La Gran Guerra experimentó una intensa explosión lectora tanto en vanguardia como en la retaguardia
El trasiego de la mañana en la confluencia de la Quinta Avenida con la calle 42 es inusual. Los curiosos que se detienen allí comprenden enseguida que lo que sucede en la escalinata de la Biblioteca Pública de Nueva York tiene que ver con el enorme cartel que preside la entrada. El cartel muestra a un soldado sonriente, fusil al hombro, sosteniendo con esfuerzo un montón de libros. Eso es precisamente lo que muchos neoyorquinos llevan consigo esa mañana por la Quinta Avenida.
El trajín es continuo al pie de la escalinata. Dos soldados apilan con diligencia los libros que reciben, mientras otro, altavoz en mano, anima a traer muchos más. Es el 17 de marzo de 1918, primer día de una campaña que, en una semana, reunirá en todo el país un millón de libros para las tropas que han comenzado a desplegarse por el norte de Francia. Días más tarde, el colofón simbólico de la campaña será una pirámide gigantesca, erigida frente a la biblioteca con los miles de volúmenes que han ofrendado los neoyorquinos.
Los estadounidenses no fueron los únicos que proporcionaron lectura a sus combatientes. Fue una acción compartida por las grandes potencias. Un hecho que refuerza la idea de la Primera Guerra Mundial como una guerra total, que exigió de cada país la movilización de todos sus recursos, y en la que el universo del libro no quedó al margen. Ya fuese a través de su donación o de aportaciones para adquirirlos, aquella movilización puso de manifiesto un fenómeno sin precedentes: la guerra la hacían pueblos en armas, pero pueblos plenamente integrados en la cultura de masas.
El envío de libros fue un vínculo más entre las trincheras y el frente doméstico, y a la vez una expresión de generosidad y amor. Muchos soldados encontraron entre las páginas de aquellos libros dedicatorias, mensajes o cartas de quienes los habían donado con la esperanza de que llegasen a las manos del hijo, el esposo o el hermano destinado en el frente.
La solidaridad superó fronteras. Desde países neutrales como España también se ofreció lectura. La Oficina Pro Cautivos, establecida por Alfonso XIII para atender las solicitudes de información sobre prisioneros, remitió alrededor de cuarenta mil volúmenes donados por la Asociación de la Librería Española.
En una guerra de magnitudes colosales, el envío de lectura también alcanzó cifras millonarias
A lo largo del siglo XIX, los principales ejércitos europeos habían ido creando bibliotecas en guarniciones y regimientos para mejorar las condiciones de vida de la tropa y elevar su nivel de instrucción. En el conflicto de Crimea (1853-56) y en la guerra de Secesión americana (1861-65) encontramos los primeros ejemplos de servicios de lectura para combatientes, que continuaron durante la expansión colonial de británicos y franceses.
Pero ninguno de esos antecedentes es comparable a la dimensión que adquirió la movilización de la lectura a partir del verano de 1914. Y no lo es por muchos motivos: el nivel de planificación y alcance de los servicios, el grado de implicación de la sociedad civil, la adaptación de los objetivos de la lectura a los escenarios y momentos del conflicto y el volumen del material movilizado.
Un engranaje gigantesco
En una guerra de magnitudes colosales, donde participaron cerca de setenta millones de combatientes, el envío de lectura también alcanzó cifras millonarias. El Imperio británico y el Reich alemán movilizaron cerca de doce millones de librosy revistas cada uno; Estados Unidos, diez; la Rusia zarista, alrededor de cuatro. Lejos de estas cifras quedaron Francia, Austria o Italia.
“A las tres de la tarde ya había guardado todas mis pertenencias en mi macuto, incluyendo una funda para máscara anti-gas repleta de libros que yo había traído conmigo desde el otro lado del océano. (La máscara anti-gas había sido arrojada unas semanas antes por un ojo de buey del Mauretania, pues yo sabía perfectamente que si el enemigo, alguna vez, llegaba a emplear gases asfixiantes, jamás podría ponerme a tiempo el maldito aparato.)” J.D. Salinger, Nueve cuentos
En los hogares se solía incluir algo de lectura en los paquetes con ropa y alimentos para los soldados. La necesidad de ofrecer alguna distracción al gran número de heridos en los hospitales militares obligó a poner en marcha los primeros servicios de lectura, de manera que aquellas acciones iniciales, surgidas espontáneamente, dieron paso a un entramado de sociedades, asociaciones y comités que canalizó las aportaciones.
Aquel tejido institucional estuvo compuesto fundamentalmente por organizaciones religiosas, educativas, filantrópicas y profesionales, como la Young Men Christian Association (YMCA), la francesa Société Franklin o el italiano Istituto Nazionale per le Biblioteche dei Soldati.
Por su parte, los editores nunca antes habían trabajado tan intensamente para la milicia. La oportunidad de negocio que representaba la demanda de publicaciones sobre la guerrase amplió muy considerablemente para las editoriales, que, además, abastecieron a los ejércitos.
También la contribución del personal bibliotecario fue decisiva en la gestión de los servicios de lectura, especialmente en Estados Unidos. Allí, la American Library Association (ALA) obtuvo la consideración de agencia oficial de colaboración con el gobierno y lideró el Library War Service, que estableció bibliotecas en más de una treintena de campamentos del país y fue responsable del suministro de lectura a las tropas expedicionarias.
Pero la estrecha relación entre el tejido institucional y la autoridad militar no solo permitió supervisar la organización de los envíos, sino, sobre todo, controlar su contenido. Se establecieron criterios de selección sobre lo que podían o no leer los combatientes. Fue habitual priorizar relatos amenos y obras instructivas y excluir las que suscitasen polémicas políticas o religiosas. Las mayores restricciones, sin duda, se dieron en los campos de prisioneros.
Las autoridades militares prohibieron textos sobre la contienda o con contenido político.
En enero de 1915, y por primera vez en su historia, el Comité Internacional de la Cruz Roja incluyó el suministro de lectura como parte de su auxilio a los cautivos. Libros y revistas se ajustaron a las limitaciones impuestas por las autoridades militares, que, de forma común, prohibieron textos sobre la contienda o con contenido político.
La prensa, el cartel y los servicios postales fueron también piezas esenciales en la maquinaria que movilizó la lectura durante la guerra. A través de los dos primeros se llamó a la población para que colaborase en la recogida de todo tipo de publicaciones, mientras que los servicios postales garantizaron la gratuidad de los envíos a cualquiera de los escenarios del conflicto.
Se establecieron salas de lectura en hospitales militares, centros de instrucción, navíos de guerra y campos de prisioneros. También en los frentes se organizaron servicios para acercar libros y prensa a los combatientes. Los alemanes crearon pequeñas bibliotecas móviles (fahrbare Kriegsbücherein) y dispusieron de una red de librerías para los soldados (Feldbuchhandlung) en localidades próximas al frente. Franceses e italianos establecieron hogares para soldados (foyer du soldat, casa dei soldati) en la retaguardia que contaban con una pequeña biblioteca.
Dónde leer y para qué
De las salas de hospital el libro pasó a los campamentos de instrucción, como los de Salisbury Plain, cercanos a Londres, en los que los soldados se ejercitaban antes del cruzar el canal de la Mancha. Las camp libraries surgieron para ofrecer una alternativa saludable con la que ocupar el tiempo libre.
Cuando fue evidente que la guerra se prolongaría más de lo que nadie había previsto, el libro llegó a los frentes. Leer debía distraer, pero, sobre todo, reforzar valores indispensables para el combate. Por las trincheras de ambos bandos circularon narraciones y poemas que ensalzaban la disciplina, la abnegación y el heroísmo.
Más balsámica fue su misión en los campos de prisioneros, donde el sentimiento de culpa, la vergüenza por el deshonor o el temor al olvido mermaron el ánimo de muchos hombres. Ante la incertidumbre y la angustia de una reclusión prolongada, las páginas de un libro fueron el refugio que permitió sobrellevar las penurias del confinamiento.
También la dinámica de una guerra con armamento y maquinaria modernos obligó a contar con el libro para conocer su manejo o, simplemente, para saber identificar buques y aviones enemigos.
Un repertorio censurado
Para infinidad de hombres, la lectura fue una actividad vital, que restituía la humanidad arrebatada por aquella carnicería cotidiana. Y lo más curioso es que muchos de aquellos lectores empedernidos no lo eran antes de la guerra. Pero ¿qué se leyó durante el conflicto, además de obras instructivas?
Novelas, cuentos, narraciones y libros de viajes ocuparon un lugar especial en las preferencias de los soldados y en las de los servicios de lectura, que priorizaron textos amenos y de fácil comprensión. También hubo límites a la ficción. En Alemania, por ejemplo, se excluyeron las obras que pudieran sembrar inquietud, como relatos detectivescos y de misterio, las que transmitieran sentimientos pesimistas o nihilistas y las que tuvieran tintes eróticos.
Entre los británicos se hizo muy popular un tipo de ficción bélica, exenta de toda referencia a la brutalidad del conflicto y que acentuaba el patriotismo, la camaradería y la capacidad de sacrificio, con el fin de contrarrestar el discurso antibelicista que hubiera podido calar antes de la guerra en los hombres ahora combatientes.
La movilización del libro religioso fue muy temprana y masiva. Hay autores que sostienen que la Biblia fue el libro más leído. Es difícil de verificar, pero nadie duda que fue el que más circuló en las trincheras. Su presencia masiva respondió a la reacción de organizaciones confesionales, protestantes en su mayoría, conscientes de la inigualable oportunidad de influir sobre millones de hombres en un momento de anarquía espiritual.
También la actitud de los combatientes, a medio camino entre la reverencia y la superstición, contribuyó a la extensión del libro religioso. Si bien muchos vieron en su lectura una necesidad antes de la batalla, no pocos confesaron cómo su compañía les había salvado la vida en el combate.
La prensa, especialmente la ilustrada, despertaba un enorme interés entre los soldados. Era el único medio que daba cuenta del curso del conflicto. Sin embargo, echaban en falta el reflejo de sus penalidades y sacrificios, y aquel olvido de la prensa convencional condujo a menudo a menospreciarla.
Los periódicos de trinchera, retrataron la vida cotidiana en el frente sin renunciar al humor y la ironía
En ese contexto surgieron publicaciones exclusivas para los soldados. En unos casos, sus responsables fueron las autoridades militares; en otros, aparecieron por iniciativa de los mismos combatientes. Las primeras buscaron fortalecer la moral y la disciplina; las segundas, cientos de ellas, conocidas como periódicos de trinchera, retrataron la vida cotidiana en el frente sin renunciar al humor y la ironía.
La esperanza del presidente Wilson de que aquella guerra fuera la que acabara con todas las guerras pronto se desvaneció, y hubo que recurrir a la experiencia adquirida en la movilización de lectura para atender a los combatientes de los conflictos que asolaron Europa en las décadas siguientes.
Este artículo se publicó en el número 599 de la revista Historia y Vida.
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