Desde los inicios de la medicina, y en ocasiones hasta hoy mismo, las curas no han estado exentas de un componente mágico, a veces nocivo para el paciente
Hoy recupero un interesante artículo de La Vanguardia acerca del tema. Muy interesante después de la pandemia (y también sin ella, que no solo de pandemia vivie el hombre ni la mujer).
La Covid-19 ha revelado la cantidad de convicciones acientíficas, experimentos fallidos, posibilidades contradictorias y también francas excentricidades que se cuecen ante un reto sanitario inédito. Desde las idas y venidas del antiviral remdesivir al consumo de desinfectante sugerido en 2020 por Trump o el MMS (suplemento mineral milagroso, o sea, dióxido de cloro, una lejía rebajada para beber) compartido poco después por aficionados al New Age en Balaguer.
Todo este baile de fórmulas no es privativo de la pandemia actual, ni mucho menos. Remedios recetados por una generación, o durante siglos, se han convertido después en motivo de escándalo o asombro. Los medicamentos llamativos, alocados o abiertamente peligrosos son tan antiguos como las pirámides.
Biomedicina a la egipcia
En la civilización de los faraones, a quien padecía de gota lo sometían a corrientes eléctricas con anguilas. Las heridas infectadas, por su parte, daban pie a una versión rudimentaria de la penicilina; y, para ciertos cuadros clínicos, se aplicaba pan con moho, ya que los egipcios pudieron conocer la acción bactericida de ese hongo. Otros remedios del Nilo resultaban sencillamente repugnantes.
Un famoso documento médico, fechado entre 1550 y 1500 a. C., durante la XVIII dinastía, aconsejaba emplastos de estiércol para sanar heridas y, ya de paso, alejar a los espíritus malignos. Y no solo eso. El Papiro Ebers, que se conserva en la Universidad de Leipzig, especificaba, en sus más de setecientas fórmulas magistrales, los animales más recomendables para esta clase de terapias, más que de choque, chocantes. Las heces de perros, burros, gacelas y moscas eran especialmente apreciadas por sus propiedades; y en ocasiones también las humanas y las de cocodrilo, estas últimas por sus efectos anticonceptivos.
La saliva equina mejoraba, al parecer, la libido femenina, en tanto que la sangre de lagartija solucionaba otros problemas. Más insufrible debió de ser otro tratamiento de origen animal: una pasta elaborada con cadáveres de ratón para aliviar la tos o los dolores dentales, que, aunque cueste creerlo, iba, directamente, del mortero a la boca. Los roedores también se empleaban entre los egipcios para combatir la viruela, el sarampión y hasta la incontinencia urinaria.
Mercurio, orina y sangre
Otras culturas antiguas tampoco se andaban con chiquitas. La China imperial fue la primera que tomó como una panacea una sustancia tan tóxica como el mercurio. Se dice que el soberano que fundó el Imperio, Qin Shi Huang, murió en el siglo III a. C. al buscar la inmortalidad con píldoras de ese veneno. Griegos y persas creían, de forma similar, que el mercurio alargaba la vida; y la tripulación que contrajo la sífilis durante el primer viaje de Colón al Nuevo Mundo fue tratada con ese metal líquido, una práctica que se extendería hasta el siglo XX.
Tanto la civilización china como la india, la griega y la romana practicaban la uroterapia, esto es, que bebían la propia orina con fines terapéuticos. Los griegos, además, fumigaban con un preparado de azufre y alquitrán la cabeza de las pacientes con desplazamiento uterino para que la matriz regresara a su posición natural al rehuir esta emanación tóxica, que bajaba por las vías respiratorias.
Los romanos eran bastante menos sutiles en su farmacopea. Así, intentaban curar la epilepsia con sangre de gladiadores muertos en combate, un recurso, tan absurdo como macabro, que se extendería a los siglos posteriores. Los médicos renacentistas, por ejemplo, seguían recetando sangre de reos decapitados como antiepiléptico.
Entre pócimas y hierros
Antes, la Edad Media fue, como cabía esperar, un auténtico festival de medicación extraña. Un ejemplo casi cómico sería el de un tratamiento contra la hinchazón de ojos. A los afectados se les colgaba al cuello un cangrejo vivo, y no, no hay constancia de que funcionase.
Entre los siglos XII y XVII, e incluso a finales del XVIII, una botica bien provista contaba, entre sus sustancias, con polvo de momia. Al principio procedente de las egipcias y después de embalsamamientos alternativos, como los de los guanches canarios, los tétricos gránulos contribuían, supuestamente, a la cicatrización de heridas y otros procesos orgánicos.
En la Edad Media se elaboraba también cierta pócima de San Pablo que despejaba malestares gástricos, mejoraba la memoria y curaba epilepsias y catalepsias. Era fruto de muchos ingredientes: pimientas, flores, semillas, cortezas y otros con retintín de brujería, como la mandrágora, o, atención, la sangre de dragón; aunque esto último era solo mercadotecnia de la época. En realidad, se trataba de la resina del drago, el árbol canario, que muestra un color rojo intenso.
Menos laborioso resultaba plantar cara a la hipertrofia del bazo. La dilatación de este órgano fue muy frecuente en tiempos medievales, al abundar la anemia. Para mitigarla, los médicos recomendaban introducir un hierro al rojo en una jarra de vino. En ello había cierto componente científico, ya que la bebida, al cargarse de partículas de hierro, actuaría como un suplemento ferroso, un antianémico. Más discutibles eran técnicas odontológicas como meter en la boca del paciente velas encendidas con el fin de quemar los parásitos que carcomían la dentadura.
Flatos contra la peste
Un desafío más grave, la peste, no solo arreció en las postrimerías medievales. La sufrieron bien entrada la Edad Moderna ciudades tan dispares y lejanas como Venecia y Londres. En la Serenísima República corrió la voz, en el siglo XVI, de que para neutralizarla era efectiva la uroterapia, al igual que en la Antigüedad. En la Italia renacentista se prefería la orina de un niño varón combinada, a partes iguales, con agua anisada y melaza.
Por su parte, la capital inglesa escogió otra táctica terapéutica para la Gran Plaga de 1665 y 1666. Atacó el fuego con fuego. Quiso contrarrestar las emanaciones letales de la peste con otros efluvios fétidos. ¿Cómo? Fácil. Envasando las ventosidades en un bote de vidrio. Si se veía pasar por casa un carro cargado con cuerpos, se destapaba el bote y se aspiraba fuerte.
Las quemaduras en la Edad Moderna, como las provocadas por la pólvora, siguieron tratándose como en la Antigua, es decir, con emplastos vegetales con estiércol. Para los arcabuzazos, por ejemplo, se recomendaba mezclar el de pollo con el de ganso. Más repulsiva todavía era la receta antiverrugas en la Inglaterra Tudor: encima de ellas se colocaba un ratón cortado por la mitad. Y peor aún lo tenían los niños que mojaban la cama, a quienes se corregía dándoles de comer, otra vez, ratón, pero ahora podrido.
La aproximación facultativa no era menos traumatizante ante otros percances. Un anecdotario médico español relata que, en la Francia del siglo XVI, el eminente cirujano Ambrosio Paré envenenó a un pobre desgraciado –que ya estaba condenado a muerte– para convencer al rey Carlos IX de la ineficacia de su bezoar.
Los bezoares son bolas sólidas de pelos, cálculos y otras durezas que se forman en las vías digestivas de los rumiantes. Cotizaban a precios prohibitivos en las cortes porque, presuntamente, protegían de los venenos si se tragaban nada más ingerir estos. Cuanto más exótico el animal, más caro resultaba el biotalismán, y no en vano, el bezoar más valioso por aquel entonces era el de llama peruana.
¿Asma? Nada como fumar
Podría creerse que, tras la Ilustración, la fundación de academias y el positivismo, la Edad Contemporánea estrenó una farmacología más racional. Sí y no. Es cierto que la medicina se fue volviendo, poco a poco, más científica; sin embargo, el factor humano, tan creativo como a veces absurdo, continuó haciendo de las suyas. Constan, por poner unos cuantos ejemplos, varios enemas, cuando menos cuestionables, suministrados en el siglo XIX: uno de limonada en 1811, otro de tabaco en 1828 y el tercero, de oporto, en 1858.
Los tres fueron reportados por fuentes fiables. Detrás de la lavativa cítrica, se encontraba el cirujano naval Stephen Love Hammick, que llegó a ser el galeno personal del príncipe de Gales. La irrigación con agua nicotinada, de gran predicamento para las hernias durante los siglos XVIII y XIX, fue divulgada por la prestigiosa y todavía hoy existente revista The Lancet. Y la alcohólica, por el no menos reputado British Medical Journal.
¿Y qué decir del humo del tabaco, que se empleaba para inducir a la reanimación? En la era victoriana se fumaba por orden médica para aliviar el asma y la bronquitis. Había, de hecho, varias marcas con este propósito; entre ellas, los Cigares de Joy (“Curan el asma” era su reclamo frontal), los Asthmador, los Potter’s Asthma Cigarettes y muchos otros. Por cierto, los más divulgados en la actualidad, los del Dr. Batty que circulan por Internet como si fueran de 1890, son una parodia, un bulo, no son históricos.
Heroína para la tos
Pero ¿cómo pedir sensatez sanitaria a una época en la que se tomaba arsénico? Desde varios siglos atrás, ese temible veneno se había empleado con fines medicinales, pero fue en la Belle Époque cuando disfrutó de su hora dorada, integrando jarabes, comprimidos y otros formatos contra la diabetes, el reuma, la sífilis o la malaria. Nada de que sorprenderse, si se repasa la visión de entonces de otras sustancias hoy ilegales, droga dura.
En este sentido, la cocaína se expendía en las farmacias en una amplia variedad de presentaciones. La metanfetamina, sintetizada en 1893, se prescribió al principio contra el sobrepeso, el asma y la narcolepsia. Todavía a mediados del siglo XX, los anuncios en las revistas pregonaban: “Methedrine [una marca del laboratorio Burroughs Wellcome] significa ayuda en la obesidad”. Otro laboratorio de renombre, el alemán Bayer, formuló en 1898 una morfina tan mejorada que hasta era inocua. Se llamaba heroína.
Entre tanto, a los niños inquietos de Estados Unidos se les recetaba, todavía en el período de entreguerras, un sirope calmante con opiáceos y codeína. Sin olvidar los jarabes para la tos con heroína como principio activo, que proliferaron de 1898 a 1910 y produjeron, claro, una andanada de adicciones.
No mucho más tarde, la gripe de 1918 no solo disparó la imaginación en las reboticas. Si los limones no llegaban a las fruterías no era por su demanda, sino porque había corrido el rumor de que su acidez eliminaba el virus de la influenza A del subtipo H1N1, que se cobró cincuenta millones de vidas. También las bebidas alcohólicas buscaron beneficiarse del pánico colectivo. Un anuncio de la época rezaba: “Contra la gripe, ron Trinidad”. Así de fácil.
Un resplandor siniestro
Ahora bien, pocos seudomedicamentos llegaron a la desfachatez letal de una bebida energética que, durante los locos años veinte, prometió ser “una cura para los muertos vivientes”. La Radithor lo sanaba todo y hasta daba felicidad, pero resultó ser todo lo contrario.
Vendida desde 1918 hasta su prohibición en 1928, consistía básicamente en radio disuelto en agua, y su radiactividad mató a varios consumidores. Por esas fechas se comercializaron los también ultramodernos supositorios Vita Radium, una versión primitiva y siniestramente fosforescente del Viagra. Ya se ve que los remedios estrambóticos no son nada nuevo, medien o no pandemias.
Este artículo se publicó en el número 631 de la revista Historia y Vida.
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