Mauricio Wiesenthal publica un ensayo sobre “el tren de Europa” y los personajes que viajaron en él
En este mundo, hay unas pocas creaciones humanas que exceden toda grandeza. Basta nombrarlas para despertar admiración: así sucede con el Quijote, las grandes catedrales, el Taj Mahal, la sinfonía Heroica de Beethoven... y, por qué no, el Orient Express, tren al que el escritor Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) ha dedicado un ensayo, titulado justamente Orient-Express (Acantilado) y subtitulado El tren de Europa. El autor evoca un mundo de glamour, muchas veces sin fronteras, donde las desventuras bélicas (metralla en la marquetería) se entremezclan con aventuras de alcoba, y la literatura, el crimen, la política, la historia y el arte se alojan tanto en los vagones de primera clase, con sus cortinajes de damasco, como en los de tercera, a los que el joven Wiesenthal dedicó una obra en su juventud, pues “quien no conoce la tercera clase, con sus tumultos y peleas, no conoce el tren, que es también el de los exiliados y refugiados”, explica el autor en un restaurante barcelonés.
Por sus pasillos circulaban exóticos pachás, y en los comedores los políticos hablaban de los Balcanes.
El Orient Express se aparece ante el lector como mucho más que un tren, el símbolo de una Europa por la que, durante un tiempo, “se podía viajar tan solo con la tarjeta de visita, como dijo Stefan Zweig, detalle que lo convirtió, claro, en el tren de los espías”. “Era el alma del continente –prosigue–, había nacido con la luz eléctrica. Gracias a él, la moda de París llegaba hasta Estambul. Por sus pasillos circulaban exóticos pachás, y en los comedores los políticos hablaban de los Balcanes y se urdía todo tipo de intrigas”.
Wiesenthal es un erudito ameno que ha ejercido mil oficios, de cantante melódico a profesor o enólogo, de periodista a maestro de esgrima o actor de fotonovelas y redactor de enciclopedias. Se define como “niño de los hoteles”, ya que acompañaba a su padre catedrático en los congresos de oceanografía por toda Europa, “él se iba a las sesiones y me dejaba vagando por el hotel”, lo que está en el origen de su fascinación por los lugares de paso. “Me llamo Wiesenthal y provengo de un largo éxodo –se autorretrata–, todos los personajes de la Biblia son parientes míos. Soy un viejo judío heterodoxo de madre cántabra y cristiana. He buscado la bohemia y me siento modernista”.
Wiesenthal se detiene en una extensa galería de personajes que se alojaron en sus vagones: Laurence Olivier, Marlene Dietrich, Picasso...
De Londres, o París, a Estambul, con diferentes cambios de rutas y recorridos desde 1883, así como periodos en que no ha funcionado (las guerras, finales de los setenta-principios de los ochenta...), el Orient Express comunicaba Occidente con un Oriente rico en leyendas. Wiesenthal se detiene en una extensa galería de personajes que se alojaron en sus vagones, desde Laurence Olivierhasta Marlene Dietrich pasando por Picasso y diferentes jefes de Gobierno y Estado.
Así, la diseñadora Coco Chanel, la misma a la que el joven y pelirrojo Wiesenthal cayó en gracia en el París de su juventud, donde ella le contaba sus viajes en ese tren “acompañada en alguna ocasión de José María Sert y su pareja, Misia, que había tocado el piano en las rodillas de Liszt y montaba un drama con cualquier menudencia, volviéndose malhablada como un loro. A Misia le gustaban los hombres ricos o raros, le daba lo mismo”.
Coco Chanel le contó al autor sus viajes en el tren acompañada en alguna ocasión por José María Sert y su pareja, Misia
O Agatha Christie, “la persona con quien más ha disfrutado uno en la cama”, que ambientó en el expreso su Asesinato en el Orient Express. Otros escritores que viajaron en él fueron Ian Fleming (que situó en él Desde Rusia con amor), D.H. Lawrence (hay escenas enEl amante de lady Chatterley), John Dos Passos, Graham Greene y hasta Vicente Blasco Ibáñez, “que descarriló y pisó a un camarero que yacía en el suelo manchado en sangre por los vidrios rotos”.
Mata-Hari “llevaba una vida sin prejuicios, vedette, viajera, malgastadora, mujer de mundo, lo que levantó las sospechas de las alimañas de la retaguardia de la guerra, que la acabaron fusilando. Muchas de las cosas que hizo fueron por amor hacia un soldado que se quedó ciego”.
La bailarina Joséphine Baker, a la que Wiesenthal trató en sus últimos años de decadencia, sumida en la pobreza, “moviéndose con dificultad sobre el escenario, como los artistas de la Bodega Bohemia, pero con destellos de su gran arte”, fue otra de las ilustres viajeras del tren.
O la actriz Sarah Bernhardt, que lo utilizaba para ir de un teatro europeo a otro, y “a la que los empleados satisfacían en sus extravagancias. Una vez, unos campesinos de la estepa nevada detuvieron el tren ¡solo para saludarla!”.
Aunque no es un lujo inalcanzable, “cuesta lo mismo que un crucero”, parecería lo contrario leyendo los sofisticados platos que se han servido en sus restaurantes, o sabiendo que uno de sus habituales fue el rey Leopoldo II de Bélgica, “tacaño con los empleados que atendían sus caprichos: antes de leer la prensa, ordenaba que planchasen en caliente los diarios para eliminar los microbios, y dormía con su larga barba metida en un saco de tela encerada. Se llevaba al tren a sus amantes, como la camareraCaroline Lacroix, a la que hizo baronesa”.
Muchas veces los estados nos confinan, nos quieren encerrar para convertirnos en rebaños. Los trenes rompen los límites, abren la mente”
“Me da terror la palabra Estado –confiesa Wiesenthal–, me parece un invento absolutista de los franceses. No pueden reducirnos a eso, mi matria es el modernismo y la belle époque, vivo muy ajeno a mi tiempo. Las fechorías de Europa tienen que ver con dividirla por nacionalidades, idiomas y razas, trazar esas alambradas que son las fronteras es indigno, somos pueblos hermanos y deberíamos conducirnos en real fraternidad. Eso es lo que representa este tren, porque nos abría el mundo. Muchas veces los estados nos confinan, nos quieren encerrar, no para superar pandemias, sino para convertirnos en rebaños. Los trenes rompen los límites, abren la mente”.
El tren marca también “un tempo diferente de la vida. El Orient Express es el tempo de Europa, un continente de pequeñas distancias que se puede recorrer andando, disponiendo de los días suficientes, en pequeñas distancias y etapas. No tiene la enormidad de Asia o América, pero, sin embargo, de Londres a Estambul se hablaban dieciséis idiomas. Y todos eran nuestros”.
El lector de Orient-Express sentirá por momentos que el sofá de su casa traquetea como si estuviera atravesando un túnel.
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