El ‘monstruo de los Andes’ que se excitaba matando niñas a plena luz del día: “Es mi misión”
Pedro Alonso López está en paradero desconocido con más de 300 crímenes a sus espaldas
Aquel desconocido llevaba un buen rato observando hacer la compra a Carvina y a su hija Marie, de 12 años, cuando decidió raptar a la menor. La cogió entre sus brazos y emprendió la huida buscando la salida del supermercado. Los gritos de la madre alertaron a los presentes y algunos de los empleados corrieron tras él. Lograron detenerlo antes de que subiese al coche. Acababan de evitar una muerte segura, una más de las cerca de 300 que se llevó por delante el bautizado como el ‘monstruo de los Andes’.
Pedro Alonso López secuestró, violó y mató a niñas en Colombia, Ecuador y Perú, con el único fin de arrebatarlas la “inocencia”, la misma que, según él, le quitó su madre cuando él tenía ocho años. Siempre asesinaba a la luz del día, era su “misión”. Tras dieciséis años en prisión, las autoridades dejaron en libertad a este peligroso asesino en serie y, actualmente, se encuentra en paradero desconocido.
Obsesión con la madre
Nacido el 8 de octubre de 1948 en la localidad colombiana de Ipiales, Pedro Alonso López tuvo una infancia marcada por el sexo, la violencia y los abusos. Su madre Benilda ejerció la prostitución en su propia casa, algo que afectó sobremanera al pequeño. Él junto a sus doce hermanos, todos ellos fruto de las relaciones sexuales de la mujer con sus clientes, dormían en la misma habitación donde ella se prostituía. Tan solo los separaba una cortina, así que era inevitable que escuchasen los gemidos, lo que resultaba de lo más desagradable.
Asimismo, Benilda apenas se hacía cargo de sus hijos y golpeaba a Pedro con “una escoba constantemente”, recordaban sus vecinos. De hecho, terminó echándolo de casa después de que tratase de violar a una de sus hermanas. Antes de dejarlo en la calle le quemó los pies con una vela. Tenía nueve años.
A partir de aquí, el niño se convirtió en un vagabundo y sufrió las consecuencias de vivir a la intemperie: fue víctima de varias violaciones a manos de hombres aparentemente gentiles que trataban de ayudarlo. Aquellas agresiones sexuales forjaron su carácter cada vez más tosco y resentido. En su lucha por la supervivencia participó en peleas de cuchillos con otros muchachos de la calle, aprendió a fumar bazuco (pasta base de cocaína), se coló en edificios abandonados y rebuscó comida en la basura.
Las calles de Bogotá se convirtieron en su único hogar hasta queuna pareja de estadounidenses se lo encontraron y decidieron adoptarlo. Con doce años, a Pedro le volvió a cambiar la vida y todo parecía volver a la ‘normalidad’.
Tenía una nueva familia, un nuevo hogar, un nuevo colegio, nuevos amigos… Nada podía ir mal. Hasta que uno de sus profesores abusó sexualmente de él y Pedro regresó a las calles. Desde ese momento, la delincuencia fue su único modus vivendi. Se hizo un experto ladrón de coches y a los veintiuno fue condenado a siete años de cárcel. Aquella etapa entre rejas también fue clave en cuanto al desarrollo de su carácter.
Aunque al principio Pedro fue el juguete sexual de algunos presos, un día decidió parar dicha situación y vengarse. El joven degolló a sus agresores y, por primera vez, se dio cuenta del placer que le producía matar. En su mente confluían tres importantes elementos: el odio hacia su madre, una imagen cosificada de la mujer gracias al consumo de pornografía, y el deleite irrefrenable a la hora de asesinar.
Una vez en libertad, Pedro viajó al sur de Perú donde empezó su periplo criminal secuestrando y matando niñas que vivían en la región de Ayacucho. Inicialmente seleccionaba el poblado indígena, la mayoría ubicado en zonas más apartadas; después, unas víctimas “que tuvieran los ojos más inocentes”, explicó ya detenido; y a plena luz del día, las ofrecía regalos para que le acompañasen. Una vez alejados y en algún paraje desolador, Pedro comenzaba su ritual.
“Obligaba a la niña a tener sexo conmigo y ponía mis manos alrededor de su garganta. Cuando el sol salía la estrangulaba. […] Solo era bueno si podía ver sus ojos. Nunca maté a nadie de noche. Habría sido un desperdicio en la oscuridad, tenía que verlas a la luz del día […]. Había un momento divino cuando ponía mis manos alrededor del cuello de las niñas y observaba cómo se iba apagando la luz de sus ojos. Solo aquellos que matan saben a qué me refiero”, confesó en dependencias policiales.
Enterrado vivo
Tras violar, estrangular y matar a sus víctimas, practicaba necrofilia con sus cuerpos ya sin vida, y los terminaba escondiendo o enterrando para no ser descubiertas. Jamás secuestró ni mató a niñas blancas porque “sus padres vigilaban demasiado”, de ahí que acechase siempre a menores de raza indígena. En Perú llegó a matar cerca de 100 niñas de entre 9 y 12 años, por eso el apodo del ‘monstruo de los Andes’.
Una de ellas se libró por los pelos de la muerte gracias a que varios miembros de un clan de ayacuchos lo persiguieron. Hacía tiempo que sospechaban de él.
“Los indios en el Perú me habían atado y enterrado en la arena hasta el cuello cuando se enteraron de lo que les había estado haciendo a sus hijas. Me habían cubierto de miel y me iban a dejar para ser devorado por las hormigas, pero una señora misionera americana vino en su jeep y les prometió que me entregaría a la Policía”, relató sobre uno de los momentos más terroríficos de su vida. Después de alejarse (misionera y asesino), ella le dejó marchar. Aunque hay versiones que confirman que sí lo trasladó hasta las autoridades peruanas pero que al deportarlo a Ecuador, el ‘monstruo’ escapó.
Sea como fuere, entre 1978 y 1980 el número de desapariciones de niñas fue en aumento, principalmente en Colombia y Ecuador, un dato que la Policía achacó a un incremento de la esclavitud sexual y la trata de personas, y no tanto a un asesino en serie. Pero todo cambió cuando en 1980 se produjo una importante riada en el municipio ecuatoriano de Ambato.
En aquella inundación desaparecieron cientos de personas y las labores de rescate se dedicaron a verificar los cadáveres encontrados con los registros de desaparecidos. Así fue cómo hallaron los cuerpos de cuatro niñas desaparecidas antes de dicha riada y que fueron enterradas para que nadie las encontrase.
Días después de esta catástrofe, un error de Pedro Alonso López le llevó directamente a su detención. Pillaron al criminal con las manos en la masa mientras secuestraba en un supermercado a Marie, una niña de 12 años. Los gritos de su madre alertaron a los empleados del local que lograron darle caza. Relacionar dicho rapto con los cuatro cadáveres fue cuestión de horas.
Una vez en comisaría, el ‘monstruo’ se negó a declarar. Durante varios días, Pedro no abrió la boca, ni para confirmar ni para desmentir las desapariciones, los asesinatos o el intento de secuestro. La única solución que se les ocurrió a los investigadores, dada la fe católica que profesaba el detenido: que uno de ellos se hiciese pasar por sacerdote. Así fue cómo entró en escena el padre Córdoba Gudino quien, en pocos minutos, consiguió tirar de la lengua al asesino.
“Me ha confesado actos tan horribles, bestiales y violentos que no podía seguir escuchándole”, aseguró perplejo tras escuchar el relato del sospechoso. “Primero violaba a las niñas”, explicó Gudino, “y luego las estrangulaba mirándolas fijamente a los ojos porque en ese instante la excitación sexual y el placer llegaban su máximo punto, antes de que su vida se marchitara”.
Durante su confesión, Pedro justificó los crímenes a su dura infancia y adolescencia: “Perdí mi inocencia a la edad de ocho años, así que decidí hacer lo mismo a tantas muchachas jóvenes como pudiera”. Principalmente prefería las ecuatorianas porque “son más dóciles y más confiadas e inocentes, no son como las muchachas colombianas que sospechan de extraños”. Una vez muertas, cavaba un hoyo y las iba enterrando en grupos de tres o de cuatro para, después, ir a visitarlas. Aquellas niñas eran sus “muñequitas”, como él mismo las denominaba, y charlar con ellas se convertía en una “fiesta”.
Sin embargo, “como ellas no se podían mover me aburría e iba a buscar nuevas niñas”.
Más de 300 víctimas
Pese a los detalles aportados, la Policía comenzó a dudar de su rocambolesco testimonio y Pedro, para demostrar que decía la verdad, pidió que lo llevasen a diferentes emplazamientos para desenterrar los cadáveres. La comitiva policial llegó hasta un área apartada de Ambato y allí fue donde el ‘monstruo’ señalizó los lugares de enterramiento. Localizaron un total de 57 cadáveres, todos ellos de niñas entre los ocho y los doce años, con signos evidentes de violencia, aunque el detenido habló de 110.
Entre Colombia, Ecuador y Perú, Pedro Alonso asesinó a más de 300 menores. En Ecuador lo condenaron a 16 años de prisión, la pena máxima posible en 1980 para delitos de este tipo. Tras cumplir condena fue extraditado a Colombia para ser juzgado por el asesinato de varias niñas, pero el juez lo encontró “demente” y, por tanto, inimputable.
Según los exámenes psicológicos que le practicaron, este asesino era un “sociópata” con un “trastorno de personalidad antisocial”, sin “conciencia” ni “empatía” y que con gran habilidad para la manipulación y el engaño mediante el uso de la palabra. Tras pasar cuatro años en un centro psiquiátrico de Colombia, le impusieron una fianza de cincuenta dólares y la obligación de un tratamiento psiquiátrico y su posterior seguimiento mensual ante la autoridad judicial. Una vez en libertad, esto último jamás se cumplió y el ‘monstruo de los Andes’ desapareció. Era 1998.
De nada sirvió que durante su etapa preso dijese cosas como estas: “El momento de la muerte es apasionante, y excitante. Algún día, cuando esté en libertad, sentiré ese momento de nuevo. Estaré encantado de volver a matar. Es mi misión”.
La última persona que tuvo noticias de él fue su madre. Pedro la visitó y, lejos de mostrarse violento con ella pese a culparla de todos sus males, le hizo una petición: “Madrecita, arrodíllese que voy a echarle una bendición”. Tras aquello, exigió a Benilda que le diese dinero y se esfumó.
En 2002 la Interpol emitió una orden de búsqueda y captura contra el colombiano por las similitudes con el asesinato de una menor en El Espinal (una de sus zonas ‘preferidas’), y en 2012, por el crimen de otra niña en Tunja. En ambos homicidios, el responsable siguió el mismo modus operandi que el ‘monstruo de los Andes’.
Aunque el paradero de Pedro Alonso López sigue siendo un misterio, su propia madre tiene claro que su hijo sigue vivo. Así lo declaró ante varios medios de comunicación colombianos: “Sé que no ha muerto. Otros familiares míos se me han aparecido en forma de ‘presencia’ después de que falleciesen. Pero él no. Sé que sigue ahí, en alguna parte”.
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