El noviembre pasado se cumplieron 150 años de la inauguración del canal de Suez, una obra faraónica que, como luego en Panamá, se llevó a cabo con más pena que gloria
Dos obras faraónicas, más de 150.000 muertos y un solo hombre detrás. Ferdinand de Lesseps, francés nacido en Versalles en 1805, iba para diplomático, como su padre, pero cuando las cosas en su carrera se torcieron se empeñó en cambiar el tráfico marítimo para siempre. Él fue el principal impulsor del canal de Suez, de cuya inauguración se cumplieron el pasado domingo 17 de noviembre 150 años, y, posteriormente del de Panamá, donde fracasó, aunque el proyecto fuera posteriormente recuperado por Estados Unidos, que lograron abrirlo en 1914.
Nada de esto hubiera pasado de no ser por un primer fracaso. Nacido y crecido en el seno de una familia de acaudalados diplomáticos instalada en Bayona, en el País Vasco Francés, todo en su vida estaba enfilado para que él siguiera la misma senda. Y así fue al principio. Se inició en el oficio con 20 años de la mano de su tío Barthélémy, a quien acompañó a Lisboa; tres años más tarde asistiría a su padre en Túnez, y, en 1832 le enviaron a Egipto como vicecónsul de Alejandría.
Hacinados, en condiciones insalubres, los contagios de enfermedades se hicieron habituales entre el casi millón y medio de personas que trabajaron en el proyecto
En 1835 fue ascendido a cónsul general y el máximo mandatario del país, Mehmet Ali, puso en sus manos la educación de su hijo pequeño, Mehmet Said, quien se convertiría en un muy querido amigo. Después vendrían los consulados de Róterdam, Málaga, Barcelona y Madrid. Todo iba viento en popa para él hasta que en 1849 el Gobierno francés le puso al frente de las negociaciones con los Estados italianos, que en aquel momento andaban en pleno proceso de unificación del país con Garibaldi a la cabeza. Los galos, que tenían intereses políticos y económicos en la zona, además de un ejército desplegado, se oponían a esta revolución imparable, pero Lesseps no pudo salirse con la suya. Su gobierno le hizo responsable del fiasco y Ferdinand puso fin a su carrera diplomática. Francia había perdido a un cónsul, pero el mundo no tardaría en ganar un ingeniero.
Retirado en La Chênaie, en el centro de Francia, donde había montado una explotación agrícola gracias al dinero de su suegra, Lesseps dedicaba el tiempo libre a repasar los documentos que se había traído de sus tiempos diplomáticos. Es así como recuperó un proyecto de Linant de Bellefonds, responsable de obra pública que había modernizado Egipto en aquel siglo XIX, que en 1847 había presentado su plan para unir el Mediterráneo y el mar Rojo.
Desde un punto de vista técnico, la obra ya era posible, pero exigía un inmenso esfuerzo diplomático que el francés pudo capear cuando su amigo Mehmet Said sucedió Abbas I como máxima autoridad de Egipto. El 30 de noviembre de 1852, el nuevo pachá otorgó a su “amigo Ferdinand de Lesseps el poder exclusivo de constituir y dirigir una compañía universal para abrir el istmo de Suez y la explotación de un canal entre los dos mares”.
Se constituyó la Compañía Universal del Canal Marítimo de Suez, con Lesseps como director, claro, y el 25 de abril de 1859 se iniciaron por fin unas obras que ni británicos ni turcos, con intereses en el área veían con buenos ojos. Hubo que inventar máquinas excavadoras especiales para la obra y el pachá aportó 20.000 trabajadores para que sacaran la tierra, estos a golpe de pico y pala, y en unas condiciones que podrían recordar a las de la construcción de las pirámides.
Hacinados, en condiciones insalubres, los contagios de enfermedades se hicieron habituales entre el casi millón y medio de personas que trabajaron en el proyecto. Los datos oficiales cifran en 20.000 los muertos, pero las autoridades egipcias siempre han elevado la cifra hasta los 125.000. Diez años después del comienzo de los trabajos, y tras gastar el doble de lo presupuestado (17 millones de libras esterlinas) el canal fue por fin inaugurado el 17 de noviembre de 1869, hace ahora 150 años.
Lesseps volvió a Francia convertido en un héroe nacional, se vio tentado por la política, patrocinó expediciones al Congo y siguió rumiando proyectos mastodónticos, lo que indefectiblemente le llevó a poner sus ojos en Panamá, entonces en manos de Colombia. En realidad, no fue el primero en tener la idea. Estados Unidos y Reino Unido llevaban tiempo disputándosela, aunque ni unos ni otros terminaban de tener claro si era mejor abrir esta ruta entre el Atlántico y el Pacífico por Panamá o por Nicaragua.
En 1876 Francia envió al oficial de la marina de ilustre apellido, Lucien Napoleon Bonaparte Wyse, al itsmo de Panamá para que comprobara in situ si aquello era factible. A este le siguieron otros expertos y técnicos galos que visitaron también otros lugares de México y Panamá. Incluso se creó, en 1879, un Congreso Internacional de Estudios del Canal Interoceánico con casi 150 delegados de 23 países (la mitad, eso sí, eran franceses). También se crea una comisión técnica en la que figuran nombres tan ilustres como el de Gustave Eiffel (lo reconocerán por su famosa torre) que ese mismo año decide, por expreso deseo de Lesseps, unir la bahía de Panamá con la bahía de Limón desoyendo las voces agoreras que advertían de los riesgos de un clima demasiado húmedo y propagador de múltiples enfermedades.
Ferdinand, de nuevo al frente de otra construcción faraónica, viajó con su familia a Panamá, adonde llegó el 30 de diciembre de ese año para inaugurar los trabajos. Lo hizo simbólicamente a bordo de un barco en la desembocadura del río Grande, del lado del Pacífico, dando un golpe de pico a una caja de champán a la que habían puesto un poco de tierra por encima. A partir de entonces, se iniciaron excavaciones y voladuras controladas sin pararse a pensar en que el proyecto carecía de la financiación y la maquinaria necesaria para llevarlo a cabo.
Solo en comprar el Ferrocarril de Panamá, que iba a ser esencial para el transporte de hombres y maquinaria, aunque al final nunca se usó, se gastaron 25 millones de dólares, un tercio de sus recursos. Lesseps dejó a su hijo Charles al frente de la construcción y volvió a Francia para recaudar fondos, mientras el principal contratista daba una espantada y los obreros, sobre todo los franceses, eran pasto de la malaria y la fiebre amarilla. Lo más paradójico es que en aquellos tiempos en los que estas enfermedades aún no eran bien conocidas los hospitales que montaron los galos se convirtieron en su principal agente propagador, ya que los mosquitos que las transmiten se reproducían en el agua que ponían para evitar la entrada de insectos en el hospital.
El caos se fue adueñando de las obras, que poco tenía que ver con el del canal de Suez, y no solo por el clima, sino también por lo rocoso y montañoso del terreno, nada que ver con las arenas de Egipto y con la diferencia de nivel. En 1887 se decidió que había que hacer un canal con esclusas y Lesseps le encargó el proyecto a Eiffel al tiempo que empezaba a gastar una ingente cantidad de dinero en comprar voluntades de políticos y el silencio de los periodistas para que no llegaran hasta Francia noticias sobre el descontrol y los muertos en Panamá, que legarían a los 22.000. Nada de esto fue suficiente.
El 4 de febrero de 1889 se liquidó la Compañía Universal del Canal de Panamá dejando la mitad de la obra por hacer, a más de 85.000 accionistas en la ruina y las cuentas de la Tercera República Francesa tiritando. De nuevo Ferdinand de Lesseps fue el cabeza de turco (esta vez con bastante razón). Fue acusado, entre otras cosas, de mala administración y de corrupción (al final lo de sus sobornos había salido a la luz).
En 1893 fue condenado a cinco años de cárcel, pero un tribunal de casación anuló la sentencia poco después. Lesseps moriría un año después, sin tiempo de ver cómo EE. UU. retomaba el proyecto en 1903 el proyecto tras llegar a un acuerdo con las autoridades de Panamá, país que acaba de separarse de Colombia. En apenas diez años y después de asegurarse por contrato su explotación a perpetuidad (pagaron por ello 10 millones de dólares), los yanquis consiguieron, el 15 de agosto de 1914 que el vapor Ancón atravesara el canal de un océano al otro. Tampoco fue un camino de rosas para la seguridad laboral. Se calcula que en esta fase murieron otros 5.600 trabajadores, aunque de ellos apenas 650 eran estadounidenses.
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