Pasados cien años desde su nacimiento, ¿cómo contemplamos hoy en día su vida y qué influencia mantiene su obra?
Como recuerda Alec Nevala-Lee en su libro Astounding, la obra cumbre de Isaac Asimov fue y sigue siendo... Isaac Asimov. Este autor legendario de ciencia ficción, que comenzó su vida en enero de 1919 como un niño judío en la población rusa de Petrovichi, emigró con tres años a Estados Unidos y acabó allí sus días como uno de los escritores y divulgadores científicos más populares de la historia.
Su ascenso como estrella corre en paralelo al pánico que provocaron los éxitos de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, el estallido de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, el lanzamiento exitoso del Sputnik soviético, la conversión de algunos escritores y editores apocalípticos en profetas durante la Guerra Fría y los impresionantes avances de la robótica.
Los primeros años de Asimov son una mina de oro para el psicoanálisis, y muestran nítidamente las costuras del mito en el que después se transformó. Aquí tenemos a un adolescente e hijo de inmigrantes, sin liderazgo ni amigos, que no quería alejarse nunca de su casa.
La falta de amigos se explicaba, en parte, porque tenía que ayudar en la tienda de prensa y chucherías de su padre por las tardes, por su extraordinaria inteligencia, por sus pésimas cualidades para los deportes y por sus escasas habilidades sociales. En su adolescencia, las chicas, al parecer, lo encontraban francamente repulsivo.
Tuvo la obsesión desde muy joven por publicar al menos cien libros en toda su vida
Isaac solía decir que a la primera que le dio la oportunidad, en una cita a ciegas, le pidió matrimonio. Aquella broma sugería una profunda frustración. Habría que recordar este aspecto más adelante, cuando el éxito le proporcionó admiración y seguridad y terminó propasándose sistemáticamente con las mujeres hasta bordear el acoso, convirtiendo sus dos matrimonios en un torrente de infidelidades. Su segunda esposa, Janet Jeppson, ya solo le pedía que fuera discreto.
Las aventuras intergalácticas de sus héroes y robots extraordinarios reflejarían después la otra cara de la moneda de un chico de cuerpo frágil que, entonces y siempre, derramaría la sal de la ironía sobre sus propias proezas, aspiraría, en realidad, a una vida previsible y detestaría los viajes de larga distancia. Le daba miedo volar en avión.
Eterno adolescente
Asimov, que era y se consideraba a sí mismo un niño prodigio, fue rechazado por la única universidad donde quería estudiar, Columbia, aunque luego se las ingeniase para entrar por la puerta de atrás. De Columbia le atraía sobre todo su prestigio, y no le disuadió ni siquiera que impusiese fuertes restricciones a la presencia de judíos en sus aulas.
Los títulos que certificaban su valía fueron siempre importantes para Isaac. Ahí quedan como pruebas su orgullo por su cociente intelectual (¡160 puntos!) y su pertenencia durante años a la plataforma de superdotados MENSA, su obsesión desde muy joven por publicar al menos cien libros en toda su vida (la calidad era menos importante que el número) y una curiosa anécdota.
En los años cincuenta, cuando ya no podía descartarse que lo echaran como profesor de Bioquímica de la Universidad de Boston (ganaba tanto como escritor que había dejado la investigación), él pidió seguir formando parte de la facultad aunque no le pagasen ni diese clase allí. Quería que su tarjeta de visita dijera que era profesor y científico.
Los amigos y aliados fueron claves en la vida adulta de este adolescente sin amigos que fue Asimov. Hablamos sobre todo de los autores legendarios de la revista Astounding, la icónica cabecera de ciencia ficción que reunió bajo su techo a grandísimas firmas del género, como Robert Heinlein o L. Ron Hubbard, y al editor y mentor de Asimov, John W. Campbell.
Pero, antes de eso, su primer entorno de amistades lo encontró cuando rondaba los 18 años entre las incipientes asociaciones de fans de ciencia ficción y, muy especialmente, entre los Futurians, que aspiraban a promover con ella la revolución y el comunismo. No era tan sorprendente: Fritz Lang había convertido en 1927 su filme Metrópolis en un infierno capitalista de desigualdad extrema, y escritores como H. G. Wells y Upton Sinclair habían defendido el socialismo en muchas de las obras con las que pretendían profetizar el futuro.
Si eras judío y pobre, eras un marginado por partida doble. Y Asimov y sus amigos lo eran
Soy como vosotros
Al joven Asimov le seducía el radicalismo de los Futurians, aunque más adelante reconociese que no terminaba de entender sus ideas. De todos modos, quizá fuesen más importantes las certezas que siempre proporcionan el extremismo y la militancia, la curiosa forma en la que el marxismo se atribuía un carácter científico y profético al mismo tiempo y la pertenencia a un grupo que aceptaba a Isaac y en el que había encontrado nuevos ejemplos de vida y superación entre los chicos de su edad.
Muchos de ellos eran judíos, y todos venían de familias depauperadas por la Gran Depresión. Según los sondeos de la época, a finales de los años treinta, las cuotas de judíos en las universidades y las barreras para el ejercicio de cargos de responsabilidad en la administración y las empresas contaban con un apoyo social mayoritario. Millones de personas justificaban la deportación. Si eras judío y pobre, eras un marginado por partida doble. Y Asimov y sus amigos lo eran.
No es casualidad que algunos de los robots que imaginó Asimov más tarde intentasen que los aceptaran sin éxito como humanos (El hombre bicentenario), fueran tratados como seres inferiores (Bóvedas de acero), solo pudieran ser elegidos por los votantes si ocultaban su verdadera identidad (Evidencia) o corrieran el peligro de ser asesinados por fanáticos. Como puede verse, a las dificultades de integración de un chico con cualidades excepcionales como Isaac Asimov se añadía el cruel baldón que suponía el antisemitismo.
Asimov identificó en cierta forma a Campbell, el editor de ‘Astounding’, con su padre
Donald A. Wollheim, uno de los líderes de los Futurians, tenía una presencia abrumadora, a pesar de que la polio le había tenido postrado de niño. John Michel, otro de los líderes, no solo se había quedado paralizado en la cama por la difteria años atrás, sino que su tartamudez le impedía hablar fluidamente en público. Ellos y sus seguidores no ocultaban sus ambiciones de moldear a su imagen y semejanza el futuro de la ciencia ficción.
Y eso que ninguno, salvo Asimov, había conseguido todavía publicar nada en las revistas. Ciertamente, Isaac lo había conseguido después de mucho esfuerzo. Tardó meses en lograr que John W. Campbell, editor de la revista Astounding, le aceptase una historia. Aunque es verdad que tenía 19 años cuando firmó Abandonados cerca de Vesta, también lo es que Campbell siguió rechazándole textos y pidiéndole mejoras sustanciales en los borradores durante años.
El padre literario
La figura de Campbell iba a ser fundamental en su vida, y, cuando se mira con atención su biografía, también iba a sembrar dudas relevantes sobre algunos de sus principales logros. Es interesante que el propio Asimov identificase, en cierta forma, al editor de Astounding con su padre, y que solo después de su muerte se atreviera a tratar la figura de los extraterrestres, como hizo en los setenta en su novela Los propios dioses.
Como autor, se dejó moldear por el editor, y este abrazó con entusiasmo la oportunidad. Campbell influyó de manera determinante sobre los argumentos y el desarrollo de una parte esencial de la ficción y las ideas por las que hoy conocemos a Asimov. Algunos de los ejemplos son el relato Anochecer, la serie que se reunió en libro bajo el nombre de Yo, robot o los títulos de la “Serie de la Fundación” antes de los ochenta. Además, las tres leyes de la robótica las formuló por primera vez Campbell, y, como reconocía el propio Asimov, el mérito de haberlas inventado les correspondía a ambos.
La llamada psicohistoria, una sociología casi matemática quepermitiría predecir el auge y caída de civilizaciones enteras, no se entiende sin la obsesión de Campbell con la conversión de la psicología en una ciencia exacta (nos encontramos en la edad de oro del conductismo, que pretendía justamente eso) o la huella que dejaron en él las teorías de Arnold J. Toynbee, Oswald Spengler y, muy especialmente, La historia de la decadencia y caída del imperio romano, de Edward Gibbon.
Precisamente, uno de los aspectos más fascinantes de la obra de Asimov, primero inspirada por Campbell y luego “en solitario”, es la manera en la que anticipa y refleja muchos de los miedos que moldearon el siglo XX. Desde el posible colapso de la civilización europea a manos de Hitler hasta la previsible destrucción del planeta en una guerra nuclear, pasando por la difícil convivencia pacífica con unos robots cada vez más inteligentes.
La destrucción de la Tierra por parte de Washington o Moscú había dejado de ser una posibilidad remota
Dialogando con su tiempo
La idea inicial de la “Serie de la Fundación”, un conjunto de relatos que empezaron a publicarse en 1942, tiene mucho que ver con la Segunda Guerra Mundial, los éxitos iniciales de los nazis y el probable colapso de la civilización europea. Hari Seldon, el protagonista, es un matemático que encuentra la manera de prever la caída de un imperio mediante la psicohistoria, de reducir el tiempo en que tardará en aparecer otro similar y de preservar algunos de los valores y hallazgos de una civilización antigua al borde de la extinción. Seldon hubiera preferido salvar al imperio de su destrucción, pero sabe que es imposible.
Asimov quería creer que la psicohistoria permitiría prever que los nazis fracasarían y que no destruirían Petrovichi, el pueblo ruso donde él había nacido. Tenía un mapa con una banderita que lo destacaba, y actualizaba todos los días los movimientos del frente. Tristemente, las tropas alemanas lo masacraron.
La Guerra Fría vino marcada por la bomba atómica. Al horror que inspiró la devastación de Hiroshima y Nagasaki en 1945 había que añadir ahora que, en agosto de 1949, Stalin hubiera probado con éxito un arma nuclear en Kazajistán. La destrucción de la Tierra por parte de Washington o Moscú, o por los dos al mismo tiempo, había dejado de ser una posibilidad remota.
Las personas razonables que ayer se burlaban de estos escenarios llamándolos “apocalípticos” empezaban a preguntarse qué es lo que sucedería con los que sobreviviesen a una conflagración nuclear y hasta qué punto sus hijos o sus nietos podrían emigrar a otros planetas para salvar la vida. Asimov llevaba años abordando estos temas en sus relatos. Por ejemplo, en 1945 publicó Callejón sin salida, narración protagonizada por los únicos supervivientes de un planeta destrozado, que son trasladados al mucho más apacible Cepheus-18.
La confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética convirtió a sus grandes autores en visionarios
En 1948 firmó su No Connection, tratando la guerra nuclear como la posible causa de extinción de la humanidad. En la década de los cincuenta, además de culminar su saga “Imperio Galáctico”, escribió muchos cuentos sobre la amenaza que suponía la utilización del armamento atómico. La primera edad de oro de la inteligencia artificial en Estados Unidos arrancaría en 1956 y se extendería hasta 1974.
Es un momento en el que la aparición de computadoras capaces de resolver problemas de álgebra o de “aprender” un idioma llevó a creer que las máquinas no tardarían mucho en ponerse a la altura de los humanos. Herbert Simon, uno de los científicos más icónicos del período y Premio Nobel de Economía, llegó a afirmar en 1965 que, en dos décadas, los autómatas podrían sustituirnos en cualquier trabajo.
La novela Yo, robot salió a la venta en 1950, es decir, justo antes de que se iniciase esa edad de oro y el mismo año que se publicó, por primera vez, el test de Turing, que permitía distinguir la inteligencia artificial de la humana. La existencia de robots inteligentes y los desafíos de su relación con humanos ocupaban el corazón de la novela de Asimov.
También fue allí donde se acuñó la palabra “robótica” y donde aparecieron las tres leyes que debían cumplir los autómatas para garantizar su convivencia pacífica con las personas: primera, un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño; segunda, un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entren en conflicto con la primera ley; y tercera, un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con las leyes anteriores
La Guerra Fría acabó con la primera edad de oro de la ciencia ficción. Como habían profetizado el futuro y habían acertado, los escritores del género se quedaron durante años con muy poco que decir. Al mismo tiempo, la confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética convirtió a sus grandes autores en visionarios a los que había que tomar muy en serio.
Profeta mediático
A partir de 1949, con la tecnología nuclear en manos de Stalin y lo que se había visto en Hiroshima y Nagasaki, nadie podía descartar un escenario apocalíptico. Y a partir de 1957, con el lanzamiento soviético del satélite orbital Sputnik, ningún americano podía sentirse seguro. Es más, la carrera espacial que provocó hizo que losviajes intergalácticos o la colonización de otros planetas parecieran una realidad verosímil a medio plazo.
Millones de estadounidenses entendieron que la superioridad tecnológica y la aeroespacial eran las únicas maneras de salvar a Estados Unidos de la derrota y la destrucción a manos de la URSS. Aquello incrustó las ciencias espaciales en el corazón del debate público. Había llegado el momento en que un divulgador extraordinario como Asimov, que además tenía credenciales de profesor, científico bioquímico y visionario espacial, se convirtiese en estrella e intelectual público.
Al principio, en los cincuenta escribió divulgación sobre cuestiones que dominaba, como las sustancias químicas de nuestros cuerpos o la estructura de los átomos. Sin embargo, de los sesenta hasta que murió, a principios de los noventa, no se privó de introducir al gran público en cuestiones como la historia de las grandes civilizaciones de la Antigüedad, la Biblia, las ciencias físicas, William Shakespeare o todos los aspectos imaginables del universo, incluidos los planetas del sistema solar y las posibles civilizaciones extraterrestres.
Isaac Asimov nunca abandonó por completo la ciencia ficción, y tampoco sus viejos éxitos
En estas circunstancias, no parece extraño que lo fichasen como asesor de la serie de televisión Star Trek en los setenta y que, en la década siguiente, le pidieran opinión sobre el escudo antimisiles que proponía Ronald Reagan. A pesar de todo, Isaac Asimov nunca abandonó por completo la ciencia ficción, y tampoco sus viejos éxitos. En 1972 publicó Los propios dioses, y en las dos décadas siguientes amplió la “Serie de la Fundación” y expandió relatos como Anochecer hasta convertirlos en novelas.
De todos modos, sabía que afrontaba la recta final de su vida. En 1977 sufrió un ataque al corazón, y en 1983 le realizaron un triple bypass, una operación en la que le contagiaron el sida con una transfusión de sangre. Murió en 1992 sin que nadie supiera la verdadera razón de su fallecimiento.
Temía que, si la revelaba, con los terribles prejuicios que existían contra los enfermos de sida, su familia sufriera una dolorosa marginación social. Isaac, que sabía lo que era ser un marginado y no lo quería para su familia, había construido toda una vida de éxito para dejar atrás la imagen de aquel niño judío sin liderazgo, sin amigos y sin amor.
Este artículo se publicó originalmente en el número 622 de la revista Historia y Vida.
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