
Originalmente publicado en Historia y VIda 634.
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