Para los que llegamos al estreno de Pulp Piction teniendo unos muy impresionables quince años, Tarantino es el gran candidato al título de cineasta de nuestra generación. La onda expansiva de esta película fue tal, que la carta blanca que muchos le dimos entonces para reírle todas las gracias por venir, todos los excesos paroxísticos y todas sus maneras de chaval descerebrado dura hasta hoy. A Tarantino le perdonamos todo (a mí me gusta hasta Death Proof) y miramos para otro lado cuando reescribe la historia con sus maneras de adolescente insensato, de majadero obcecado con el ojo por ojo. Cuando nos dice a nosotros, liberales, que a los nazis no había que condenarlos en un tribunal, sino prenderles fuego para echarnos unas risas, y que lo de la familia Manson y los «putos hippies» se arreglaba con un perro que les arrancara las pelotas. Que quién quiere cautela, prevención, respeto, filosofía, madurez y mesura para acercarse al Holocausto, nuestro gran abismo metafísico colectivo, si puedes dar a los judíos dinamita, metralletas y bates de béisbol para montar un espectáculo inspirado en tus horas perdidas en el videoclub. Que todo vale, en fin, a cambio de una buena risa catártica. Somos muchos los que le compramos absolutamente todo esto a Tarantino, seguramente porque su cine es realmente divertido. Que además sea objetivo recurrente de muchos autoproclamados faros morales (aunque vamos mejorando: en los noventa el argumento para proscribir sus películas era toda su violencia; ahora solo se persigue la mitad que se ejerce contra sus personajes femeninos) no ha hecho sino reafirmarnos en su defensa, en que no nos toquen a Tarantino porque es nuestro chalado preferido. Y es que hemos disfrutado (¡y cómo!) de toda su obra estos veintitantos años, y el día del estreno de Érase una vez en Hollywood muchos esperábamos la apertura a la puerta del cine para la sesión matinal con la misma actitud que esa gente que se ve en el telediario cada 7 de enero entrando a la carrera al Corte Inglés. Hemos vuelto a sus películas una y otra vez, invariablemente porque siempre queremos más. Pero nos hemos sorprendido (yo al menos) al constatar que la que más visionados soporta es una de las menos populares. Creo que es porque el truco, la brillantez, la audacia, el descaro y la catarsis viven de la sorpresa, pero lo de Jackie Brown tiene más que ver con el alma.
Jackie Brown (1997) tiene la misma destreza en la presentación de situaciones y la descripción de escenarios de sus películas más celebradas (la primera secuencia tras los créditos iniciales es una clase práctica de puesta en escena), el mismo control absoluto del relato, indiferente a la duración (dos horas y media alargadas que pasan en un suspiro), la misma fina maestría para el diálogo afilado, mordaz, que deja eco (Tarantino adapta aquí una novela de Elmore Leonard y la lleva a su terreno) y el mismo gusto musical par exquisito (una banda sonora de soul negro absolutamente prodigiosa). Pero Jackie Brown tiene además un tratamiento de personajes inédito en el resto de sus películas con la posible excepción de Érase una de vez en Hollywood —donde está, de hecho, algo menos conseguido—, y que está lleno de nostalgia crepuscular, de amargura adulta, de calor humano.
Jackie Brown se va pareciendo cada vez más a nuestra fotografía actual. O eso nos gustaría: si te haces mayor, al menos hazlo con la madura inteligencia de esos personajes.
Jackie Brown (Pam Grier) es una azafata negra de cuarenta y cuatro años en una aerolínea de segunda, con un salario de segunda y con un pasado criminal de segunda por antiguos trapicheos con su exmarido. Jackie complementa su salario pasando dinero en metálico de contrabando para un traficante de armas (Ordell Robbie, un Samuel L. Jackson excelso). Los Policías al acecho de Robbie la arrestan por cómplice y pasa una noche en la cárcel, de donde sale tras las oportunas gestiones del agente de fianzas Max Cherry, interpretado por el recientemente fallecido Robert Forster en el papel de su vida. Cherry, un cincuentón con un hastío solo comparable a su honorable sentido de la justicia, se siente inmediatamente atraído por ese torrente de mujer. Juntos urdirán un complicado engaño que permita a la policía atrapar al traficante asesino que es Ordell, pero con el doble tirabuzón de evitarle la cárcel a Jackie y hacerla tomar un ascensor social hasta la estratosfera. Porque el primer y más notable cambio que Tarantino hizo sobre Rum Punch, la novela original de Elmore Leonard, fue convertir a su protagonista, una rubia blanca, en una mujer negra de mediana edad, y Tarantino nos la presenta entrando en el aeropuerto de Los Ángeles y en la película al ritmo del colosal tema Across 110th Street, una canción-denuncia de Bobby Wommack sobre la vida de gueto en Harlem. Es una de las grandes secuencias de apertura de la carrera del director. De cualquier carrera, de hecho.
Tarantino citó a Pam Grier en su oficina para una prueba de casting unos años antes del rodaje. La actriz, por entonces una leyenda semiolvidada del cine racial de blaxploitation de los setenta, se encontró las paredes cubiertas con carteles de sus viejas películas. Creyó que era una deferencia del director para la ocasión, pero este le contestó que siempre los había tenido allí. Ello dice mucho de la voluntad de Tarantino de hacer una traducción racial del excelente material original de Elmore Leonard, convirtiendo la relación entre Jackie y Max Cherry en un romance de madurez entre un hombre blanco y una mujer negra. Pero lo que hace de Jackie Brown una de esas películas en las que uno se quedaría a vivir es que casi todos sus diálogos se producen entre personas inteligentes. Gente que se busca, se encuentra, se analiza y se engaña mutuamente en un juego de supervivencia en el que gana el más listo. Ray Nicolet, el policía al que interpreta Michael Keaton, es astuto e inteligente. Como lo es Max Cherry, que asesora a Jackie inmejorablemente al conocer como nadie la psicología de policías y criminales, gracias a sus veinte años ejerciendo como nexo entre ambos lados de la ley. También es inteligente a su manera Melanie, la rubia playera permanentemente colocada que borda Bridget Fonda. Y lo es, y mucho, Ordell, aunque Melanie lo ponga en duda diciendo de él, en una de las mejores frases de la pelúcla, que mueve los labios al leer. Pero en este juego de trampas entre listos nadie lo es más que Jackie, que es, claro, quien gana la partida. Ahora más que nunca se reivindican mucho los papeles femeninos de peso en el cine, y en los mejores casos no se hace exigiendo un minutaje paritario de presencia en pantalla y un número parejo de líneas de diálogo, cosa bastan-te boba, sino reclamando más personajes del tipo de Jackie Brown. El problema, claro, es que por mucha intención que se ponga, no es fácil. Filigranas como esta no requieren voluntad, sino mucho talento.
En Jackie Brown solo cabe un tonto, pero es un bobo memorable: eI Louis Ciara que interpreta Robert De Niro. La película regala un de esas miradas de De Niro que congelan la pantalla durante tres o cuatro es segundos, hacia el final, en el Centro comercial. Jackie Brown tiene el mérito de convertir uno de esos horrorosos malls americanos en un lugar interesante en el que sucede cosas interesantes, y lo hace en una larguísima escena con la secuencia temporal es, fragmentada y en desorden, recurso tan del gusto del director. Tarantino también nos ha hecho interesantes varios desayunos con tertulia mañanera en Los Ángeles, con Reservoir Dogs y Pulp Fiction a la ci cabeza. La mejor escena de Jackie Brown no es una excepción, y sucede hacia la hora de proyección: Jackie desayuna en bata en su casa con Max Cherry. Ella pone un disco de los Delfonics, le ofrece café («Black's fine», contesta él como si tal cosa) y se ponen a hablar de la crisis de mediana edad, del paso del tiempo, de que a él se le ha caído el pelo y ella ha echado culo. El sencillo y magnífico diálogo también está en Rum Punch, algo diferente y más largo, y leerlo permite ver hasta qué punto el guion de Jackie Brown regala a un dialoguista extraordinario adaptando a otro, enriqueciéndose con él y a veces mejorándolo. Max dice que no piensa en la vejez: «Si me miro en el espejo, veo a la misma persona que hace veinticinco años. Si veo una fotografía... eso es distinto. Pero, total, nadie me hace fotos». Luego le dice a Jackie que está estupenda (lo está) y le lanza una mirada que dice mil cosas. De hecho, se podría contar una historia entera solo con las miradas que Robert Forster dirige a Pam Grier en esta película. La más sentida, profunda e irrepetible es la de la escena en la que ambos se conocen, cuando Max se enamora a primera vista viéndola acercarse por el patio exterior de la cárcel. La cara de Forster en ese en primer plano es de las que te justifican toda una película. Tarantino monta el plano con la primera estrofa del Natural High de Bloodstone sonando de fondo: «Why do I keep my mind on you all the time? And I don't even know you (I don’t know you)». El romance entre los personajes de Pam Grier y Robert Forster tiene la magia del cine de antaño. Tengo escrito por ahí que me recuerda al de John Wayne y Angie y Dickinson en Río Bravo, por ejemplo. Max Cherry tiene también algo de aquel camarero de Pasión de los fuertes de John Ford que, preguntado si se había enamorado alguna vez, contestaba lacónico: «No, he sido camarero toda la vida». Análogamente, Max Cherry ha sido agente de fianzas veinte años. Pero entonces llegó Jackie Brown, claro.
Tarantino ha contado otras historias de amor o camaradería con parecido calor humano. En Django desencadenado, por ejemplo. O en Érase una vez en Hollywood. Pero en ambas películas se entrega al final a una orgía de sangre, como si se hubiera pasado de sentimental y ya no pudiera seguir conteniéndose. No es el caso de Jackie Brown, que tiene cinco minutos finales de una sencilla intensidad que la empareja con lo más granado del cine y literatura sobre la realización amorosa frustrada por una de las partes, sobre lo que hay de sublimemente romántico en dejar pasar de largo al amor de tu vida. Como al final de La edad de la inocencia, por ejemplo. O el de Pasión de los fuertes, una vez más. Pero también, de alguna manera, como en Las noches blancas de Dostoievski, y su eco en Two Lovers. Incluso como en la idealización amorosa frustrada del Decálogo seis de Kieslowski. Porque Jackie ofrece a Max la posibilidad de escaparse juntos (a España, nada menos), pero de alguna manera él comprende que su sitio está en su mísera oficina, que esa inmensidad de mujer es demasiado para él. Sentada en un altar de aplomo y seguridad, satisfecha de haber derrotado sin inmutarse a todos los Goliats a su paso, Jadie le pregunta entonces: «¿Tienes miedo de mí, Max?». Él hace un leve gesto con los dedos índice y pulgar, como diciendo: «Un poquito», pero queriendo decir en realidad: «Quién soy yo para ti, hija». Seguramente, en ese momento resuena en su cabeza la primera estrofa de Didn't I blow your mind this time, la canción de The Delfonics que Tarantino usa de leitmotiv de la relación entre ambos durante toda la película:
I gave my heart and soul to you, girl
Now didn't I do it, baby, didn't I do it baby
Gave you the love you never knew, girl, oh
Didn't I do it, baby, didn't I do it baby
Si Jackie Brown es la película de Tarantino que soporta más visionados, quizá sea porque al volver a Pulp Fiction vemos reflejada a la persona despreocupada y feliz que éramos cuando la vimos por primera vez hace veinticinco años, y sin embargo lo que vemos en Jackie Brown se va pareciendo cada vez más a nuestra fotografía actual. O eso nos gustaría: si te haces mayor, al menos hazlo con la madura inteligencia de esos personajes. La película ha envejecido tan bien como Jackie. Ella dice que ha echado culo, pero sabemos que no es un problema. Y que podernos decirle con total sinceridad que está estupenda.
Publicado originalmente en JOT DOWN 30. Por Iker Zabala
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