‘Fitzcarraldo’, el rodaje más demencial de la historia del cine
Hace 40 años Werner Herzog soñó con un proyecto imposible que llevó a cabo poniendo su salud y su economía a prueba.
Hoy la película permanece como uno de los proyectos más desmesurados de la historia del cine
Werner Herzog siempre ha concebido el cine como un deporte de alto riesgo. En su opinión, si no te has jugado el pellejo haciendo tu película, lo más probable es que no valga la pena. “El cine me lo ha dado y quitado todo”, dijo el director alemán en cierta ocasión. “Ha hecho realidad mis sueños y me ha dado una sólida razón para vivir, pero también me ha arruinado, extenuado, desquiciado y puesto en peligro”.
Nacido en Múnich en 1942, Herzog se crio en las montañas de Baviera, en un hogar sin radio, teléfono ni televisor. No pisó un cine hasta cumplidos los 16 años. Muy poco después, a los 19, empezó a filmar sus primeros cortometrajes, guerra de guerrillas cinematográfica financiada con lo poco que pudo ahorrar trabajando de soldador en el turno de noche de una fábrica. En 1972 se convirtió en uno de los grandes referentes del nuevo cine alemán con Aguirre, la cólera de Dios, una película enigmática, intensa y desoladora como pocas, que se rodó a salto de mata en la selva amazónica y en la Cordillera Oriental peruana. Aquella fue ya una experiencia en los límites de la cordura, de las que ponen en peligro la integridad de casi todos los implicados.
Hace ahora 40 años, durante el rodaje de la que tal vez sea su obra maestra, Fitzcarraldo (que no sería estrenada hasta 1982), Herzog estuvo a punto de tirar la toalla. Por primera vez en su carrera, parecía que uno de sus sueños cinematográficos no iba a poder materializarse. El cineasta había concebido una escena grandiosa, un acto de desmesura sin precedentes: arrastrar un barco de vapor de 320 toneladas a lo alto de una colina de 500 metros y, desde allí, hacerlo descender sobre las aguas de un afluente del Amazonas. Esa imagen, intuida un año antes mientras navegaba por la cuenca del río Marañón, muy cerca de la frontera entre Perú y Ecuador, le perseguía desde entonces. Quería hacerla realidad, mostrársela al mundo, “pero sin maquetas, efectos especiales ni ilusionismo cinematográfico barato”.
La ley de la selva
Aquella película pretendía ser un canto a la desmesura, un homenaje a la vida delirante de Carlos Fermín Fitzcarrald, comerciante de caucho peruano de finales del siglo XIX que se propuso construir un teatro de ópera en la ciudad selvática de Iquitos. Herzog sintió que necesitaba contagiarse de ese espíritu y que en su rodaje hubiese también algo de absurdo y de desmesurado: “Los espectadores no van a conformarse esta vez con un sucedáneo. Necesito que sepan que lo que están viendo es real, que el barco está subiendo de verdad a lo alto de la montaña. Solo así conseguiré que recuperen la confianza en lo que les muestran sus propios ojos”.
Sin embargo, en los últimos meses de 1980, después de que el campamento que había instalado en la remota aldea de Wawaim fuese asaltado por activistas indígenas de la etnia aguaruna, el director se dejó llevar por el más profundo desánimo. Por entonces se había gastado ya cerca de un millón de dólares de su propia productora y había perdido el apoyo financiero de la Fox, que no entendía su obstinación en derrochar tiempo y dinero en una escena que consideraban prescindible. En Conquista de lo inútil (Blackie Books, 2014), cuaderno de bitácora del que ha pasado a la historia como uno de los rodajes más demenciales de la historia del cine, Herzog reconoce que tocó fondo al llegar una tarde a su apartamento de Iquitos y descubrir que una plaga de termitas había devorado su ropa, sus libros y sus notas de producción. Aquello era una señal. Los astros se conjuraban contra su película. Había llegado la hora de arriar la bandera. Nunca el más indómito de los cineastas estuvo tan cerca de darse por vencido.
Herzog llevaba más de un año en la selva, buscando localizaciones para el rodaje, alimentándose de carne de mono y caimán a la brasa, sufriendo violentas fiebres y diarreas, acosado por ratas, tarántulas y murciélagos, devorado por chinches, mosquitos y hormigas rojas. Aún no había empezado a filmar y ya estaba arruinado y al límite de su resistencia física y mental. Su amigo Francis Ford Coppola, en cuya mansión de San Francisco había escrito el guion de la película año y medio antes, llegó a decirle que aquel rodaje iba a ser peor que el de Apocalypse Now, que el proyecto se le estaba yendo de las manos.
Pero Herzog se aferró al cine. Apostó por la aventura y superó su momento de flaqueza, convencido como estaba de que “dejar de soñar equivale a estar muerto”. Renunció a rodar en el norte de Perú, donde se estaba gestando un conflicto fronterizo contra Ecuador, y estableció un nuevo campamento, situado esta vez mucho más al sur, cerca de Cuzco, en la cuenca del río Camisea. Allí le tocó padecer una huelga y el acoso de la prensa sensacionalista peruana, que llegó a acusarle sin fundamento de tráfico de drogas y de armas. En esta ocasión, sin embargo, consiguió ganarse la complicidad de las comunidades indígenas locales, nativos que alternaban machetes y taparrabos con camisetas de John Travolta y que estuvieron dispuestos a trabajar en la película. Ni siquiera pestañearon cuando Herzog les mostró la enorme barcaza de vapor que pretendía hacer pasar por lo alto de la colina haciendo uso de un sistema de poleas y raíles muy complejo, pero de aspecto rudimentario.
Miedo y asco en Camisea
Por fin, el 6 de enero de 1981, empezó el rodaje propiamente dicho. Pocos días antes habían llegado al campamento de la ribera del Camisea los tres actores que iban a protagonizar la película: Jason Robards, Mick Jagger y Mario Adorf. El cantante de los Rolling Stones tuvo desde el primer día una actitud entusiasta y solícita. Incluso se ofreció a ejercer de chófer para el equipo de producción. Herzog recuerda cómo su deportivo de lujo se atascaba una y otra vez en el barro de las pistas forestales ribereñas sin que Jagger perdiese la sonrisa.
Robards y Adorf, en cambio, se comportaron, en opinión del director, como “un par de ególatras y de pomposos cobardes”. Robards, que por entonces tenía 58 años e iba a hacer el papel de Fitzcarraldo, toleró muy mal la vida cotidiana en aquellos barracones perdidos en plena selva. Se le hacían insoportables el calor, la humedad y la convivencia con “alimañas e indígenas”. Adorf hizo causa común con él obligando a Hezog a ejercicios de persuasión y diplomacia a los que no estaba acostumbrado. Mientras tanto, la actriz principal, Claudia Cardinale, se aburría en su hotel de Iquitos e insistía una y otra vez en acudir a Camisea para estar con el resto del equipo, aunque fuese durmiendo en una hamaca bajo un árbol.
En febrero, Robards enfermó de disentería. Cogió el primer vuelo a Los Ángeles y ya nunca volvió. El rodaje quedó interrumpido varias semanas hasta que llegó la fecha límite para que Jagger se incorporase a la gira mundial de los Rolling Stones: “Lo siento mucho, Werner, pero tengo que irme. Si sigues en la selva dentro de un año, llámame”. Aquello parecía, una vez más, el fin del camino.
Una enemistad legendaria
Herzog viajó a Nueva York en un intento desesperado de salvar la película, que debía rodarse de nuevo casi por completo ante la imposibilidad de contar con el material en que aparecía Robards. Allí aprovechó para reunirse con uno de los personajes clave de su carrera y su vida, Klaus Kinski, el actor que había protagonizado dos de sus películas más célebres, Aguirre, la cólera de Dios y Nosferatu, el vampiro de la noche. Kinski era, en opinión de Herzog, un intérprete de talento descomunal, pero también “un déspota narcisista y un loco peligroso”, una de las personas que más le habían hecho sufrir en toda su carrera. La suya fue una relación de amor-odio que hoy forma parte de la gran mitología del cine.
La tarde en que se reunieron en Nueva York, Kinski estaba sobrio y sereno. Por primera vez en mucho tiempo, director e intérprete pudieron tener una conversación cordial. Hablaron incluso del corto periodo en que habían coincidido en una pensión de Múnich, cuando Herzog tenía 13 años y vivía con su madre. Kinski era entonces un actor de 30 años en paro y sufría frecuentes ataques de cólera durante los cuales se encerraba en el cuarto de baño que compartía con el resto de huéspedes y embadurnaba las paredes de sangre y excrementos, pero no es probable que esos sórdidos detalles saliesen a colación en la relajada charla neoyorquina de invierno de 1981.
El caso es que, pocos días después, cegado por la placidez con la que había transcurrido el encuentro, Herzog propuso a Kinski que viajase con él a la jungla peruana y protagonizase la película. Kinski aceptó. Su presencia en el reparto hizo que la televisión pública alemana se mostrase más dispuesta a participar en el proyecto. Empezaba así la segunda fase del rodaje, la decisiva, con Kinski ya en la piel de Fitzcarraldo, un personaje cuya insensatez y desmesura fueron para él como un traje a medida.
En esta recta final, el fascinante cuaderno de bitácora de Herzog se atropella, pierde congruencia y bordea el delirio. A mediados de abril, poco antes de rodar por fin la escena del vapor que trepa a lo alto de la colina, se produce el más célebre de los violentos altercados entre Herzog y su actor fetiche. El propio director lo cuenta con detalle en el documental Mi enemigo íntimo y el cineasta Les Blank lo filmó en su documental Burden of Dreams, una fascinante crónica visual de los entresijos de aquella aventura amazónica. Kinski acusa a Herzog de criminal, de tirano y de demente mientras el director se esfuerza por ignorarle. Extras y técnicos contemplan la escena con estupor e impaciencia, hartos de la histeria y los continuos exabruptos de ese demonio alemán al que se refieren como “el loco de pelo blanco”.
La muerte tenía un precio
Pocos días después, a mediados de mayo, la escena se repite. Kinski enloquece de nuevo, insulta a todo el mundo, interrumpe el rodaje con su rabia funesta y sus caprichos. Dos caciques locales que hacen de extras en la película, el de los campas y el de los machiguengas, se acercan a Herzog durante un descanso y le ofrecen, con toda naturalidad, matar al viejo demonio “para salvar la película”. “Podemos cortarle el pescuezo como a una gallina”, le dicen, “y hacer desaparecer el cadáver. No lo encontrarán nunca”.
Herzog quiere asegurarse de haber entendido bien. ¿Están hablando de matar a Kinski? La idea, según decía el cineasta años después (bromeando, en apariencia, solo a medias), le resultó tan tentadora que llegó a considerarla unos minutos. Al final, declinó la oferta: “No, gracias, me temo que necesito a Klaus para acabar el rodaje”. Muy poco después, se rueda una escena inquietante en la que Kinski se ve obligado a comerse un cuenco entero de un oscuro potaje ante la atenta mirada de los extras nativos, incluidos los dos que se habían ofrecido a cortarle el cuello.
Al final, en noviembre de 1981, con Kinski vivo y Herzog extenuado, pero aún cuerdo y conservando el entusiasmo por la película, se pudo completar por fin la soñada travesía por tierra de la enorme barcaza. Hubo heridos de cierta consideración, pero no muertos. Herzog describe de manera sobria cuáles fueron sus sentimientos en el momento en que consiguió completar su hazaña: “El barco me era ya indiferente, no valía más que cualquier botella de cerveza rota en el barro, cualquier cable de acero retorciéndose en el suelo. No he sentido ningún dolor, ninguna alegría, ninguna excitación, ningún alivio, ninguna felicidad, no he oído ningún sonido ni suspirado de alivio. Solo la conciencia de haber hecho algo completamente inútil o, más exactamente, haber penetrado en la profundidad de su reino misterioso”.
El rodaje de la película dedicada a un aventurero que quiso hacer realidad un sueño absurdo fue en sí una aventura, un delirio y un exceso. Herzog sí se permitió un acto de euforia tras completar la última escena de la película, la llegada del barco al muelle de Iquitos. Se tiró al agua de cabeza y se hizo un rasguño en el hombro al rozarse con una viga metálica oculta bajo las aguas marrones y turbias. Una vez más, fiel a su personaje, se jugó la integridad de la manera más absurda y estuvo a punto de morir en un rapto de euforia por el cine.
La película es considerada hoy un clásico y Herzog vio recompensado su tormento con una Palma de Oro a la mejor dirección en Cannes. Años después, volvería a contar con Kinski en otro rodaje que también acabaría convirtiéndose en una aventura, el de Cobra Verde (1987). Esta vez nadie, que se sepa, se ofreció a cortarle el pescuezo al demonio del pelo blanco.
Por MIquel Echarri en ICON.
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